Se guardó el tebeo en el bolsillo, apagó la luz y salió.
En lugar de dirigirse a la comisaría, se fue a casa de Galluzzo. Llamó al timbre y la voz de Grazia contestó de inmediato:
—¿Quién es?
—Soy Montalbano.
La chica abrió y el comisario se dio cuenta enseguida de que estaba muy pálida y tenía los ojos enrojecidos. En ese momento no podía definírsela precisamente como guapa.
—¿Estás sola en casa?
—Sí, señor, Amelia ha salido a hacer la compra.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada.
—¿Te encuentras mal?
—Sí, señor.
—¿Qué te ocurre? ¿Necesitas un médico?
—Esto no es cosa de médicos. Es que... no consigo dormir desde que supe que maté a aquel pobrecito. Y además... quiero volver a mi casa.
—¿Es que no te encuentras a gusto?
—Sí, pero añoro mi casa.
—¿No tienes miedo de vivir allí sola?
—Yo no tengo miedo de nada.
—Unos cuantos días más, tres como máximo, y podrás regresar a casa. He venido para preguntarte una cosa que puede resultarnos muy útil en las investigaciones sobre el asesinato de tu tío.
Grazia se alarmó y lo miró con los ojos desorbitados.
—Pero ¿todavía siguen con lo mismo? ¿No fue Dindò?
—Por supuesto que fue Dindò. Pero ¿te has preguntado alguna vez cómo se las arregló para entrar aquella noche? O alguien le abrió o disponía de un duplicado de las llaves. En cualquiera de los dos casos, eso significa que había un cómplice. Y el cómplice era una persona que tenía libertad para frecuentar la casa. Y eso es lo que yo te pregunto ahora: ¿había alguien a quien tu tío veía a menudo? ¿Hablaba durante mucho rato con alguien? ¿Invitaba a alguien a quedarse a comer?
El rostro de la muchacha se iluminó.
—¡Pues sí! Un tal Fonzio. Algunas veces
'u zu Giurlanno
me pedía que les sirviera un café cuando se iban a hablar al despacho.
—¿Sabes cómo se apellida?
—No, señor.
En aquel momento oyeron que se abría la puerta principal. Era la mujer de Galluzzo, que regresaba de la compra.
—Amelia, Grazia se viene conmigo a la comisaría. Después le pediré a su marido que la traiga de vuelta. Grazia, ¿necesitas cambiarte de ropa para salir?
—Sí, señor, pero estoy lista en cinco minutos.
* * *
Montalbano dejó a la joven con Catarella, quien le mostró en el ordenador las fotografías de todas las personas con antecedentes penales de Vigàta y alrededores. Apenas había tenido tiempo de sentarse detrás de su escritorio cuando Catarella entró patinando y su loca carrera fue interrumpida por Fazio, que lo atrapó al vuelo. Respiraba afanosamente.
—¡
Dottori
, la chica lo ha identificado!
Fueron a donde estaba la muchacha. Grazia permanecía de pie en un rincón de la estancia, cubriéndose el rostro con las manos y llorando muy quedo.
—¡Galluzzo! Acompáñala a casa.
La ficha decía que Alfonso Aricò, nacido cuarenta años atrás en Vigàta, era una persona de muy mala fama que se dedicaba a los juegos de azar. Cuando no jugaba, sus actividades consistían en robos, chantajes, agresiones, actos de violencia y daños y lesiones a terceros. La fotografía mostraba a un hombre muy bien parecido con cara de delincuente.
—Fazio, corre la voz. Mañana por la mañana quiero a este cabrón en mi despacho.
