Antes de irse a dormir, llamó por teléfono a Livia y le contó su jornada. Le comentó lo extraño que le había resultado ver en la pantalla la cara de Grazia, muy distinta de como él la había visto por la mañana.
—Bueno —dijo Livia—, si el vídeo se hizo antes del homicidio, es natural que la muchacha tuviera una expresión más tranquila y serena.
—Eso no tiene nada que ver —dijo Montalbano—. Era, ¿cómo lo diría?, de una inesperada y curiosa belleza.
—Quieres decir que es muy fotogénica.
—No se trata de fotogenia.
—Pues entonces ¿de qué se trata?
—Es como si la cámara tuviera rayos X, no sé cómo decirlo, porque ni yo mismo lo sé. Ha sido como si...
—¿Vamos a hablar mucho de este asunto?
—Verás, es que... hablar de ello me ayuda a aclarar las ideas.
—¿Me permites una pregunta?
—Claro.
—¿Tú sólo puedes ver la belleza de una mujer en una fotografía?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Ya lo creo que tiene que ver. Porque, si es así, me grabo un vídeo y te envío la cinta.
—¿Es que siempre tienes que llevarlo todo al terreno personal?
Y así empezó la discusión.
No sabía por qué, pero nada más abrir los ojos a un día que, a juzgar por lo que se veía a través de la ventana abierta, se presentaba nublado y ventoso, recordaba un pareado que su padre solía repetir nada más levantarse: «Empecemos con renovada promesa de fe esta solemne tomadura por el rulé.» La solemne tomadura por el culo a que se refería su padre era la vida propiamente dicha, la vida cotidiana. Su padre, que era un hombre muy serio, cumplía a diario esa renovada promesa de fe. Pero él, aquella mañana, mientras se levantaba para ducharse y se pasaba una mano por la conciencia, no se sentía con ánimo para hacer ninguna renovada promesa de fe ni a sí mismo ni al mundo entero. Sólo le apetecía regresar bajo las mantas, taparse bien, recuperar el olor y el calor de las sábanas todavía calientes, cerrar los ojos y presentar su dimisión oficial de todo por haber alcanzado el límite máximo del cansancio, el aburrimiento y la resistencia.
En el cuarto de baño se miró al espejo y, de repente, se cayó mal. ¿Cómo se las arreglaban los demás para aguantarlo y algunos incluso para quererlo? Él no se quería, eso estaba claro. Un día había pensado en sí mismo con despiadada lucidez.
—Soy como una fotografía —le había dicho a Livia.
Livia lo había mirado, sorprendida.
—No te entiendo.
—Verás, yo existo porque hay un negativo.
—Sigo sin entenderte.
—Me explicaré mejor: yo existo porque hay un negativo de crímenes, de asesinos y de actos de violencia. Si no existiera ese negativo, mi positivo, es decir, yo, no podría existir.
Curiosamente, Livia se había echado a reír.
—No me engañas, Salvo. Cuando se revela, el negativo de un asesino no representa a un policía, sino al propio asesino.
—Era una metáfora.
—Equivocada.
Sí, la metáfora era equivocada, pero algo había de verdad.
En cuanto llegó a su despacho llamó a Galluzzo.
—Me congratulo.
—¿De qué?
—De tu interesada caridad. Me tocaste los cojones con la pena que te daba Grazia, te la llevaste a casa porque la pobre chica no tenía adónde ir, y todo para que tu cuñado se hiciera con la exclusiva.
—
Dottore
, no es lo que usted piensa.
—¿Vas a decirme que aquella no era tu cocina?
—No.
—¿Que la ropa que llevaba Grazia no era de tu mujer?
—No.
—¿Entonces? Eres un hipócrita que abusa de la confianza de los demás.
—No, señor
dottore
, lo que ocurre es que no he sabido oponerme a la voluntad de mi mujer. Le contó a su hermano que yo había llevado a la chica a nuestra casa y él insistió en ir a verla... Mi mujer me amenazó con no aceptar a Grazia en casa si no le hacía ese favor a su hermano, y yo...
