—Incluso sin verle la cara —dijo Fazio— me parece que lo conozco.
—Es Dindò, el repartidor del supermercado. Anoche, Aguglia, el encargado, me dijo que no había ido a trabajar. Y esta mañana se ha presentado en la comisaría para denunciar el robo del ciclomotor por parte de Dindò —explicó Montalbano.
—Pero ¡si era un pobre desgraciado! —saltó Germanà, que, con Tortorella e Imbrò, formaba parte del grupo.
—Tenemos que encontrar el arma —dijo Montalbano.
—¿La del que le ha pegado el tiro? —preguntó sorprendido Tortorella.
—No —lo corrigió Fazio, tras haber mirado un instante a Montalbano y adivinado al vuelo sus pensamientos—: El arma que llevaba Dindò y con la cual éste disparó.
Fazio volvió a mirar a Montalbano para que le confirmara que estaba en lo cierto. El comisario asintió con la cabeza.
—¡Virgen santísima! ¡No entiendo nada! —se quejó Germanà.
—Ni falta que hace. Busca —le ordenó Fazio.
Buscaron sin descanso hasta llegar casi a la altura de la casa de Piccolo, pero no encontraron nada.
—A lo mejor el arma está debajo del cadáver —apuntó Tortorella.
Levantaron el cuerpo de un lado, lo justo para cerciorarse.
—Si Arquà viera lo que estamos haciendo, le daría un ataque —comentó Fazio.
El arma no estaba allí. A modo de consuelo, descubrieron que el orificio de salida de la bala había provocado un verdadero desgarro en la carne y en el chaleco.
—A lo mejor la tiró mientras corría a esconderse aquí —dijo Fazio.
De repente, Montalbano sintió que un nudo de tristeza le subía por la garganta. Pobre Dindò, un muchachito herido de muerte que busca un lugar oculto para morir, como hacen los animales... ¿«Herido de muerte» no era acaso el título de un bellísimo libro de La Capria que él había leído con sumo placer muchos años atrás?
—Ha muerto desangrado —dijo Fazio como si le hubiera leído el pensamiento.
—Avisa a quien tengas que avisar —replicó el comisario—. Pero con el doctor Pasquano déjame hablar a mí.
Al poco rato Fazio le pasó el móvil.
—¿Doctor? Soy Montalbano. ¿Ha podido echar un vistazo al difunto Gerlando Piccolo?
—Sí, señor, por dentro y por fuera.
—¿Puede decirme algo?
—No hay nada que decir. Lo mataron de un solo disparo que lo dejó seco. Verá los detalles en el informe. Si no le hubieran pegado un tiro, habría vivido más sano que una manzana hasta los cien años. Acababa de follar.
Eso Montalbano no se lo esperaba.
—¿Antes de que le pegaran el tiro?
—No, después. Se puso a follar ya muerto. Pero ¿qué coño de preguntas me hace? ¿De verdad se encuentra usted bien?
—Doctor, tengo otro muerto para usted.
—¿Ha decidido pasarse a la producción industrial?
—Fazio le explicará cómo llegar al lugar. Buenos días. —En cuanto Fazio terminó de hablar con Pasquano, el comisario se lo llevó aparte—. Oye, yo me voy. Tú y los demás os quedáis aquí. De nada sirve que yo pierda todo un día contemplando un muerto que sé quién es, quién le ha disparado y por qué.
—De acuerdo —dijo Fazio.
—Ah, por cierto, dile a Arquà que quiero que comparen las huellas dactilares del muerto con las que se encontraron en el dormitorio de Piccolo. Sólo para confirmarlo. Y, para más seguridad, que compare la sangre de Dindò con la que empapaba el polvo del suelo de delante de la casa de Piccolo.
* * *
Llegó en un santiamén a la comisaría, donde sólo estaba Catarella.
—¿Dónde está Galluzzo?
—Se ha ido a casa a comer.
—Llámalo.
Se dirigió al despacho de Fazio, cogió las llaves de la casa de Gerlando Piccolo y regresó a su despacho, donde el teléfono ya estaba sonando.
—Galluzzo, ¿habéis terminado de comer?
