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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (4 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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Nos apresuramos a ir a la ventana, porque todos queremos ser los primeros en salir. Por desgracia, la abertura es demasiado pequeña: primero hemos de arrancar la última tabla.

Dagge toma el mando y nos ordena:

—¡Venga, vamos, y pase lo que pase no os deis la vuelta!

La tabla se nos resiste, pero esta vez trabajamos más coordinados, más decididos, y no tardamos mucho en conseguirlo. Oímos los crujidos, vemos crecer las rendijas de luz en la madera. Cuando finalmente se rompe, Dagge ordena a Larsa que se acerque a la ventana y lo empuja desde atrás. Después va Pierre. Saltan como paracaidistas, uno tras otro. Cuando me toca a mí, oigo más crujidos en el suelo. Son pasos. Me quedo paralizado. Al igual que ocurre cuando tienes vértigo, que no puedes dejar de mirar hacia abajo, porque parece que el vacío te atraiga, no logro resistir el impulso de darme la vuelta para ver qué hay a mis espaldas, arrastrando los pies en la oscuridad. Pero no me da tiempo de girar la cabeza porque Dagge me grita al oído:

—¡No te vuelvas! ¡Salta!

Como si no confiara en que fuera a cumplir su orden, me da un fuerte empujón y voy a caer de bruces en las zarzas, arañándome los brazos y la cara.

Me levanto aturdido y veo a Dagge subido al alféizar, dispuesto a saltar. Pero la decisión que ha demostrado con nosotros parece haberle abandonado. Con un gesto nervioso, se queda en la ventana.

—¿A qué esperas? —le grito.

No me escucha. Algo lo retiene y yo sé lo que es. Son los pasos.

No me da tiempo de gritarle la advertencia. Dagge ya se ha dado la vuelta.

Por el rabillo del ojo veo a Larsa y a Pierre. Ya han llegado a la cancela. Los últimos rayos de sol se ocultan tras las copas de los abetos.

—¡DAGGE! —grito, alzando la mano.

Se da la vuelta hacia mí, pero parece no verme. Sus ojos muestran la misma expresión vidriosa que los de la muñeca de porcelana. Lo agarro por la pernera de los pantalones, intentando hacerle bajar del alféizar, pero todo es en vano. Se niega a saltar, aferrándose al marco de la ventana con furia ciega, como si temiera que lo arrastrara al abismo.

Ya no sé qué más hacer.

De pronto brilla una chispa en sus ojos asombrados, agita los brazos y las piernas, da un ágil salto para caer sobre las zarzas.

Me da una enérgica palmada en la espalda.

—¡Venga, vamos!

En la cancela me doy la vuelta. «Por última vez», pienso.

La casa me observa, oscura y decepcionada, como si supiera que hemos conseguido escapar de ella.

Las bicicletas de Larsa y de Pierre ya no están.

—¡Serán cobardicas! —murmuro—. Podrían haber esperado.

No se abandona a un compañero: ése era nuestro lema. Incluso habíamos hecho un pacto mezclando nuestra sangre.

Dagge no dice nada.

Por la carretera de Lugnet aún hay luz, pero sabemos que la noche se nos va a echar encima y aumentamos la velocidad.

Dagge no abre la boca. Me gustaría preguntarle por qué ha tardado tanto en la ventana, y también lo de la escalera. Ojalá dijera algo, cualquier cosa. Pero Dagge no dice ni una palabra, se limita a mirar hacia delante.

Al final decido no molestarlo.

Las farolas de Rosenhill resplandecen al otro lado del bosque.

Pronto llegaremos a casa.

8

La gente hace cosas raras.

En
Increíble pero verdad
leo lo de Jack el Saltarín, que causó estragos en Londres en 1800. Su nombre se lo debía a que normalmente se le veía saltando de tejado en tejado y en los callejones oscuros aterrorizando a la gente. Una mujer lo describía así: «En la cabeza lleva una especie de yelmo. Tiene una cara horrible y los ojos le brillan como las brasas. Sus manos son unas enormes garras y por la boca le salen llamaradas azules».

