El miedo de Montalbano (4 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: El miedo de Montalbano
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Fazio pareció turbarse.

—No, señor, aquí. El
dottor
Gribaudo me ha dicho que si le podemos preparar un dormitorio.

—Pues prepáraselo.

—¿Cuál? Si ni siquiera tenemos sitio para...

—¡Alto ahí! ¿Has olvidado el proverbio? «En la casa cabe lo que quiere el amo.» Prepárale el cuartito que hay al lado del lavabo.

—Pero ¡si es un trastero! ¡Está lleno de papeles colocados de cualquier manera!

—Pues hazle un poco de sitio, ¿de acuerdo? Por cierto, tengo una curiosidad. ¿Le han preguntado a Grazia cómo explica ella que el otro lado de la cama haya sido utilizado?

Fazio se echó a reír.

—Ay,
dottore
, ya sabe cómo es el fiscal Tommaseo... Según él, y le repito sus palabras textuales, se trata del «clásico delito tramado en los turbios ambientes homosexuales». En otras palabras: Gerlando Piccolo se llevó a un tío a casa, muy probablemente un extracomunitario, y el hombre, después de la relación, le pegó un tiro para robarle.

—¿Gribaudo opina lo mismo?

—El
dottor
Gribaudo dice que no tiene importancia que la persona que estaba acostada a su lado fuera hombre o mujer, extracomunitario o no; lo importante, según él, es que se trataba seguramente de un cómplice. Una persona que, después de la relación, dejó la puerta abierta al ladrón homicida.

—¿Y Grazia?

—Dice que a veces, cuando hacía la cama, notaba que su tío había tenido compañía. Y, además, los ruidos nocturnos procedentes de la habitación de él no dejaban espacio para la duda. Como tampoco cabía la menor duda de que se trataba de mujeres y no de hombres. Dice que su tío jamás habría franqueado la entrada a nadie a través de la puerta principal. Las mujeres que se reunían con él subían por la escalera exterior. Él les abría la cristalera y listo. Cuando terminaban, se iban por el mismo camino. Y el tío volvía a colocar la barra de hierro.

—Tal como nosotros la hemos encontrado.

—Exacto. Pero Grazia también ha dicho otra cosa.

—¿Qué?

—Que el hecho de que los dos lados de la cama hubieran sido utilizados no significa necesariamente que su tío hubiera tenido compañía. Se ve que comía como un cerdo y no había noche que no tuviera molestias, náuseas y ardores de estómago. Daba muchas vueltas en la cama y con frecuencia se pasaba de un lado al otro.

—Lo mismo que yo esta noche —dijo el comisario.

—¿Por culpa de la comida?

—Por culpa de la lectura.

—Por si acaso —prosiguió Fazio—, Tommaseo y Gribaudo han pedido al
dottor
Arquà que la Científica examine cuidadosamente el otro lado de la cama.

—¿Y Arquà qué ha dicho?

—Se ha cabreado. Ha contestado que no hacía falta que se lo pidieran. En cualquier caso, ellos lo tienen muy claro: intento de robo, con resultado de homicidio.

Ambos se miraron sonriendo. Se habían comprendido. El planteamiento era como un colador, con agujeros por todas partes.

Cuando regresó a la comisaría, después de almorzar en la
trattoria
San Calogero y dar su habitual paseo de meditación y digestión hasta la punta del muelle, Montalbano tuvo ocasión de hablar por teléfono con Galluzzo.

—¿Cómo está Grazia?

—Durmiendo. El doctor le ha puesto una inyección. Dice que cuando despierte se encontrará bien. Incluso a mi mujer le da pena.

—¿A qué hora la ha citado Gribaudo?

—A las nueve de la mañana, aquí, en nuestra casa.

—Pero ¿es que esa joven no tiene a nadie..., un familiar, una amiga?

—A nadie,
dottore
. Por lo que he podido entender de lo que me ha dicho, poco faltó para que los Piccolo la encadenaran. Sólo después de que su tía muriese disfrutó de un poco de libertad, por llamarlo de alguna manera. El tío le permitía ir a la ciudad una vez a la semana y podía ausentarse de la casa un par de horas como máximo.

—¿Qué piensa hacer después?

