Tormenta de sangre

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Tormenta de sangre
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Engañado, poseído y manipulado por el inmundo demonio Tz'arkan, ¿pueden las cosas ponerse peor para el elfo oscuro Malus Darkblade? No obstante, cuando regresa a Hag Graef descubre que se ha quedado sin casa, que no tiene un céntimo y que su padre se ha convertido en su peor enemigo.

Tras lograr escapar con vida a duras penas, debe ahora buscar el siguiente artefacto que necesita Tz'arkan: el ídolo de Kolkuth. El viaje marítimo ya es bastante peligroso, pero mientras lucha para llegar a la torre bruja que alberga el ídolo, algunos de los enemigos más mortíferos a los que Malus debe hacer frente son sus propios familiares.

Dan Abnett, Mike Lee

Tormenta de sangre

Crónicas de Malus Darkblade 2

ePUB v1.1

Bercebus
12.11.11

1. Pródigo

El nauglir lanzó un siseo que sonó como acero caliente que sumergieran en sangre, mientras las musculosas patas impulsaron con furia al reptil cuando giró en un recodo cerrado. Las garras del gélido hacían volar nubes de nieve y ceniza negra, y Malus Darkblade se desplazó sobre la silla de montar para no caerse. Gritos sibilantes resonaban detrás de ellos en el aire frío, por encima del estruendo de los cascos. Una saeta de ballesta pasó silbando junto a uno de sus oídos como una avispa colérica. El noble enseñó los dientes en una sonrisa feroz en el momento de recobrar el equilibrio y clavarle las espuelas en los flancos a
Rencor
. Justo delante, el Camino de la Lanza descendía hacia el terrible Valle de las Sombras, y a lo lejos se divisaba la forma de cuchillo de las torres de Hag Graef, que se alzaban de entre los jirones restantes de la niebla de la noche anterior.

Otra flecha pasó a medio palmo de la cara del noble, y luego llegó una tercera, que golpeó a Malus entre los hombros con la fuerza de un martillazo. La ancha punta de acero de la saeta de ballesta atravesó la gruesa capa de piel de hombre bestia toscamente cosida que llevaba Malus, y perforó el espaldar de la armadura con un chasquido sordo. La coraza de acero plateado y el grueso kheitan de cuero de debajo despojaron al disparo de la mayor parte de su potencia letal, pero la punta le hirió la espalda como una garra de hielo. El noble lanzó un inarticulado gruñido de dolor y se inclinó tanto como pudo sobre el agitado lomo de
Rencor
. Los bandidos que galopaban tras Malus emitieron un coro de salvajes gritos al percibir que la persecución se acercaba a su fin.

Habían pasado casi tres meses desde que Malus y sus guardias se habían escabullido fuera de Hag Graef para encaminarse al norte, en busca de una fuente de poder antiguo que se ocultaba en los Desiertos del Caos. Éste no era el regreso triunfal con que él había soñado al partir.

Incontables leguas de nieve, sangre y hambre habían dejado huella en el jinete y la montura. La escamosa piel acorazada del gélido presentaba docenas de cicatrices de heridas de espada, hacha y garras, y la silla de montar de Malus estaba estrechamente ajustada en torno a costillas muy prominentes. La capa de áspera piel negra y grasienta del noble estaba maltrecha y rasgada, y la armadura de acero plateado de debajo se encontraba deslucida y arañada por el constante desgaste. Sudor viejo, sangre y suciedad le acartonaban la ropa y el kheitan, y llevaba las botas remendadas con trozos de piel de ciervo. Los ojos oscuros de Malus estaban más nítidamente definidos. Con las mejillas hundidas y los labios finos y resquebrajados, parecía más un espectro que un elfo.