Jack el Saltarín nunca mató a nadie (a diferencia de su tocayo Jack el Destripador, que sale en el siguiente capítulo: «Un hombre que es leyenda») pero desfiguraba a sus víctimas con las garras de acero que él mismo se había fabricado. Al igual que pasó con Jack el Destripador, nunca llegaron a apresarlo. Un día dejó de ir por ahí saltando de tejado en tejado y de acechar en los oscuros callejones. Nunca más se le vio. O como dice el libro: «Desapareció en la oscuridad de donde había salido, y esta vez para siempre».

—¡Qué horror! —exclama Larsa—. ¿Adónde crees que se fue?

—¿A quién le importa eso? —dice Pierre, bostezando.

Larsa echa un vistazo alrededor.

—¡Imaginaos que aparece por aquí!

—Claro —dice Pierre—. Ya me imagino los titulares: «Jack el Saltarín ataca de nuevo. Se le ha visto saltando por los tejados de Rosenhill».

Ojeo el libro
La casa encantada más horrible de Inglaterra
, en el que aparece una fotografía en blanco y negro. Parece una auténtica casa embrujada, triste y hostil, pero me pregunto si se puede comparar con la nuestra.

—¡Lee otra cosa! —dice Larsa.

—¿Jack el Destripador?

—De ése ya se sabe todo.

—¿
Y La casa encantada más horrible de Inglaterra
?

Pierre está absorto leyendo un ejemplar de
Mad
.

—¿Algo más? —murmura Larsa.

Sigo ojeando.

—Por cierto, ¿dónde está Dagge?

—Tenía que ayudar a su madre a no sé qué —contesta Pierre.

—¿Y no va a venir?

—No sé.

—¡Lee algo! —insiste Larsa.

Se me han quitado las ganas. La historia de Jack el Saltarín me ha dejado mal cuerpo: me recuerda lo que pasó en la casa. Los pasos arrastrados. El miedo que nos dominó a todos. ¿Quién era? ¿El carpintero muerto? ¿Otra persona? Ya nada parece imposible. Ni siquiera que Jack el Saltarín se presentara en Rosenhill ciento cincuenta años más tarde.

Aparto el libro y cojo un
Fantomas
de la pila de tebeos.

—¿Se lo habéis contado a alguien? —dice Larsa repentinamente.

Pierre y yo lo miramos fijamente.

—No —dice Pierre.

Yo niego con la cabeza. ¿A quién se lo iba a explicar? ¿A mi hermano? Ni hablar.

—He soñado con la muñeca.

Damos por supuesto que Larsa se refiere a la muñeca de porcelana con el vestido manchado de sangre.

—Iba yo solo en bicicleta por la carretera de Lugnet. De pronto oigo unos pasos detrás de mí, unos pasos cortos, como cuando alguien va corriendo. Me doy la vuelta y veo a la muñeca corriendo tras de mí. Pensad lo que queráis, pero por poco me muero de miedo. Me pongo a pedalear a toda pastilla, pero la muñeca me sigue. De pronto se echa a llorar, ya sabéis, como un niño pequeño. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! Entonces me desperté.

—Dando gracias a Dios de que sólo fuera un sueño.

—Sí, sí, muy gracioso. La verdad es que ha sido la peor pesadilla de mi vida. —Respira hondo—. La muñeca no fue ningún sueño y la sangre tampoco.

—A lo mejor era una mancha de humedad —dice Pierre.

—¿Y los pasos?

—Eso podía ser cualquier cosa.

No lo creo. Si Pierre se toma tan a la ligera lo de los pasos en la casa, ¿por qué salió corriendo en cuanto logró salir? ¿Por qué dejó a sus compañeros en la estacada? Igual que a nosotros, a él también le da vergüenza recordar que salimos de la casa huyendo como unos cobardicas. A la luz del día es fácil reírse de la pesadilla de la noche anterior. Pierre dice tonterías y lo sabe.