—Cualquiera sabe. Cuando el doctor Gribaudo le dijo que tendría que irse a vivir unos días a otro sitio, se puso como una loca. No quería moverse de allí. Me ha costado Dios y ayuda convencerla de que viniera a mi casa.

—Oye, por curiosidad, ¿le has preguntado algo sobre el revólver?

—No entiendo,
dottore
.

—Mira, Galluzzo, una muchacha que... Por cierto, ¿cuántos años tiene exactamente?

—Dieciocho recién cumplidos.

—Aparenta menos. Estaba diciendo... ¿A ti no te parece raro que una chica, recién despertada de su sueño y en presencia de un desconocido que acaba de matar a su tío, tenga el valor y la sangre fría de abrir un cajón, coger un revólver y disparar?

—Un poco raro sí es.

—¿Entonces?


Dottore
, yo le he hecho exactamente la misma pregunta, y ella me ha contestado que, en primer lugar, no le da miedo nada ni nadie. Y, en segundo, que había sido precisamente
'u zu Giurlanno
quien le había enseñado a disparar. Y de vez en cuando la obligaba a practicar.

—Es evidente que Piccolo, que era una sanguijuela, un «corbatero» como dicen en Roma, es decir, un usurero, temía que alguna de sus víctimas quisiera vengarse. Y se curaba en salud. La sobrina podía contribuir a defenderlo.

—Y el revólver no era la única arma que había en la casa.

—Ah, ¿no?

—No. ¿Recuerda el sillón donde estaba sentado Gallo? Detrás del respaldo había una escopeta de caza, y en el cajón del despacho guardaba una Beretta. A petición de Gribaudo, Grazia ha demostrado que sabía manejar la pistola y ha disparado dando con precisión en el blanco.

A las seis de la tarde la situación cambió de golpe.

—¿
Dottori
? Está el
dottori
Latte, con ese al final, que quiere hablar en persona personalmente con usted. ¿Qué hago?

El
dottor
Lattes era el jefe del gabinete del jefe superior, y lo apodaban «Lattes y mieles» por su carácter empalagoso y rastrero y por su capacidad de mirarte con una afectuosa sonrisa en los labios mientras te pegaba una puñalada trapera.

—¡Mi queridísimo amigo! ¿Qué tal va todo, mi queridísimo amigo? ¡Nuestro querido Montalbano! ¿Todos bien en la familia?

—Sí, gracias.

—Quería decirle, de parte del señor jefe superior, que del homicidio de ese tal Piccolo tendrá que encargarse usted. Por otra parte, así, a primera vista, parece que se trata de un caso bastante trivial.

Según el punto de vista. Puede que Gerlando Piccolo, el asesinado, por ejemplo, no lo hubiera calificado de la misma manera.

—Trivialísimo,
dottore
. Un trivial robo que se ha convertido en un trivial homicidio.

—¡Bravo! Eso es justamente lo que yo quería decir.

—Disculpe el atrevimiento...

Se felicitó a sí mismo, pues era el tono adecuado para tirar de la lengua a Lattes.

—Atrévase, mi queridísimo amigo.

—¿Por qué el doctor Gribaudo no puede encargarse ya del caso?

La voz de Lattes se convirtió en un susurro circunspecto.

—El señor jefe superior no quiere que ni él ni su ayudante, el
dottor
Foti, se aparten ni un segundo.

—Disculpe mi audacia. Pero que se aparten ¿de qué?

—Del caso Laguardia —contestó con un suspiro el
dottor
Lattes, y colgó el aparato.

Alessia Laguardia, una bella y reservada treintañera, ejercía en Montelusa a niveles muy altos tanto a domicilio como en su pequeño chalet de las afueras, ilegalmente construido al amparo de un templo griego y con vistas al «gran mar africano», como lo llamaba Pirandello, que era de por allí. Y justamente en aquel chalecito suyo, Alessia había sido encontrada una semana atrás con sesenta navajazos en el cuerpo. Hasta ahí puede que se tratara efectivamente de un homicidio trivial, utilizando el lenguaje del
dottor
Lattes. Pero el caso era que la policía había encontrado una agenda, infructuosamente buscada por el asesino, en la cual figuraban, en perfecto orden, según se decía, los secretísimos números de teléfono de algunos de los más importantes nombres masculinos de Montelusa y provincia: políticos, empresarios, profesores, magistrados y, al parecer, incluso el de un monseñor con fama de santo. Un asunto en el que uno podía jugarse el pellejo como no se anduviera con cuidado. Y estaba claro que el señor jefe superior quería conservar el suyo intacto.