La muerte le había seguido los pasos desde el momento en que había comenzado el viaje. Todos los guardias que habían partido de Hag Graef hacia el contaminado norte habían muerto allí, algunos por la propia mano de Malus. Sin embargo, no había regresado de los Desiertos del Caos con las manos vacías: cuatro grandes alforjas rebotaban pesadamente contra los delgados flancos de
Rencor
, bien cargados con un tesoro que equivalía al rescate de un drachau en oro y gemas.

Ni tampoco regresaba completamente solo.

Rencor
se lanzó a toda velocidad por la larga ladera empinada hacia el fondo del valle, y por un momento, los sonidos de persecución se amortecieron al quedar al otro lado de la cima. Malus tendió una mano hacia atrás y cogió la ballesta del gancho de la silla. El camino de regreso a Hag Graef había estado plagado de peligros: manadas de feroces hombres bestia, retorcidos monstruos contaminados por el Caos y bandas de ladrones druchii se habían esforzado por derramar su sangre, deseosos de su carne o de las alforjas llenas de tesoros que llevaba. La espada del noble estaba mellada y agujereada, y casi se había quedado sin flechas.

—No he recorrido todo este camino para morir a la vista de casa —juró Malus al tiempo que invocaba a todos los dioses blasfemos a los que era capaz de nombrar.

—Entonces, mátalos —replicó una voz fría que ascendió para inundar el pecho de Malus como sangre que manara de una herida antigua—. No son más que ocho pequeños druchii. Deja que tu gélido se dé un festín con su carne cetrina.

Malus gruñó al resistir el impulso de golpearse el pecho con una mano guarnecida con un guantelete.

—Osadas palabras para un demonio que nada sabe del hambre y la fatiga.

—Cuentas con tu odio, Malus —susurró el demonio Tz'arkan, cuyas palabras le zumbaron como moscas dentro del cráneo—. Con el odio, todo es posible.

—Si eso fuese cierto, me habría librado de ti hace mucho —replicó el noble con furia reprimida, mientras tiraba de la palanca para armar la ballesta y se disponía a disparar—. Ahora, cállate y deja que me concentre.

Sintió que la conciencia del demonio se retiraba; los huesos aún le vibraban con la burlona risa de Tz'arkan. En ocasiones, en plena noche, Malus despertaba y sentía que el demonio se le contorsionaba dentro del pecho como un nudo de víboras que se deslizaran y enredaran en torno a su palpitante corazón.

La desesperación lo había impelido hacia el norte, tras un poder que usar contra sus enemigos. Buscaba el poder para contrarrestar las conspiraciones de su padre y sus hermanos, para bañarse en la sangre de todos ellos y beber su dolor hasta hartarse. Y había encontrado lo que buscaba en un templo situado muy al norte, ante un gran cristal rodeado por círculos y más círculos de protecciones mágicas, y las apiladas riquezas de una docena de reinos. Aturdido por el ansia de poder y la voraz codicia, Malus no se había dado cuenta de la astuta trampa que lo rodeaba. El noble había recogido un solo anillo de entre los tesoros amontonados en la sala —un perfecto rubí cabujón que parecía una destellante gota de sangre— y se lo había puesto en un dedo. Y el terrible demonio encerrado en el cristal había reclamado el alma de Darkblade a cambio del anillo.

La cuerda de acero de la ballesta encajó en su sitio, y una de las últimas saetas de Malus ascendió hasta la ranura de disparo. Cuando el primero de los bandidos druchii coronó la colina con un aullido lobuno,
Rencor y
a casi había llegado al pie de la cuesta. Malus giró sobre la silla de montar y disparó con una soltura nacida de los meses de experiencia. La saeta de negras plumas se clavó por debajo de la caja torácica del bandido, atravesó la malla oxidada que lo protegía y ascendió a través de los órganos del hombre antes de alojarse en la columna vertebral. El aullido del bandido se interrumpió con un grito estrangulado, y el hombre cayó hacia atrás desde el lomo de la montura.

