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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (13 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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Después los policías me ordenan que no hable con Dagge, pero no me explican por qué. Quizá crean que nos vamos a influir el uno al otro. Mi madre tampoco me da la oportunidad de llamar ni de salir. No importa que le intente explicar que Dagge es mi mejor amigo y que sólo quiero decirle que no tenga miedo. La policía no piensa mandarlo a la cárcel sólo porque mintiera sobre lo ocurrido aquella tarde. La verdad es que todos mentimos. Todos somos igual de culpables. Pero quizá sea el alivio de habernos quitado de encima la mentira lo que me lleva a suponer que Dagge verá las cosas de la misma manera.

No fuimos nosotros los que nos pegamos con Jonas. No fuimos nosotros los que gritamos aquellas palabras: «¡Se va a enterar de quién soy yo! ¡Ahora verá!»

3

La primera vez que la policía visitó a Dagge fue para comunicarle que su padre había sido encontrado muerto en su coche en un camino del bosque, un par de kilómetros al norte de Rosenhill. Hablaron en privado con su madre y fue al cabo del tiempo cuando Dagge supo cómo había sucedido.

El padre se había suicidado aspirando los gases del tubo de escape.

La madre había identificado el cuerpo en el depósito de cadáveres y le explicó después que no parecía haber sufrido.

Una vez Dagge oyó que le decía a una amiga por teléfono:

—Por lo menos no lo hizo en el garaje de casa. ¡Imagina que Dag lo hubiese encontrado!

Muchas veces Dagge deseó que su padre lo hubiera hecho en el garaje, así al menos habría tenido la oportunidad de salvarlo. En realidad la madre sabía que Dagge no hubiese podido hacer nada en absoluto. El padre no quería que lo salvaran. Si no, no hubiera planificado el suicidio tan cuidadosamente. Si hasta parecía que lo había ensayado todo con detalle para estar seguro de no fracasar.

Quizá la madre tuviese razón. Dagge sabía que su padre no dejaba las cosas a medias.

Sólo había una pregunta a la que nunca le dieron una respuesta de verdad. ¿Por qué? Dagge recordaba que había bastantes frascos de pastillas con el nombre de su padre en el baño. Las tomaba para el dolor de estómago, según le había explicado su madre cuando Dagge preguntó si su padre estaba enfermo ya que tomaba tantas medicinas. No era ningún secreto que bebía demasiado, y tampoco hacía nada por disimularlo. Cada vez que jugaban al billar, Dagge acostumbraba a recoger las latas de cerveza que su padre dejaba, y siempre se llevaba un buen dinero al devolver los envases. Quizá su padre se hubiese puesto enfermo por culpa del alcohol. Tal vez quiso dejarlo, pero no tuvo fuerzas para hacerlo.

Su padre nunca le explicó nada, porque sólo hablaban del billar.

Ahora, tres años después, la policía llama a su puerta por segunda vez esta semana. La otra vez hicieron unas cuantas preguntas sobre Jonas. Entonces mintió, pero ahora comprende que quieren saber la verdad.

Dagge deja pasar a los dos policías que preguntan si su madre se encuentra en casa.

—No, está trabajando —se limita a contestar.

Entran en la sala de estar. Dagge se queda de pie mirando por la ventana y piensa que debería cortar el césped. Claro que puede esperar hasta la tarde. Después de la lluvia de la mañana aún caen gotas de las hojas de los árboles.

—Queríamos hacerte unas preguntas —dice la mujer policía.

Lleva falda y un moño bajo, y parece amable, como una maestra de escuela primaria. El otro policía, que chupa una pastilla para la garganta, parece un detective de la tele. Gafas de sol de espejo y aspecto de duro.

—¿Podrías contarnos qué pasó el jueves por la tarde, cuando desapareció Jonas?

«Saben lo que ocurrió —pensó Dagge—. Si no, no habrían vuelto».

—Ya lo he hecho —contesta.

La policía con aspecto de maestra de escuela ojea su libreta.

—Cuando hablamos contigo dijiste que tú y tus amigos estuvisteis en tu casa, y que ellos se fueron a casa a eso de las siete. —Cierra la libreta e inclina la cabeza.

Sabe que mintió, pero piensa darle la oportunidad de decir la verdad.

—De acuerdo: me lo inventé. Estuvimos en la casa.

—¿Qué casa?

—Esa de la que Pierre y Larsa han hablado, está claro.

—¿Por qué no lo dijiste desde el principio?

—Ya te lo puedes imaginar.

—La verdad es que no.

Suspira. Siente una punzada en el pecho.

—Vale. Él dijo que yo era un cobarde y me enfadé. Nos peleamos. Le di un golpe, y él me dio otro a mí. Después nos fuimos. Jonas se quedó. Lo que pasó después no lo sé.

—¿Por qué mentiste al principio?

Él se encoge de hombros por toda respuesta.

—¿Puedo verte las manos, Dag? —insiste la policía.

—¿Por qué? —pregunta Dagge.

—No compliques las cosas, muchacho —tercia el que parece un detective de la tele.

Dagge extiende las manos sobre la mesa.