—No, señor
dottore
. Hemos empezado ahora mismo.
—Lo lamento, pero dentro de cinco minutos estaré en la puerta de tu casa. Tú y Grazia tenéis que venir conmigo.
—Muy bien,
dottore
. ¿Quién era el muerto?
—Te lo digo después.
Cuando llegó a casa de Galluzzo ya estaban esperándolo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Galluzzo.
Montalbano le contestó indirectamente.
—Grazia, ¿tienes ánimo para regresar durante una hora a tu casa?
—Por supuesto.
Hicieron el camino en silencio. Nada más entrar fueron asaltados por un pestazo tan intenso que se les revolvieron las tripas.
—Abrid alguna ventana. —En cuanto la casa se ventiló, Montalbano explicó su plan—. Escuchadme bien. Quiero reconstruir exactamente lo que ocurrió la otra noche. Es posible que tengamos que repetir la escena varias veces hasta que ciertas cosas queden claras. Tú, Grazia, dijiste que estabas durmiendo en tu habitación.
—Sí, señor.
—Tú, Galluzzo, sube al dormitorio y, cuando yo te lo diga, empieza a hacer ruido.
—¿Qué clase de ruido?
—¿Qué sé yo? Tira cosas al suelo, abre y cierra cajones, golpea el suelo con los pies... —Galluzzo se encaminó hacia la escalera—. Nosotros dos iremos a tu habitación.
—Yo estaba acostada —dijo Grazia en cuanto entró.
—Pues acuéstate.
—Estaba desnuda.
—No hace falta. Sólo quítate los zapatos. —Grazia se tumbó descalza en la cama deshecha—. ¿La puerta estaba abierta o cerrada?
—Cerrada.
Antes de cerrarla, el comisario gritó:
—Galluzzo, ya puedes empezar. —El ruido se oyó con tal nitidez que era imposible que Grazia no se alarmara—. Ahora haz lo que hiciste la otra noche. —La muchacha se levantó, cogió una bata colgada de un clavo y abrió la puerta—. Quédate quieta. Y tú para ya, Galluzzo. —Abandonaron la estancia y se dirigieron al salón. Galluzzo se asomó desde lo alto de la escalera—. Cuando saliste de tu habitación, ¿la luz del salón estaba encendida o apagada?
—Apagada.
—Por consiguiente, echaste a correr en medio de la oscuridad.
—Me conozco la casa de memoria.
—¿Observaste si la puerta principal estaba abierta?
—No me fijé. Pero tenía que estar abierta porque cuando...
—A eso ya llegaremos después. Galluzzo, vuelve a la habitación.
—¿Tengo que volver a armar jaleo?
—Por ahora, no, basta con que te quites de en medio. Tú, Grazia, vuelve a tu dormitorio y cierra la puerta. En cuanto yo te lo diga, echa a correr como hiciste para subir a la habitación de tu tío. —Cerró las ventanas, las persianas, las puertas y consiguió crear una oscuridad casi total—. Ahora, Grazia.
Oyó que la puerta se abría y vio que una sombra se movía a toda prisa en la oscuridad para ir convirtiéndose en una silueta humana a medida que subía los peldaños de la escalera, iluminada por la luz de la ventana abierta del dormitorio.
—¿Qué hacemos? —preguntó desde arriba la voz de Galluzzo.
—Esperar.
Montalbano dejó las puertas y las ventanas cerradas, abrió la puerta principal y subió al piso de arriba.
—¿Estás segura de que cuando llegaste aquí la puerta estaba abierta?
—Segurísima. Ya desde la escalera vi que la luz de aquí estaba encendida. Si hubiera estado cerrada, no habría podido verla.
—¿Qué fue lo primero que viste al entrar?
—A mi tío.
—¿Viste la sangre?
—Sí, señor.
—¿Y qué pensaste?
—Que le había salido de la boca porque se encontraba mal. Sólo cuando me incliné sobre él comprendí que le habían pegado un tiro.