Comió distraídamente, pues no tenía apetito. Se sentó junto a la mesita y examinó el cómic que había cogido en el cuartucho de Dindò. Había por lo menos otros diez más tirados por el suelo, pero el muchacho había atribuido una importancia especial a ése y lo había guardado en el cajón de la mesita para poder leerlo una y otra vez, como se deducía por las sucias y maltratadas páginas. En determinado momento, Dindò había empezado a escribir en los márgenes una sola palabra, «¡Justicia!». Una palabra que en sí misma no explicaba si el muchacho tenía intención de tomársela por su mano o bien de exigirla. Empezó a leer la historia con la paciencia de un santo. Se trataba de un viejo y lujurioso cacique que organizaba el rapto de una bella joven para poder doblegarla a sus deseos. El rapto se llevaba a cabo después de una serie de vicisitudes, pero, al final, el cacique podía contemplar en su dormitorio a Alba, que así se llamaba la chica, desnuda y suplicante. Los ruegos, las quejas y las lágrimas sólo servían para excitar más al viejo, que cogía a Alba y la poseía de todas las maneras posibles e imaginables. A continuación, ordenaba que la encerraran en una celda, con el propósito de repetir la hazaña después de un sueño reparador. Pero Zozzo, que había entrado a escondidas en la casa del cacique, lo mataba después de batirse en duelo con varios de sus esbirros. Liberaba a la chica y ésta, feliz y agradecida, se ponía a hacer con el caballero enmascarado cosas peores que las que el viejo la había obligado a soportar. Un pretexto estúpido para unas ilustraciones pornográficas. Pero ¿por qué razón Dindò había sentido la necesidad de escribir obsesivamente la palabra «justicia»? A lo mejor le había ocurrido lo que a ciertos espectadores de salas cinematográficas populares, que se meten tanto en la película que intervienen con comentarios, sugerencias y consejos dirigidos a las sordas sombras de la pantalla, las cuales siguen inexorablemente el camino trazado por el destino y el guionista. Estaba casi convencido de esa última hipótesis. Fue a sentarse en su butaca habitual y encendió el televisor: había un debate político sobre el tema de si era lícito que un subsecretario en ejercicio participara en anuncios publicitarios remunerados. Apagó a medio programa, presa de un profundo desconsuelo. Llamó a Livia y le habló largo rato de Dindò. Le describió la sucia celda en la que vivía el muchacho y le preguntó:
—¿Puedes tú decirme por qué motivo a un pobre desgraciado como aquel muchacho le da de pronto por cantar en medio de semejante sordidez?
Y de Livia recibió una respuesta sencilla, que, precisamente por su sencillez, más aún, por su obviedad, tenía la fuerza de la verdad absoluta.
—¿Por qué motivo, Salvo? Por amor.
Un relámpago. Perdió el equilibrio y a duras penas consiguió mantenerse en pie agarrándose con la mano a la mesita. Todas las piezas del rompecabezas fueron colocándose a velocidad de vértigo en su lugar correspondiente, formando un cuadro lógico, un dibujo perfecto.
—¿Salvo? Salvo, ¿por qué no contestas?
No consiguió abrir la boca para decirle que aún estaba al aparato. Colgó.
* * *
Uno a uno, en el transcurso de la mañana, todos sus hombres fueron presentándose en la comisaría desolados y con las manos vacías: no habían conseguido localizar a Fonzio Aricò, el hombre con antecedentes penales que ejercía como cobrador de Gerlando Piccolo. Los vecinos de su casa llevaban una semana sin verlo. Decían que muchas veces se pasaba días y días sin aparecer. Y todos los hombres de Montalbano, después del informe negativo de sus pesquisas, esperaban una escena de furia incontenible; sin embargo, la respuesta del comisario fue serena y cortés:
—Muy bien, gracias.
Se quedaron tan pasmados que se preguntaron entre ellos si, por casualidad, no le habrían salido a su jefe los estigmas de la santidad.
Aquella misma mañana Montalbano hizo dos llamadas telefónicas: una al fiscal Tommaseo, muy larga, por cierto, pues éste exigió muchas explicaciones, aunque al final pareció convencido. La segunda fue al jefe de la Brigada Móvil, quien, por el contrario, no le pidió ninguna explicación. Dijo que sólo había un problema. ¿Durante cuánto tiempo necesitaría el equipo? El comisario contestó que el asunto se resolvería en cuestión de cuarenta y ocho horas. Ambos se pusieron de acuerdo.