—Sal de aquí y envíame a Fazio.
—Sí, señor. Le pido perdón.
Pero en lugar de Fazio se presentó Catarella.
—
Dottori
, Fazio no está porque todavía no se encuentra aquí. Pero está el señor Cuglia, que dice que quiere hablar con usted en persona personalmente.
—Muy bien, pásamelo.
—No puedo,
dottori
, porque el señor Cuglia está aquí mismo en persona.
—Pues hazlo pasar.
El señor Cuglia era Aguglia, el encargado del supermercado.
—Comisario, ¿recuerda que ayer por la tarde le dije que Dindò no había acudido al trabajo? Pues bien, tampoco se ha presentado esta mañana.
—No sé qué podríamos hacer nosotros...
—Espere. Al ver que no aparecía, he ido a su casa. Vive solo en un sucio cuarto que está debajo de la escalera porque no quiere estar con su padre, que vive en el piso de arriba. He llamado y nadie me ha contestado. Entonces he subido a casa de su padre, que tiene un duplicado de la llave. Hemos abierto. El cuarto está vacío, es una auténtica pocilga, puede creerme. Su padre lleva por lo menos tres días sin verlo. He preguntado a los vecinos, pero nadie sabe nada. ¿Y ahora puede decirme usted qué debo hacer?
Montalbano se irritó. ¿Por qué razón Aguglia le contaba aquella historia que a él, como comisario, le importaba un carajo?
—Busque a otro —le dijo fríamente.
—El caso es que Dindò ha desaparecido con el ciclomotor del supermercado. Le había dado permiso para utilizarlo para ir al trabajo.
—¿Es la primera vez que Dindò se comporta de esta manera?
—Sí. A veces actúa como un niño, pero, con respecto al trabajo, no tengo absolutamente nada que reprocharle.
—Mire, le sugiero que espere un día más antes de presentar una denuncia. Usted mismo ha dicho que Dindò es como un niño. Puede que se haya perdido persiguiendo una mariposa.
Una vez pronunciada la frase, le entró la duda. ¿Existían todavía chiquillos capaces de perderse detrás de una mariposa?
—Cuando estaba todavía en este mundo —dijo Fazio, sentándose delante del escritorio—, Gerlando Piccolo era un sinvergüenza como la copa de un pino.
—¿Qué quieres decir?
—
Dottore
, todos los comentarios que he recogido en el pueblo coinciden. A quienquiera que le haya pegado un tiro a Piccolo tendrían que levantarle un monumento en la plaza. Si alguien tenía la desgracia de verse obligado a pedirle cien, a los seis meses él le quitaba mil. Era no sólo una sanguijuela, sino también un cerdo.
—¿En qué sentido?
—Se aprovechaba de las mujeres que pasaban alguna necesidad. Al parecer, no se le escapaba ni una. Antes de prestarles el dinero les exigía un pago a cuenta en especie sobre los intereses.
—¿Has conseguido hablar con las personas de la lista?
—No es nada fácil. Las pobres que caían en manos de ese tipo sienten por una parte vergüenza y por otra miedo. Sólo he podido hablar con dos de ellas. Una, la viuda de Colajanni, me ha dicho que no contestaría a mis preguntas porque no quería perjudicar al asesino. ¿Va haciéndose una idea? La otra se llama Raina. Tenía una tienda de fruta y verdura, y Piccolo se le comió las frutas, las verduras, las paredes de la tienda y las bragas.
—Por consiguiente, si se aprovechaba de las mujeres, a la lista de los posibles autores del homicidio tenemos que añadir, aparte de la gente a la que desplumaba, algún marido o hermano víctima de un ataque de celos.
Fazio lo miró con los ojos entornados.
—Si dice eso, significa que no está muy convencido de que se trate de un robo que acabó en homicidio.
—¿Acaso tú crees que fue un robo que acabó en homicidio?
—No.