—¡Fazio! ¡Galluzzo!

Ambos acudieron a toda prisa al despacho.

—Me ha llamado Lattes. Nosotros nos encargaremos del asesinato de Gerlando Piccolo.

Fazio hizo un gesto de complacencia y Galluzzo lanzó un suspiro y dijo:

—¡Menos mal!

—¿Por qué?

—Porque el jefe de la Brigada Móvil ha empezado con mal pie con Grazia. Y a la pobrecilla sólo le faltaba que la acosara un perro rabioso como Gribaudo —respondió Galluzzo.

—Haced el favor de escucharme... ¡Me cago en la puta! —Al oír el repentino y violento reniego, Fazio y Galluzzo se sobresaltaron—. ¿Se puede saber dónde coño se ha metido Mimì? ¡No ha aparecido por aquí en todo el día! ¿Tenéis noticias de él?

—No —contestaron ambos al unísono.

—¡Catarella!

Catarella acudió con la rapidez de un rayo, trazó mal la curva para entrar por la puerta y poco faltó para que se rompiera la nariz contra la jamba. Estaba aterrorizado.

—¡Virgen santísima, qué susto me he pegado!

—¿Sabes algo de Augello?

—¿En persona personalmente? No, señor.

El comisario marcó el número particular de Mimì. Después de unos cuantos tonos, contestó Beba, su novia, la cual reconoció la voz de Montalbano.

—¿Eres tú, Salvo? Gracias, está mejor. Ya ha venido el médico.

—Pero ¿qué tiene?

—Ha sufrido un cólico renal. Se lo he dicho esta mañana a Catarella.

—Si puedo, me pasaré un momento a verlo.

El comisario colgó y miró a Catarella.

—¿Por qué no me has dicho que te había llamado la señorita Beba para avisar de que Mimì estaba enfermo?

Catarella pareció afligirse y sorprenderse sinceramente.

—¿Está enfermo? A mí la señorita me dijo no sé qué de un orinal y yo no entendí ni torta.

—No se refería a ningún orinal, sino a un cólico renal. Pero, de todos modos, ¿por qué no me lo has dicho ahora que te lo he preguntado?

—Porque usía me ha preguntado si el
dottor
Augello había hablado conmigo en persona personalmente. Y la que habló conmigo por teléfono fue su novia.

Montalbano se sostuvo la cabeza con las manos. A Catarella casi se le saltaron las lágrimas de los ojos.

—¡Se lo juro,
dottori
! ¡No me dijo nada de una enfermedad, me habló de un orinal!

—¡Por el amor de Dios! —exclamó el comisario—. Vuelve a tu sitio, anda.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Fazio.

—¿Has copiado los nombres que te dije del despacho de Piccolo?

—Sí, señor
dottore
.

—¿Cuántos son?

—Cinco. Los tengo allí. ¿Voy a por el papel?

—No hace falta. Procura hablar con alguno de ellos. Trata de averiguar qué interés cobraba Piccolo, qué clase de persona era, cómo actuaba cuando alguien no le pagaba... Dime algo mañana por la mañana.

—¿Y yo? —preguntó Galluzzo.

—Mira, de momento no vamos a someter a Grazia al interrogatorio que Gribaudo tenía previsto. Cuando necesite que ella me aclare algo, te lo diré. Entre tanto, procura ganarte la confianza de la chica. Es posible que, hablando tranquilamente con un amigo, se acuerde de algún detalle importante. Nos vemos mañana. Ahora voy un momento a ver cómo está Augello.

Una vez solo, comprendió que no le apetecía hacer aquella visita. Mimì era capaz de quejarse como un moribundo por una simple uña encarnada, ¡no digamos nada por un cólico! Y él, cuando Augello se ponía en aquel plan, no lo aguantaba. Volvió a marcar el número. Se puso Beba.