—Galluzzo, sal al pasillo. Y tú repite la salida de tu habitación, la subida por la escalera y la entrada aquí, y vuelves a hacer todo lo que hiciste hasta que te diste cuenta de que alguien le había pegado un tiro a tu tío.
El comisario se situó cerca de la ventana para no entorpecer los movimientos de Grazia. La muchacha llegó un minuto después, respirando afanosamente a causa de la carrera y la emoción. Pasó entre la cómoda y los pies de la cama, rodeó ésta y, al llegar al lugar donde había estado el cuerpo de Gerlando Piccolo, se inclinó levemente hacia delante. Sobre el somier sólo quedaba el colchón, pues la Científica se había llevado todo lo demás.
— Una vez aquí, ¿qué ocurrió?
—Levanté los ojos porque oí un ruido.
—¿Y qué viste?
—A alguien que salía de detrás de la puerta donde se había escondido al oírme subir.
—¿Al oírte subir? Pero ¡si ibas descalza!
—A lo mejor, mientras subía, llamé a mi tío.
—¿El hombre tenía todavía el revólver en la mano?
—No sabría decirlo —contestó la muchacha después de pensarlo un poco.
—Muy bien. ¡Galluzzo, ponte como te diga Grazia!
La muchacha manipuló a Galluzzo como un escaparatista a un maniquí. Al final, dijo:
—Cuando lo vi, estaba exactamente así.
—Si estaba así no pudiste verle la cara, porque se encontraba de espaldas a ti.
—No, no se la vi.
—Vuelve a tu sitio al lado de la cama. Cuando te dé la señal, tú, Galluzzo, bajas corriendo la escalera y sales por la puerta principal, que está abierta. Tú, Grazia, me enseñas cómo cogiste el arma y cómo perseguiste al asesino. ¿Listos? ¡Adelante!
Galluzzo salió, Grazia se incorporó, abrió el cajón de la mesilla, cogió un revólver imaginario y echó a correr en pos de Galluzzo.
—¡Quietos! Volved aquí. Repitámoslo todo.
Por un instante, tuvo la impresión de ser un director de cine de legendaria exigencia en la historia de la cinematografía.
—Esta vez añadiremos otra cosa. Tú, Grazia, le pegas un tiro como hiciste aquella noche. Gritas: «¡Pum!» Y tú, en cuanto lo oigas, te detienes donde estés.
Tres veces repitieron la escena, y todas el «¡Pum!» de Grazia bloqueó a Galluzzo justo en la puerta principal. Los tiempos coincidían a la perfección.
—Vamos a sentarnos en la cocina.
Galluzzo se bebió dos vasos de agua seguidos.
—¿Le preparo un poco de pasta con salsa de tomate? —propuso Grazia.
—¿Por qué no? Mientras la preparas, Galluzzo y yo vamos a tomar un poco el aire. Cuando esté lista, nos llamas.
—¿Ha quedado satisfecho? —fue lo primero que le preguntó Galluzzo.
—Bastante, aunque queda un detalle por aclarar.
—¿Cuál?
—Se lo preguntaré a Grazia mientras comamos.
Galluzzo pareció ofenderse y permaneció un rato en silencio. Después no pudo resistir la tentación de repetir una pregunta que no había obtenido respuesta.
—¿A quién han matado?
—A Dindò.
Galluzzo puso cara de sentir que estaban tomándole el pelo.
—¿El mozo del supermercado?
—Sí.
—¿Y qué mal ha podido hacer ese pobrecillo?
—Bueno, tal vez haya hecho algo.
—Pero ¿qué?
—Por ejemplo, matar a Gerlando Piccolo.
Para no desplomarse, con las piernas repentinamente convertidas en requesón, Galluzzo tuvo que apoyarse en el muro de la casa.
—¿Está..., está de guasa? —balbuceó.
—No estoy de humor para eso.
Galluzzo se pasó las manos por el rostro. Después abrió unos ojos como platos porque acababa de comprender que si dos y dos son cuatro...
—¡Entonces, la que disparó contra Dindò fue Grazia! —dijo.
