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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (10 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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El mal humor, negro como la tinta, del comisario viró a gris oscuro cuando, al llamar al Ministerio, averiguó que el ilustre Subsecretario lo recibiría a las catorce horas cuarenta y siete minutos de aquella misma tarde.

—Sobre todo, sea puntual —añadió con especial énfasis el segundo secretario del primer secretario del Subsecretario—, porque a las quince horas y cincuenta y nueve minutos sale para Bruselas.

Por consiguiente, no había ningún problema; al contrario, abrigaba la esperanza de poder tomar un avión con destino a Palermo a última hora de la tarde. Llamó por teléfono para cambiar el billete de vuelta, pero le dijeron que lo más que podían hacer por él era incluirlo en la lista de espera del último vuelo de la tarde. La perspectiva no le hizo ninguna gracia. No le gustaba el concepto de «lista de espera», era como apuntarse voluntariamente a una lista de candidatos al desastre, esos de quienes los periódicos hablarían más tarde utilizando términos como «fatalidad» y «destino». Al final consiguió pasaje en un avión que salía a primera hora de la mañana siguiente. El humor se fue aclarando poco a poco de gris a rosa sucio. Comió bien (para comer mal en Roma habría tenido que proponérselo especialmente), y a las catorce y cuarenta minutos estaba sentado en la antesala ministerial. Siete minutos después, con una puntualidad alemana, fue recibido. El ilustre Subsecretario era más antipático de lo que el comisario había supuesto: se pasó media hora formulando preguntas, tomando notas y haciendo observaciones. Montalbano salió de la reunión con la certeza absoluta de «haber pasado la aguja sin hilo», según el dicho popular: aquel tipo pensaba que los inmigrantes eran una especie de enfermedad infecciosa de la cual había que protegerse. Con el corazón encogido, empezó a pasear por las calles de Roma. Aún no eran siquiera las cuatro. En un abrir y cerrar de ojos el cielo había adquirido un tono violeta y de un momento a otro se pondría a llover, pero una cegadora espada de sol traspasaba los edificios confiriéndoles tal luz que parecía que hubieran sido pintados por un representante de la escuela romana de Donghi. Siguió caminando hasta que se notó las piernas destrozadas. Llegó al hotel casi a las siete. El color violeta del cielo se había intensificado, pero aún no llovía. Se tumbó en la cama, llamó a Livia y se quedó dormido. A las ocho y media sonó el teléfono. Era Lapis. Estaba claro que el muy puñetero había deducido que se alojaba en el hotel que había al lado de su establecimiento.

—¿Qué haces? Estamos esperándote. Coge un taxi.

Colgó el teléfono soltando palabrotas. Había pensado llamar a Lapis y ponerle cualquier excusa para librarse de la cena, pero el sueño lo había traicionado. Ahora ya era demasiado tarde. Tenía que ir, no había más remedio.

Un cuarto de hora después el taxi lo dejó en piazza Mazzini. Via Costabella, adonde tenía que ir, no quedaba muy lejos, sólo debía recorrer via Oslavia, girar a la derecha por el viale Carso y luego nuevamente a la izquierda. Aquel barrio siempre le había atraído, le gustaban las anchas calles arboladas, con sus edificios de principios del siglo XX. Pero en cuanto dio tres pasos por via Oslavia, comprendió que había cometido un error. En efecto, estaban empezando a caer unas gotas de lluvia, gruesas y escasas, pero era evidente que se trataba de la vanguardia, muy malintencionada por cierto, de un despiadado ejército, el cual pasó a la ofensiva, compacto y decidido, a la altura del semáforo de via Montello. En un santiamén, el comisario se quedó completamente empapado y con los calcetines chorreando en el interior de los zapatos. ¿Qué hacer? Apuró valerosamente el paso, giró a la derecha, por el viale Carso, hundiéndose en charcos sólo algo más pequeños que el mar Caspio o resbalando sobre peligrosas masas de barro, hojas y cacas de perro. Y entonces entró en liza un aliado de la lluvia, un viento glacial que lo sorprendió a traición por la espalda y lo empujó hacia delante. En la esquina con via Asiago, la gorra que se había encasquetado al salir del hotel decidió emprender la huida, a pesar de que pesaba media tonelada a causa del agua que había absorbido, y rodó por el suelo enfilando aquella calle en la que, como Montalbano había leído en algún sitio, se encontraban los estudios de la Radio. Echó a correr instintivamente en pos de la gorra, que finalmente se detuvo justo al lado de un sombrero caído boca arriba, incongruentemente abandonado, que se llenaba lentamente de lluvia. Como una célebre película que se titulaba justamente así: «Un sombrero lleno de lluvia». El comisario miró a su alrededor: por regla general, un sombrero está colocado sobre la cabeza de alguien, especialmente cuando diluvia. Pero ¿dónde se hallaba ese alguien? Lo sintió de repente a su espalda, una voz alarmada que gritaba mientras él se agachaba para recoger del suelo la gorra y el sombrero:

—¡No lo toques!