—¿Puedes enseñarnos el dorso?

Le enseña los nudillos. Las costras siguen allí y todavía tiene un dedo hinchado. Apenas se podía quitar el anillo de sello.

—No fue sólo un par de empujones, ¿verdad?

Dagge mira airadamente al policía.

—Dag, por favor, siéntate un momento —dice la mujer.

La orden le llega como un regalo del cielo. Siente cómo se le doblan las piernas y nota un sudor frío.

La policía amable se sienta a su lado y le toca suavemente el hombro.

—Dag, explica exactamente lo que pasó cuando dejasteis a Jonas en la casa.

La mira.

—¿Cómo?

—¿Qué hiciste, Dag?

—Volví a casa.

—¿Había alguien aquí?

—No… mi madre había ido a visitar a la abuela.

—¿Cuándo volvió?

—Tarde. A eso de las diez.

—¿Volviste a ver a Jonas después, a lo largo de la tarde?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Somos nosotros los que hacemos las preguntas —intervino de nuevo el que parecía un detective de la tele.

—No. Estuve en casa toda la tarde.

—¿Qué hiciste?

—Estuve mirando la tele, fregué los platos. Cosas por el estilo.

—¿Por qué os peleasteis?

—Ya lo he dicho, me acusó de ser un cobarde.

—¿Te caía mal?

—Bueno, no éramos amigos íntimos precisamente.

—¿Qué tiene de especial aquella casa?

—Hay fantasmas.

—¿No eres un poco mayor para creer en fantasmas? —dice el hombre que va de duro.

—¿Habéis estado allí? —pregunta Dagge.

—Hemos buscado por toda la casa —contesta la mujer con aspecto de maestra—. Desde el desván hasta el sótano. Jonas no está allí.

—¿Y la bici?

—¿La bici?

—Su bicicleta. ¿No la habéis encontrado?

—No hemos encontrado la bicicleta de Jonas —señala el que parece un detective—. Pero tú quizá sepas dónde está.

—¿Cómo voy a saberlo?

El policía se inclina hacia delante y Dagge percibe el olor de las pastillas contra la tos.

—Según tus amigos le gritaste a Jonas: «¡Se va a enterar de quién soy yo! ¡Ahora verá!» Esas fueron tus palabras, muchacho.

Dagge nota cómo le tiemblan las manos e intenta dejarlas quietas sobre los muslos.

—Yo no quería decir… es que estaba muy nervioso… —Le falla la voz.

Se levanta del sofá a toda prisa, los policías dan un respingo, como si creyeran que se dispone a saltar encima de ellos.

—Tengo que ir al lavabo —murmura.

Lo dejan salir. Cierra la puerta a sus espaldas y se inclina sobre la taza del inodoro, pero sólo le sale un hilillo de saliva. No es raro. Hace días que no se alimenta como es debido. Vacía la cisterna y se enjuaga la cara bajo el grifo. El rostro del espejo lo mira fijamente con los ojos enrojecidos y muy abiertos. «Creen que has sido tú. Estás en un buen lío. ¿Lo entiendes? En un buen lío».

Los agentes lo esperan en el vestíbulo. La mujer parece preocupada y le pregunta cómo se encuentra. Dagge contesta que está bien, o al menos un poco mejor. No le formulan más preguntas, pero antes de irse ella le pide que se quede en casa los próximos días. Necesitan hablar con él otra vez y entonces quizá fuera mejor que su madre también estuviera presente.

Cuando se han ido, Dagge entra en su habitación. Coge el saco de dormir, una linterna y el aparato de música. La navaja está escondida debajo del colchón. Finalmente mete la carta que está escondida entre las páginas de
El gran libro del billar
. Cuando se dispone a salir lo asalta un pensamiento: «Mamá. Debería escribirle una nota, o al menos dejar una explicación». En el cajón de la cocina encuentra papel y bolígrafo. Se sienta a la mesa de comer y agarra el lápiz romo. Tiene la mente en blanco. Nunca le ha gustado escribir. Cuando iba a quinto su profesora le animó a escribir sobre su padre. Era justo cuando acababa de morir y probablemente la maestra pensase que le convenía expresar sus sentimientos, o esas cosas que dicen los maestros. Así que se puso manos a la obra, porque había algo dentro de él que quería salir. Al principio fue difícil, como querer agujerear una pared de hormigón con una cucharilla, pero en cuanto la primera palabra quedó plasmada en el papel el resto fue surgiendo a borbotones. Cuatro hojas de libreta. Nunca en la vida había escrito un texto tan largo. Cuando le enseñó el resultado a la profesora ella quiso que lo leyera en voz alta para toda la clase. Fue horrible, se puso como un tomate allí delante, de pie junto a la mesa de la profesora, tartamudeando al leer. Y tras las caras inexpresivas de los compañeros de la clase pudo intuir el interés que iba despertando: «¿Es realmente Dagge?» Pero en medio de esa sensación de agitación creció un sentimiento de orgullo, que podía haberlo llevado hasta el fin del mundo de no ser porque, de pronto, uno de los chicos de la clase se echó a reír. No importó que la profesora riñera al chico y que nadie más de la clase se riera. Había hecho el ridículo, llevaba el sello del perdedor. Fue la última vez que Dagge leyó ante toda la clase. La última vez que habló de su padre. Cuando la clase hubo acabado rompió las páginas de la libreta y tiró los pedacitos por la taza del váter.