—¿Cualquier cosa? —Larsa lo mira con incredulidad—. ¿Como qué, por ejemplo?

Pierre se encoge de hombros.

—En las casas antiguas siempre se oyen ruidos.

—Ni hablar. Era el tipo que mató a su familia con el hacha. No puede haber sido otra cosa.

—Eso sólo es un cuento de terror.

—Sí, pero tú siempre dices que tus historias son verdaderas.

—Ya veo que eres más tonto de lo que pensaba. —Pierre suspira y se concentra en su tebeo.

—Veremos lo que dice Dagge.

Larsa asiente con la cabeza.

—Dagge sabe que no fueron imaginaciones nuestras.

Pero Dagge tarda en llegar. Salgo fuera.

El cielo ha adquirido un tono grisáceo desagradable que me recuerda las papillas de avena, que no me gustan nada. Noto la lluvia en la cara. ¿Qué ha sido del verano? ¿Dónde se habrá metido Dagge?

Nos cansamos de esperar y al cabo de una hora, más o menos, abandonamos el Nido de Águilas y nos vamos a casa en las bicis. Hago un alto delante de la casa de Dagge. Lo veo cortando el césped. Seguro que eso lo ha tenido ocupado todo el día: la parcela es grande y el cortacésped está roto. Me asomo por la verja y lo llamo.

—¿Te falta mucho?

Mueve negativamente la cabeza.

—¿Te apetece una partida?

La mesa de billar está en el sótano. Yo no soy rival para Dagge, porque él empezó a jugar a los tres años. Su padre lo tenía que subir a una silla porque era tan bajito que no llegaba y apenas lograba sostener el taco entre sus manitas. Les encantaba jugar. En cuanto su padre llegaba a casa se quitaba la ropa de trabajo y llamaba a Dagge para que bajara al sótano. Los deberes, los amigos, la tele podían esperar. ¡En ese momento tocaba billar! ¡A sacar los tacos y las bolas! Dagge no tardó en aprender. Al poco tiempo sabía casi tanto como su padre y las partidas podían alargarse horas y horas. En realidad no habrían terminado nunca de no ser porque la madre de Dagge abría la caja de los plomos y desenroscaba los de la luz del sótano.

Cuando murió su padre creí que Dagge lo dejaría. El billar y su padre eran inseparables. Nunca más tendría un contrincante tan bueno. Pero no: Dagge continuó con su afición. Casi siempre jugaba solo, pero a veces lo hacía con nosotros, a pesar de que ninguno se podía medir ni con él ni con su padre.

Me pasa el taco de billar y me cede la primera tirada.

—Pierre cree que fueron imaginaciones nuestras.

Dagge me mira de reojo y tira en segundo lugar. La bola inicia su recorrido y acaba acertando de lleno. Parece lo más fácil del mundo, aunque desde luego no es así. Detrás de ese golpe hay años de práctica.

—¿Por eso se fue corriendo como un gallina?

Sonrío.

—¿Se lo han contado a alguien? —pregunta nuevamente.

—No creo. Ellos al menos aseguran que no —le respondo.

—Mejor. —Mete otra bola en la tronera—. No quiero que nadie sepa lo que pasó.

—Yo tampoco.

—Bien. —Dagge se inclina sobre la mesa, se prepara y mete la última bola.

—No he podido dormir en toda la noche —digo.

Dagge se apoya el taco en el hombro.

—Te toca —me indica.

Me preparo, se me desvía el taco y la bola salta sobre el paño.

—Qué mala suerte —me quejo.

—Tenemos que vernos esta noche —indica Dagge—. Todos.

Lo miro.

—¿En el Nido de Águilas? —le pregunto.

Dagge asiente con la cabeza.