—Mimì está descansando.

—No lo molestes. Llamo para decirte que no podré ir a verlo. Dile que se mejore. Lo necesito. Nos han encargado la investigación de un homicidio.

—¿El del usurero?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Han dado la noticia en una cadena de televisión local.

Al salir de la comisaría, sintió el repentino e irreprimible deseo de comerse un plato de pasta aliñada con pesto a la trapanesa, plato que, por inescrutables razones, Adelina se negaba a prepararle. Cuando llegó al supermercado, la persiana metálica estaba medio bajada. Se agachó, entró y se topó con el encargado, el señor Aguglia.

—¡Comisario! ¿Necesita algo?

—Querría un bote de pesto a la trapanesa.

—Espere aquí, voy por él.

Tres cuartas partes de las luces del supermercado estaban apagadas y en las cajas ya no había nadie. Un momento después el encargado regresó con el bote.

—Aquí tiene. Ya me lo pagará la próxima vez. Hoy he tenido un día fatal, me he pasado todo el tiempo contestando por teléfono a las protestas de los clientes.

—¿Por qué?

—Porque Dindò no ha venido a trabajar y me ha resultado imposible entregar los pedidos.

Dindò era un muchacho de veinte años, larguirucho, con el cerebro de un niño de diez, que siempre andaba por ahí haciendo el reparto del supermercado para las casas de Vigàta y sus alrededores.

—Pero ¡mañana me va a oír!

3

Una vez en Marinella, coció la pasta, la escurrió, la puso en el plato y le echó encima todo el contenido del bote («para cuatro raciones», decía en la etiqueta). Luego se sentó a la mesa de la cocina y se la zampó. Encontró en el frigorífico unos salmonetes con salsa de tomate preparados por Adelina, los calentó y se deleitó con ellos. Después de comer, lavó cuidadosamente los platos para que no quedara ni rastro del pesto a la trapanesa, pues si Adelina lo descubría al día siguiente, seguramente le armaría un escándalo. Tuvo incluso la precaución de esconder el bote vacío en el fondo de la bolsa de la basura. Después se sentó delante del televisor, satisfecho, como un asesino después de hacer desaparecer las huellas del crimen. El primer reportaje del telediario de Televigata estaba dedicado, naturalmente, al homicidio de Gerlando Piccolo. Después de mostrar una serie de imágenes del exterior de la casa, el periodista, que era cuñado de Galluzzo, dijo que había conseguido obtener un vídeo de Grazia, la valiente sobrina de la víctima, grabado por un aficionado. Añadió con orgullo que se trataba de una exclusiva, pues no se disponía de ninguna otra imagen de la chica. Montalbano se sorprendió. ¿De dónde había sacado aquel vídeo? No tenía sonido, sólo se veía a la muchacha trabajando en una cocina que no era la de la casa de Piccolo. Grazia lucía un vestido elegante e iba muy bien maquillada. Pero se movía como siempre, parecía una gata nerviosa por la presencia de algún elemento extraño potencialmente peligroso. Después la cámara mostró un primer plano del rostro y el comisario se fijó en lo guapa que era, secreta y arriesgadamente guapa. Por un instante, la cámara dio la impresión de poder revelar algo misterioso e inapreciable a simple vista. Tenía los mismos rasgos de ciertas heroínas de las películas americanas del Oeste, parecía una hembra capaz de defenderse a balazos. Alguien desde fuera del encuadre debió de decirle que sonriera y ella lo intentó, pero le salió un estiramiento de los labios sobre unos dientes muy blancos, pequeños y afilados. Una tigresa resollando amenazadoramente. Después pasaron a otra noticia y el comisario cambió de canal. Pero si alguien le hubiera preguntado qué estaban contemplando sus ojos, no habría sabido qué contestar, pues su cabeza estaba demasiado concentrada en otra pregunta: ¿cómo se las habían arreglado los de Televigata para conseguir aquel material? Habría podido resolver el problema llamando directamente al cuñado de Galluzzo, pero no quería darle aquella satisfacción. De pronto, se le ocurrió con toda claridad la única respuesta posible. Y la respuesta lo puso tremendamente nervioso.

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