A las cuatro de la tarde, un agente de la Móvil se presentó para entregarle las llaves de la casa de Gerlando Piccolo. Media hora después Montalbano llamó a Galluzzo y le comunicó, al tiempo que le entregaba las llaves, que Grazia podía regresar a casa cuando lo deseara.
—Mejor llámala desde aquí.
Cuando colgó, Galluzzo dijo que la joven quería regresar enseguida, cuando todavía hubiera luz, no porque tuviera miedo, sino porque le causaría menos impresión.
—Si me da usted permiso, la acompañaré yo en mi coche. En una hora como máximo estoy de vuelta.
—No es necesario que vuelvas. Cuando termines de ayudar a Grazia a instalarse, regresa directamente a tu casa. Si acaso, me llamas para decirme cómo ha reaccionado, si ha habido algún problema. Ah, dile también que nos llame si hubiera algo que la preocupara.
Galluzzo esbozó una sonrisa.
—Comisario, a esa chica no hay nada que la preocupe. Es muy valiente. Pero... ¿por qué tendría que preocuparse?
—Por Fonzio Aricò, por ejemplo. Nosotros no hemos conseguido localizarlo, pero quién nos dice que no está esperando el momento más adecuado para hacer acto de presencia...
La sonrisa de Galluzzo se esfumó.
—¿Y qué puede querer Fonzio de Grazia?
—No lo sé. A lo mejor, los papeles de Gerlando Piccolo. Si sabe jugar con ellos, pueden proporcionarle un buen beneficio.
—Muy cierto. ¿Quiere que me quede con ella esta noche?
—¿Y quién te dice que Fonzio va a presentarse precisamente esta noche? Mira, dile a Grazia que mañana pediré la orden del juez para incautarme de todos los papeles. De esa manera podrá estar tranquila. No, haz lo que te he dicho.
Galluzzo llamó a las siete y media. Acababa de regresar a su casa después de dejar a Grazia contenta de encontrarse de nuevo entre sus cosas. La otra llamada, la que Montalbano esperaba, la que confirmaría que su castillo de conjeturas no estaba hecho de papel de seda sino de cal y piedra, se produjo al cabo de una hora escasa.
—¿Comisario Montalbano? Ha llamado. Nada más oír una voz masculina ha dicho que finalmente había regresado a casa y que no había ningún tipo de vigilancia. Ha añadido que tenía que darle dos cosas. Luego el hombre ha dicho que iría a su casa poco después de la medianoche. ¿Qué hacemos ahora?
—Vosotros ya habéis terminado, gracias.
Habría tenido que experimentar otra sensación después de recibir la llamada que confirmaba sus suposiciones, y, sin embargo, lo asaltó una especie de náusea que le cerró la boca del estómago.
—¡Fazio! ¡Gallo!
—A sus órdenes.
—Id a casa a comer y después regresad aquí. Avisad a vuestras familias de que esta noche tendréis trabajo. —En un primer momento, los ayudantes del comisario se miraron con cara de sorpresa y después dirigieron los ojos con expresión inquisitiva al comisario—. Os lo contaré todo a vuestro regreso, no hay prisa. Pero, sobre todo, no digáis nada a nadie.
—¿Qué vamos a decir si no sabemos de qué se trata? —replicó Fazio.
El comisario también abandonó su despacho, pues notaba que le faltaba el aire. Al llegar a la altura de la
trattoria
San Calogero, titubeó un instante: ¿entrar o no? Pero la sensación de náusea se intensificó. Entonces se dirigió al puerto y se detuvo a contemplar a los turistas que embarcaban en el ferry para trasladarse a las islas. La mayoría eran jóvenes extranjeros armados con sus sacos de dormir. Seguramente no enriquecerían las islas con su dinero, pero sí con el esplendor de su juventud. Lanzó un suspiro y dio comienzo a su habitual paseo hasta la punta del muelle.