Obedeció y se incorporó sosteniendo en la mano sólo la gorra. El propietario del sombrero llegó a su lado. Era un muchacho de veinte años con barba y pendiente que se quedó mirándolo con expresión airada. En ese momento, una ráfaga de viento empujó el sombrero contra los zapatos del comisario.

—Apártate —dijo el muchacho.

—No, señor —replicó el comisario, que cuando hacía mal tiempo, estallaba a la primera de cambio y acababa las discusiones de mala manera—. Te agachas tú y lo recoges.

Sin mediar palabra, el joven barbudo le soltó un puñetazo en el estómago, y mientras Montalbano doblaba la cintura a causa del dolor, recogió el sombrero y echó a correr, desapareciendo por una bocacalle. El comisario respiró hondo e inició la persecución. No pensaba consentir que el chaval se fuera de rositas. ¿Qué coño de comportamiento era aquél? Un drogata, casi con toda seguridad. Lo vio a lo lejos. Caminaba a paso rápido, y se internó por una callejuela que discurría entre una iglesia y el edificio de la Rai, el del caballo. Montalbano se dio cuenta de que estaba alejándose de via Costabella, pero la rabia que lo quemaba por dentro era demasiado fuerte. Como su joven agresor no pensaba que pudiera pisarle los talones, a pesar de que seguía lloviendo a cántaros, andaba ahora tranquilamente y sin prisa.

Tras cruzar el viale Mazzini, el muchacho tomó una calle que al comisario le pareció que se llamaba via Ruffini. Allí decidió afrontar la situación. Apuró el paso, y cuando estuvo a la altura del joven, dijo:

—¡Eh, tú!

El muchacho se detuvo y se giró. Reconoció a Montalbano, se quedó momentáneamente desconcertado y permaneció inmóvil justo el tiempo suficiente para que el comisario pegara un brinco hacia delante y le devolviera el puñetazo en el estómago.

El muchacho acusó el golpe, pero reaccionó de inmediato y le soltó un tremendo puntapié en la pierna izquierda. Montalbano, aguantando el dolor, se le echó encima. El joven lo cogió por el pelo y el comisario le metió un dedo en un ojo. Ambos cayeron al suelo rodando sobre el barro y el agua. Entonces una voz los paralizó:

—¡Alto ahí! ¡Policía!

Sólo en ese instante, mientras se quitaba de encima al muchacho, Montalbano se fijó en que había ido a pelearse justo delante de una comisaría.

Lo llevaron dentro, no demasiado amablemente que digamos, junto con el chico. Cuando les pidieron la documentación, el avergonzado comisario habría deseado que se lo tragara la tierra, pero no tuvo más remedio que identificarse. Lo acompañaron al despacho de su colega romano, un tal Di Giovanni, de quien Montalbano había oído habar.

—No sé cómo disculparme. Estaba a punto de hacerle un favor a ese joven imbécil recogiéndole del suelo el sombrero que el viento se había llevado cuando me ha pegado un puñetazo sin ningún motivo. Créeme, Di Giovanni. Entonces lo he perseguido y atacado. Perdonadme todos, no tengo ninguna justificación...

—Vamos a ver a ese tipo —dijo Di Giovanni—. Le preguntaremos por qué la ha tomado contigo. Está claro que ese tío es un colgado.

No hizo falta que se movieran. Un inspector llamó con los nudillos a la puerta y entró.

—¿Sabe,
dottor
Montalbano? Acaba usted de detener a un camello al que buscamos desde hace tiempo. Llevaba la droga en el forro del sombrero. Se llama Antonio Lapis, es un tirado. Vive con sus padres aquí cerca, en via Costabella.

Montalbano se quedó helado.

—Creo... que conozco a su padre. ¿Es uno que tiene tiendas de ropa?

—Sí, señor. El padre es una bellísima persona, pero el hijo es un desgraciado.

Montalbano tomó una rápida decisión. La huida.

—¿Podríais pedirme un taxi?

Al llegar al hotel le dijo al portero que no le pasaran ninguna llamada, se metió en la bañera y cerró los ojos. Ernesto Lapis no le vería el pelo, le faltaba valor para contarle lo ocurrido. Mejor quedarse en la bañera, dejándose llevar por la melancolía y esperando la llegada de los estornudos de un resfriado que ya se anunciaba con el típico picor de nariz.