Más tarde se encargó del chico que se rió. Fue en el bosquecillo que había detrás del gimnasio, donde nadie los podía ver. Así recuperó su estatus y se libró de la etiqueta de perdedor.

Pero esto es igual de difícil, ni siquiera le salen las pocas palabras que caben en el trozo de papel. ¿Qué narices va a decir para que su madre lo entienda? Arruga el papel y lo tira al cubo de la basura.

Empieza a anochecer cuando se sienta en la bicicleta. El sol cae sobre el tejado de la casa, lo deslumbra.

Dagge agacha la cabeza sobre el manillar y pone rumbo hacia el bosque.

4

Mi madre y mi padre saben que no puedo quedarme todo el día en casa y después de cenar pregunto si puedo ir al quiosco a comprar un tebeo.

—Vuelvo a casa enseguida —aseguro.

—¿No te has olvidado de lo que le prometiste a los policías? —pregunta mi madre.

—No.

No lo he olvidado, pero he decidido romper mi promesa. Es que tengo que hablar con Dagge.

En el cruce de la calle Rosenhill con Blåeld me encuentro con Pierre y Larsa. No nos hemos visto desde la tarde en que Jonas desapareció. Sé que se han portado bien. Ya empecé a imaginarme que pasaba algo cuando llamé a Larsa y contestó su madre, quien me informó con cierta sequedad de que ni yo ni Dagge podíamos ver a su hijo, y me advirtió que avisaría a mis padres si no le hacía caso. Me sentí demasiado desanimado como para preguntar por qué, aunque imaginaba que tenía que ver con la desaparición de Jonas. No me pareció una buena idea llamar a Pierre. Sospeché que él también había hablado con sus padres.

La sensación de que nos evitan a Dagge y a mí se incrementa cuando aminoro la marcha y algo indeciso saludo con la mano. Ellos contestan a mi saludo con la cabeza, como si no se sintieran muy seguros. Nos quedamos parados junto a nuestras bicicletas mirándonos con cierta tensión, en silencio. Se podría creer que no nos conocemos de nada.

—Vale —dice al final Pierre—. La cuestión es ésta. No tenemos nada contra ti. Eso está claro.

—El problema es Dagge —continúa Larsa.

Los miro.

—¿De qué estáis hablando?

—Seguro que sabes lo que piensa la poli.

—Venga ya. Dagge no ha matado a Jonas.

—¿No te parece sospechoso? —replica Pierre.

—¿Qué quieres decir?

—Tú estabas allí. Oíste lo que le dijo Dagge.

—«Se va a enterar de quién soy yo» —cita Larsa con voz temblorosa.

¿Es que han olvidado que somos amigos? ¿Es que se les ha borrado de la memoria todos los veranos en el Nido de Águilas? «No se abandona a un amigo», ése era nuestro lema. Teníamos que estar unidos para lo bueno y lo malo.

—Os olvidáis de una cosa.

—¿De qué? —pregunta Pierre.

—Si no hubiéramos dejado solo a Jonas, esto nunca habría pasado.

—No quiso venir. ¿Qué íbamos a hacer?

Yo también me lo he preguntado. Cientos de veces. ¿Podíamos haber hecho algo?

—Esto es un problema entre Dagge y Jonas —señala Pierre.

—Dagge iba a por Jonas, eso se vio desde el principio —añade Larsa.

—No lo mató.

—Entonces, ¿por qué le mintió sobre la casa? —pregunta Pierre—. ¿Por qué no le dijo lo que pasaba? Todo esto es muy raro.

—Muy raro —repite Larsa, asintiendo con la cabeza.

«Son como los sobrinos del Pato Donald —pienso—. Completan las frases del otro».

—Habíamos sellado un pacto: no debíamos hablar de la casa.

—Dagge fue el primero que rompió el pacto, ¿recuerdas?

Pierre carraspea un poco para subrayar sus palabras.

—La casa se lo llevó. Y eso lo sabéis.

Larsa y Pierre sonríen. Me pregunto qué es lo que les resulta tan gracioso.

—¿No te lo han dicho? —pregunta Pierre.

—¿El qué?

—La poli ha buscado por toda la casa. Desde el desván hasta el sótano.

Asiento con impaciencia. También he leído los periódicos.

—¿Y qué? No es la primera vez que desaparece alguien y no se le vuelve a encontrar. Pero se les puede oír gritar por la noche —digo, mirando fijamente a Pierre, que resopla ruidosamente.

—Venga ya, eso es sólo un cuento de fantasmas.

—Que tú contaste. —Los miro a los dos—. ¿Os habéis olvidado de lo que pasó?

—La verdad es que creo que nos lo imaginamos.

—Yo también —dice Larsa.

—Os estáis engañando a vosotros mismos.

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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