—Sólo son conjeturas mías, pero están empezando a confirmarse. En la casa de los Piccolo, adonde llega a los cinco años porque se ha quedado huérfana, Grazia es tratada como una esclava. Me lo dijo ella misma y no creo que sea una exageración. Y, además, estoy convencido de que el tío Gerlando, siendo como era, debió de aprovecharse de la sobrina cuando todavía era una chiquilla. Después de la muerte de la tía, Grazia se convierte en la amante fija del tío cuando éste no tiene otra cosa mejor a mano. Con el paso del tiempo, al principio de manera confusa y después con certeza, la chica siente que lo aborrece, pero no puede rebelarse, no tiene ninguna salida. Hasta que, entre ella y Fonzio Aricò, el cobrador, el hombre de confianza, surge un entendimiento, una pasión, lo que sea. El tío no se entera de nada. Él está en su despacho del piso de arriba chupando la sangre de la gente, mientras Grazia y Fonzio hacen lo que les da la gana en la planta baja. Un día, a Grazia o a Fonzio, eso ya lo aclararemos, se les ocurre una idea: librarse de Gerlando Piccolo y quedarse con su negocio. La herencia de Gerlando irá a parar sin duda a Grazia, pues el hombre no tiene otros parientes. Pero ¿cómo llevar a cabo sus propósitos sin despertar sospechas? Lo ideal sería que una tercera persona matara a Gerlando. Y entonces Grazia, y estoy seguro de que fue a ella a quien se le ocurrió la genial idea, se acordó de Dindò, el repartidor del supermercado, un adolescente con la mente de un niño. Empieza a mostrarse amable con él, le da confianzas y, cada vez que lo ve, le manifiesta un cariño paulatinamente más profundo. Y Dindò cae en la trampa y se enamora de ella. Entonces Grazia le confiesa que jamás podrá ser suya, pues es prisionera de su tío, el cual se aprovecha vilmente de ella y la obliga a hacer cosas repugnantes. Dindò se enfurece, se siente un caballero antiguo y promete liberarla matando al que la tiene prisionera. Lo jura una y mil veces. Durante unos días, Grazia finge querer disuadir a Dindò de su propósito y después le dice que si está verdaderamente decidido, ella puede facilitarle una de las armas que hay en la casa. Una vez efectuado el disparo, Dindò tendrá que llevarse el arma.
—Pero hemos encontrado todas las armas que había en la casa —terció Fazio—. Y con ninguna de ellas se efectuó el disparo que mató a Piccolo.
—Claro, porque el arma pertenece a Fonzio Aricò. La noche convenida, Grazia, tras terminar de trabajar en la cocina, abre silenciosamente la puerta principal y deja el revólver que le ha facilitado Aricò en el primer peldaño de la escalera.
—¿Puedo interrumpirlo? ¿Dónde está Fonzio mientras tanto? —preguntó Fazio.
—Creándose una buena coartada. Seguramente en un garito con otras cincuenta personas que declararán en su favor. Grazia quiere asegurarse de que Dindò realizará el disparo. Y por eso se encarga de que éste la sorprenda mientras su tío la obliga a hacer las guarradas que tanto la repugnan y que ella misma le ha contado al chico. Y eso es, en efecto, lo que sucede.
—Un momento —dijo Gallo—. La posición del cadáver...
—Sé lo que estás pensando. Pero tú, Gallo, ya eres bastante mayorcito, me parece. Y por eso sabrás que, para hacer el amor, no es obligatoria la posición tradicional. —Gallo se ruborizó y no dijo nada—. Dindò se retrasa y Grazia, después incluso de haber finalizado la relación, sigue abrazando a Gerlando. Finalmente, llega Dindò, Grazia lanza un grito y se aparta, el chico dispara, deja el revólver en algún sitio y pone el dormitorio patas arriba para simular un robo. Pero en ese momento la furia de Dindò se desvanece de golpe, éste se vuelve, mira al muerto, se da cuenta de lo que ha hecho, enloquece de desesperación y rompe los cuadritos y la pequeña imagen de la Virgen. Después huye de la habitación. Grazia se ve perdida. Piensa, tal vez con acierto, que tarde o temprano Dindò se vendrá abajo y lo contará todo. Abre el cajón de la mesilla de noche, coge el arma de su tío, persigue al muchacho y le pega un tiro, hiriéndolo de muerte.