Altos pinos oscuros y árboles brujos se alzaban sobre la tierra oscura del fondo del valle, con las ramas cargadas de nieve. Debajo de los árboles reinaba un crepúsculo eterno; en los estrechos confines del valle, la luz del sol llegaba a la ciudad y sus alrededores durante unas pocas y cortas horas al día. El Camino de la Lanza serpenteaba entre los troncos, pero Malus espoleó la montura para que fuera en línea recta y saliera del camino hacia las sombras de los árboles.

El noble se inclinó contra el cuello de
Rencor
, que atravesaba el ramaje bajo y saltaba por encima de los troncos podridos de árboles caídos. La velocidad era de vital importancia. Los ladrones habían sido pacientes como lobos y le habían seguido el rastro durante días para calibrar su fuerza. Entonces, sabían que él y la montura estaban casi totalmente agotados y no ignoraban que la seguridad de las murallas de la ciudad se encontraba a menos de un kilómetro y medio de distancia. Si no lo derribaban en los minutos siguientes, se les escaparía el botín.

En efecto, los gritos y los sordos pataleos de los cascos resonaron sobre el suelo nevado detrás de Malus. El noble preparó la ballesta y giró el torso para apuntarla con una mano hacia las siluetas negras que corrían entre los árboles. Disparó por instinto e hirió a uno de los caballos de los bandidos; el animal perdió pie con un relincho terrible y, al caer al suelo en medio de un manantial de tierra y nieve, lanzó al jinete sobre un montón de ramas caídas. Dos de los bandidos efectuaron disparos de respuesta, y una de las saetas alzó un abanico de chispas al resbalar sobre la hombrera izquierda de Malus. El noble fue empujado hacia adelante por el golpe, y el tronco de un pino le arrebató la ballesta de las manos.

Las agujas de pino rozaron la cara de Malus, y luego, de repente, los árboles quedaron atrás a ambos lados y
Rencor
continuó corriendo entre ventisqueros. El gélido perdía velocidad con rapidez. Ante ellos, la cinta negra del Camino de la Lanza atravesaba un estrecho campo nevado, y a medio kilómetro de distancia se alzaba el hogar del noble, la gran Ciudad de las Sombras.

—Ya casi hemos ganado la carrera, bestia de las profundidades de la tierra —le jadeó Malus a la montura—. Unos pocos estadios más, y entonces veremos hasta qué punto son valientes esos perros.

Como si entendiera las palabras del noble,
Rencor
se lanzó, en un último esfuerzo, a toda velocidad y cargó a través del terreno abierto hacia las murallas de basalto de la ciudad que tenía delante.

Malus desenvainó la espada y la sujetó en alto con la esperanza de captar la atención de los guardias de las almenas. El estruendo de los cascos le hizo volver la cabeza: los cinco bandidos restantes habían salido de entre los árboles y castigaban los flancos de los caballos con látigos y espuelas. Los pálidos rostros destacaban nítidamente contra el fondo oscuro de las capuchas de las capas que llevaban. Tenían los ojos atentos y enseñaban los dientes, una mueca debida al gélido viento.

Los bandidos le ganaban terreno, pero con lentitud, demasiado lentamente. Al cabo de unos momentos, Malus se encontraba a medio camino de las murallas de la ciudad y divisaba los altos cascos de los soldados, que sobresalían por encima de las ahusadas almenas del cuerpo de guardia.

—¡Abrid las puertas! —gritó con todas las fuerzas que pudo reunir. Si los guardias lo oyeron, no dieron señales de que así fuera.

Rencor
saltó al camino, donde sus planas patas aplastaron aún más la apisonada capa de cenizas. Malus avistó varias afiladas astas con plumas negras que sobresalían del suelo helado en ángulo inclinado: los grandes proyectiles que los guardias de la ciudad le habían disparado a él, hacía meses, aún permanecían donde habían caído, tal vez dejados adrede como advertencia para futuros viajeros. Se encontraba a menos de cien pasos de las altas puertas de la ciudad, pero éstas permanecían cerradas.

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