—Yo tampoco. ¿Me consideras más cabrón que tú?
—Dios me libre.
—¿Has averiguado cómo se comportaba Piccolo cuando alguien se rebelaba y no permitía que le chupara la sangre?
Fazio hizo una mueca.
—Enviaba a alguien y ellos pagaban, no tenían más remedio.
—¿Y quién era ese alguien?
—
Dottore
, no han querido decírmelo. Tienen miedo, debe de ser alguien con quien no se puede jugar. Pero en cuestión de veinticuatro horas verá como consigo enterarme de todo.
—No lo dudo. ¿Han enviado las llaves de la casa desde Montelusa?
—Sí, señor, las tengo yo en mi despacho. Pero debo decirle que no servirá de nada ir a echar un vistazo al dormitorio de Piccolo. Primero la Científica, después el doctor Pasquano, a continuación los que fueron a levantar el cadáver... Lo han cambiado todo de sitio.
—¿Tú recuerdas cómo estaba todo cuando llegaste?
—Por supuesto.
—Bien, pídeles a los de la Científica que te envíen las fotografías que hicieron antes de ponerlo todo patas arriba. Pueden sernos de utilidad.
—Ahora mismo.
—Y de paso llama también a Jachino, el cerrajero.
—¿Para qué?
—Quiero que se abra la caja fuerte que hay en el estudio de Piccolo.
—No necesitamos al cerrajero. El
dottor
Gribaudo encontró las llaves, pero no las utilizó. Dijo que no tenía tiempo, que abriría la caja fuerte al día siguiente. Nos las ha enviado.
—De todas formas, debe de tener una combinación...
—Pero ¿qué dice,
dottore
? ¡Esa caja fuerte es un armatoste que debe de tener por lo menos doscientos años! Voy a llamar a la Científica para que envíen las fotos. —Regresó al poco rato, cabizbajo—. He hablado con Scardocchia, el segundo de Arquà, y me ha dicho que iba a consultarlo con su jefe. Después me ha llamado él y me ha dicho que lo lamentaban, pero que todavía necesitaban las fotografías.
Montalbano empezó a soltar palabrotas en voz baja. Cogió el teléfono.
—Soy Montalbano. Pásame a Arquà.
Llevaba tanto tiempo sin hablar con él que no recordaba si se hablaban de tú o de usted. El problema, en caso de que lo hubiera, lo resolvió Arquà.
—Dígame, Montalbano.
—¿Sabe que me han encargado la investigación del caso Piccolo?
—Sí.
Un reconocimiento con la boca pequeña, a regañadientes.
—Ya sé que no le gusta, pero así están las cosas. Resulta que se encuentra aquí en mi despacho el fiscal Tommaseo, quien dirigirá la investigación. Es él quien necesita urgentemente las fotografías. Si tiene la paciencia de esperar un momento, se lo pasaré en cuanto regrese del lavabo. Debo advertirle que está bastante molesto con su respuesta. Ah, ya viene. Ahora se lo paso.
—No hace falta. Salude de mi parte al
dottor
Tommaseo. Se las envío inmediatamente con un coche. Scardocchia no lo había entendido bien.
—Pero ¿no necesitaban las fotografías?
—Sí, pero haremos copias.
—Excelente idea —dijo el comisario, colgando.
—¿Y si el farol hubiera fallado? —preguntó Fazio.
—¿En qué sentido?
—¿Y si Arquà hubiera decidido hablar con Tommaseo?
—¿Para que le pegaran una bronca? ¿Sabes con qué rima Arquà? Con bla, bla, bla.
Las fotografías llegaron en cuestión de media hora. Montalbano estaba dándole vueltas a una idea en la cabeza y por eso se apresuró a sacarlas del sobre y echarles un vistazo. El fotógrafo de la Científica había sido muy meticuloso y había captado hasta los detalles más insignificantes. Montalbano le pasó a Fazio una fotografía que mostraba el dormitorio en su conjunto, con Gerlando Piccolo tendido sin vida en el centro de la cama.