—Exactamente. Y hemos venido aquí porque quería comprobar si la chica decía la verdad. —Al lado de la casa había un pozo. Montalbano se acercó a él, seguido por Galluzzo, que parecía una marioneta con los hilos rotos. El comisario lanzó el cubo abajo, lo llenó de agua fresca y lo izó—. Lávate la cara. Y no le digas nada a Grazia.
Mientras Galluzzo se lavaba, Montalbano se dio cuenta de que la ventana que tenía delante era la de la cocina. Dentro se veía a la muchacha trajinando. Se acercó unos pasos. No había en ella ni rastro de la belleza que tanto lo había impresionado la víspera; ahora era una joven de dieciocho años normal y corriente, ni guapa ni fea, que estaba poniendo la mesa. Si Livia la hubiera visto en ese momento, habría pensado sin duda que Salvo le había contado simplemente sus fantasías personales, haciéndolas pasar por realidad. Al sentirse observada, Grazia levantó la cabeza y sonrió.
—Pueden venir, la comida ya está lista.
Se sentaron y comieron en silencio. Al final, el comisario dijo:
—La salsa estaba riquísima. ¿Dónde la compras?
—No la he comprado. La hago yo.
—Pues te felicito. Oye, Grazia, tengo que preguntarte todavía unas cuantas cosas.
—Dígame.
—¿Cómo supiste que el hombre no había cruzado la puerta, es decir, que todavía estaba dentro de la casa y, por consiguiente, podías disparar contra él?
No hubo el menor titubeo.
—Estaba huyendo y los zapatos hacían mucho ruido. Le disparé al tuntún, sin saber si le daría. No imaginaba que le había dado.
—¿Por qué no lo perseguiste?
—Tenía miedo de que me disparara él a mí.
—Hace un rato has dicho que no sabías si el hombre empuñaba el revólver.
—Pero a mi tío lo había matado, ¿no? —replicó Grazia en tono ofendido—. Y además no podía bajar la escalera, me temblaban las piernas.
—De acuerdo, disparaste al tuntún, pero le diste debajo del omoplato. Fue a esconderse y lo han encontrado desangrado a medio kilómetro de aquí. Con semejante herida, no podía ir muy lejos.
Grazia palideció.
—¿Qué van a hacerme?
—No pueden hacerte nada.
—¿Lo han reconocido?
—Sí. Es Dindò, el del supermercado.
Inesperadamente, Grazia esbozó una sonrisa.
—¿Dindò? No puedo creerlo. Venga, dígame la verdad. ¿Quién era?
—Dindò —le confirmó Galluzzo.
—¿Lo conocías? —preguntó Montalbano.
—Claro que lo conocía. Por lo menos dos veces a la semana nos traía las cosas. Pero nunca se había tomado ninguna confianza. ¡Dindò! Pero ¿por qué lo haría? ¿Qué motivo tenía? ¡Era un pobre infeliz! ¡Un desgraciado! ¡Y yo lo he matado!
De repente, se echó a llorar, desesperada. Galluzzo se levantó y le pasó dulcemente la mano por el pelo.
Grazia pidió permiso para ir a tumbarse en la cama, pues no se tenía en pie. Montalbano, por su parte, subió al despacho de Piccolo, entregó las llaves de la caja fuerte a Galluzzo y éste la abrió. Dentro había muy poco dinero en efectivo —no llegaba a doscientas mil liras—, un abultado sobre deformado por la cantidad de papeles que contenía, y un pequeño archivador metálico similar a un cajón, lleno de fichas colocadas en orden alfabético. En la parte superior de cada ficha figuraban el nombre y el apellido del cliente, la fecha del préstamo, los vencimientos y las sumas cobradas. Se trataba de cantidades muy elevadas, de cincuenta millones de liras para arriba. En el otro archivador, que parecía un mueblecito, las fichas eran innumerables y correspondían a préstamos muy pequeños, entre cien mil liras y veinte o treinta millones. El volumen de negocio, por así decirlo, de Gerlando Piccolo, pensó Montalbano, tenía que ser casi igual al de un pequeño banco. Y los papeles del sobre confirmaron lo que suponía el comisario: eran extractos de cuentas bancarias de Vigàta y Montelusa correspondientes a sumas multimillonarias.