A mi madre no le gusta que salga de noche, pero después del acostumbrado sermón al final deja que me yaya. Naturalmente, no le digo adónde voy. El Nido de Águilas es nuestro secreto y mi madre no sabe nada de ello. Si mi hermano y sus amigos se enteran de dónde está el Nido de Águilas, seguro que vienen a fastidiarnos. Por eso digo que voy a casa de Dagge.

Le prometo que estaré de vuelta antes de las once.

Nos encontramos en el cruce de la calle Rosenhill y Blåeld. Dagge y Pierre ya han llegado. Larsa tarda, aunque no sabemos por qué.

Pierre parece nervioso. Tamborilea con los dedos en el manillar y carraspea sin parar. Dagge fuma. En mi opinión, un riesgo innecesario, ya que el viejo Olofsson podría verlo, y el hombre es un chismoso. No quiero ni pensar lo que pasaría si nuestros padres se enteran de lo de la batalla de globos de agua intencionadamente desviados.

Larsa aparece al poco rato, jadeando. Se excusa diciendo que se le salió la cadena en la subida. Le creemos, porque tiene las manos sucias de grasa.

Nos alejamos de allí pedaleando en silencio, agobiados por la seriedad del momento. Las nubes que navegan sobre las copas de los árboles nos acompañan todo el camino.

En la cabaña nos apretujamos en círculo, como excursionistas frioleros alrededor del fuego. Dagge nos mira fijamente. La navaja brilla en su mano. Sin bajar la vista, se hace un corte pequeño en la yema del dedo índice. Mientras caen unas pocas gotas de sangre en la tapa de la caja metálica, que Pierre sujeta bajo su mano, Dagge dice con voz profunda y seria:

—Yo, Dagge, juro que nunca en toda mi vida contaré a nadie lo de la casa de Lugnet y lo que ocurrió aquel día.

Larsa tontea con la navaja antes de hacerse el corte. Cuando me toca a mí noto que me tiembla la mano. Dagge asiente en silencio para animarme, como diciendo: «Venga, tú puedes hacerlo». Cierro los ojos y respiro hondo. Me arde el dedo y me invade una sensación de malestar. La voz apenas me sale de la garganta cuando repito las palabras de Dagge. Le paso la navaja a Pierre, que con gesto impasible concluye la ceremonia.

Dagge nos mira.

—Quien tenga algo que decir, que lo haga ahora. Luego no volveremos a hablar de la casa, ni entre nosotros ni con nadie.

Se vuelve hacia Larsa, que tras un instante de silencio y dudas acaba mirándolo a los ojos.

—No puedo dejar de pensar en la muñeca.

Dagge asiente con la cabeza y se vuelve hacia mí.

—No deberíamos haber ido allí.

—Qué tontería, sólo era una historia de miedo —dice Pierre—. Ni siquiera creí que la casa existiera de verdad.

Dagge asiente.

—Entonces, asunto zanjado.

También esperamos que Dagge diga algo, pero se limita a apoyarse en la pared. Para él la casa es un capítulo cerrado. ¿Y para nosotros? Sólo puedo hablar por mí. La casa me asusta, lo admito, pero lo que me resulta más difícil de olvidar no son los pasos en la escalera ni la muñeca manchada. Es el momento en que Dagge estaba a punto de saltar por la ventana y de repente, a pesar de su propia advertencia, se dio la vuelta.

No sé lo que vio allí dentro, si el carpintero muerto u otro fantasma, pero sí sé una cosa: le afectó de verdad. Aunque él nunca lo reconocerá.

La casa siempre le recordará a Dagge ese momento.

Por eso hemos sellado el pacto.

Segunda parte
1

Rosenhill no es grande, pero es el único mundo que conocemos. Hemos vivido en otros lugares, pero ya no nos acordamos. Yo nací en el hospital de Söder y los dos primeros años viví en la capital, en un piso de una habitación situado en la calle Ring, hasta que mis padres decidieron probar fortuna en la tierra prometida, la urbanización Rosenhill.

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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