—¿Coincide con tu recuerdo?
Fazio la estudió detenidamente.
—Sí, creo que estaba exactamente así.
Montalbano le pasó otra foto. Esta mostraba los dos cuadritos descolgados de la pared. Los habían arrojado al suelo y destrozado a taconazos en el estrecho espacio de suelo comprendido entre la cómoda y los pies de la cama. Los cajones abiertos del mueble reducían todavía más el espacio. La fotografía captaba el brillo de la miríada de trocitos de cristal que antaño habían sido las dos láminas que cubrían los cuadritos.
—¿Cuando te acercaste al muerto pisaste los cuadros?
—No,
dottore
. Pasé por encima de ellos, había visto los trozos de cristal. Usted hizo lo mismo cuando entró en la habitación.
—¿Yo?
—Sí, señor, lo hizo instintivamente, por eso no se acuerda. Pero ¿por qué le interesan tanto esos cuadros?
—No son los cuadros, sino la cantidad de cristal roto. Si alguien sin darse cuenta hubiera puesto encima un pie descalzo, a tu juicio ¿se habría cortado o no?
—Por fuerza.
—Grazia me dijo que cuando subió al piso de arriba para ver qué estaba ocurriendo, no se puso los zapatos, subió descalza.
Fazio se quedó un rato pensando y después replicó:
—Puede que no signifique nada. Grazia es una campesina acostumbrada a ir descalza. Es posible que en la planta de los pies tenga un callo tan grueso que ni un cuchillo pueda cortarlo.
—Ve a llamar a Galluzzo y vuelve tú también.
Galluzzo se presentó mirando al suelo, todavía avergonzado por lo que le había dicho Montalbano.
—Tengo que hacerte una pregunta: ¿Grazia cojea, por casualidad?
Galluzzo abrió unos ojos como platos, sorprendido.
—¿Acaso usía es mago? Lo que se dice cojear, no cojea, pero ayer después de comer se quejó de unos pinchazos en las plantas de los pies. Mi mujer le echó un vistazo. No tenía sangre, pero las plantas estaban llenas de trocitos de cristal. Mi mujer se los quitó uno a uno con unas pinzas.
—Gracias. Ya puedes retirarte.
Cuando Galluzzo se hubo retirado, el comisario y Fazio no hicieron ningún comentario.
—¿Cuándo quiere que empecemos?
Montalbano miró el reloj.
—Yo diría que esta tarde. Ahora nos vamos a com...
La puerta, que Galluzzo había cerrado, se abrió con un ruido como de bomba y apareció Catarella.
—Pido perdón, se me ha ido la mano. Ahora mismo acabo de recibir una llamada «nónima». Han encontrado a uno muerto asesinado en el barrio de Pizzutello. Hasta me han dicho el sitio exacto.
Por una vez, Catarella había comprendido y transmitido fielmente las instrucciones facilitadas por el anónimo comunicante a propósito del lugar exacto donde se encontraba el muerto asesinado. El barrio de Pizzutello distaba apenas quinientos metros de la casa de Piccolo. Era un denso monte bajo mediterráneo todavía respetado por el cemento, lugar habitual de las parejas clandestinas. El frecuente paso de los coches de las parejas había sido el causante de la formación en el interior de aquella maraña de una complicada red de senderos y explanadas, un laberinto que, a pesar de la claridad de las instrucciones, convertía el hallazgo del camino adecuado en un auténtico problema. Ambos vehículos, el de servicio y el del comisario, se vieron obligados a efectuar complicadas maniobras de marcha atrás para iniciar otro recorrido. Al final, lo consiguieron. El muerto estaba tendido boca abajo y con los brazos extendidos. No se distinguía el color del chaleco de tan empapado como estaba en la sangre, ya coagulada, que había salido de una pequeña pero muy visible herida que tenía justo debajo del omoplato derecho. A escasa distancia del cuerpo había un ciclomotor con una amplia cesta en la parrilla posterior.