El cuarto secreto
1

¿Por qué había acabado escondido a las tres de la madrugada en el interior de un portal, siguiendo los pasos de Catarella? Por más que lo intentaba, no conseguía comprenderlo, pero de dos cosas estaba seguro: en primer lugar, Catarella estaba llevando a cabo una acción desconocida que no habría tenido que llevar a cabo; y, en segundo lugar, sabía que su ayudante ignoraba que lo seguía. Pero ¿qué quería decir todo aquello? ¿Significaba que Catarella estaba haciendo algo malo? Vestido de uniforme y doblado por la cintura, el agente caminaba pegado cautelosamente al muro de una casa en ruinas con unos negros agujeros en lugar de ventanas. Cada vez más sorprendido, Montalbano observó que Catarella arrastraba la pierna izquierda y empuñaba el revólver. La calle estaba completamente desierta, y de las diez farolas que debían iluminarla, al menos cinco estaban apagadas. Catarella se detuvo de golpe, miró a su alrededor y se dirigió a un coche que había aparcado junto al bordillo de la acera. A pesar de la oscuridad, Montalbano creyó ver un movimiento en el interior del vehículo. En efecto, la puerta se abrió y bajó un hombre. Lo que ocurrió a continuación fue como de película americana: mientras el agente apuraba el paso para acercarse a él, el hombre levantó un brazo y efectuó un disparo. Debía de ser un arma de gran calibre, pues el agente, alcanzado en el pecho, fue arrojado contra el muro, que estaba situado a dos o tres metros de distancia. Antes de que Montalbano pudiera moverse, el hombre volvió a subir al coche y se alejó haciendo chirriar las ruedas. En dos saltos, el comisario llegó al lugar donde se encontraba Catarella, que permanecía tumbado en el suelo, con el rostro desencajado y una gran mancha oscura en el centro del pecho. Tenía los ojos cerrados y respiraba afanosamente.

—¡Catarè! ¡Dios bendito! ¡Catarè! —Catarella abrió los ojos y consiguió con un supremo esfuerzo enfocar la figura del comisario. Éste se agachó a su lado—. ¡Catarè!

—¡Ah,
dottori
! ¿Es usía?

—Sí, Catarè, soy yo. ¿Qué ha ocurrido? —Catarella trató de hablar, pero un esputo de sangre que le salió por la boca se lo impidió—. Catarè, tranquilízate, llamaré...

—No, señor
dottori
—murmuró Catarella—, no llame a nadie, no hace falta. Es todo falso. ¿Todavía no se ha dado cuenta,
dottori
? Es puro teatro.

Montalbano se quedó desconcertado: estaba claro que el agente deliraba y que, a punto de morir, desvariaba. Pese a todo, no pudo reprimir el impulso de preguntar:

—¿Qué quiere decir eso de que es puro teatro? —Catarella torció la boca. ¿Era una sonrisa o una mueca de dolor? Montalbano insistió—: ¿Qué quiere decir?

—Estamos en una ópera en la que se canta,
dottori
. ¿No se ha dado cuenta de que la sangre de mi chaqueta es zumo de tomate?

Bajo la perpleja mirada del comisario, Catarella apoyó las manos en el suelo, se levantó, se ajustó la gorra del uniforme, que estaba torcida, se llevó una mano al pecho y se puso a cantar. A pesar de lo estrambótico de la situación, el comisario no pudo por menos que reconocer que Catarella, en su papel de Cavaradossi de «Tosca», tenía una bonita voz muy bien impostada.

—...
l’ora è fuggita e muoio disperato!...

Y se desplomó. Montalbano comprendió inmediatamente que Catarella había muerto. Y se llenó de una furia incontenible.

—¡Catarè! —gritó.

En su grito había también horror, miedo y turbación.

Su propio grito lo despertó. Estaba empapado en sudor. Le costó abrir los ojos, parecía que tenía los párpados cerrados por un espeso y pegajoso pegamento. Había tenido una pesadilla, y comprendió inmediatamente la razón: la culpa era del medio kilo largo de habas frescas que se había zampado la víspera en la galería de su casa, junto con un trozo de queso de oveja fresco que Adelina le había dejado en el frigorífico. La delicia de saborear unas habas frescas consiste también en el placer del doble desgrane, durante el cual uno saborea con el pensamiento aquello que al cabo de muy poco tiempo podrán saborear la lengua y el paladar.

En efecto: primero hay que desgranar la vaina del haba que, siendo ligeramente vellosa por dentro y por fuera, resulta muy agradable al tacto; después hay que pelar todas las habitas, las cuales, mientras lo haces, te envían unos verdes efluvios que te recrean el corazón. Y mientras desgranas, vas pensando. Y, a lo mejor, se te ocurre la idea adecuada y útil para cada ocasión: desde resolver una discusión con Livia a entender el porqué y el cómo de un homicidio. Antes de volver a dormirse, recordó que en otra ocasión había soñado que mataban a Mimì Augello en el transcurso de una emboscada. Se acordaba muy bien de que aquella vez la culpa la había tenido medio cabrito al horno acompañado de patatas.

* * *

Como era de esperar, la primera persona a la que vio al entrar en la comisaría fue a Catarella, que hablaba por teléfono en tono alterado.

—¡No, señor! ¿Cómo quiere que se lo diga? ¡Ésta no es la empresa de pompas fúnebres Cicalone! ¡Ésta es la comisaría de Vigàta en persona personalmente! ¡No, señor, usía se equivoca de número! ¿Quiere que se lo diga cantando?

Montalbano estaba convencido de que en Vigàta se había creado una asociación secreta de hijos de puta que se divertían llamando a Catarella y fingiendo equivocarse de número. Pero el verbo «cantar» había hecho que le volviera repentinamente a la memoria el sueño que había tenido.

—Catarella, ¿sabes que cantas muy bien?

Catarella, que estaba enjugándose el sudor de la frente que le había producido la complicada llamada telefónica que acababa de atender, lo miró perplejo.

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