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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (14 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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Les doy la espalda y apoyo el pie en un pedal. Cuando pedaleo vuelvo la cabeza por encima del hombro y veo que Pierre y Larsa se van en sus bicicletas. De pronto no me siento tan seguro. ¿Y si tienen razón? ¿Y si Dagge…? No, imposible.

Aparto ese pensamiento de mi cabeza.

Unos minutos más tarde freno en la puerta del garaje de Dagge. Las ventanas están oscuras. Siento el corazón en un puño al dirigirme rápidamente hacia la puerta. Llamo al timbre durante un buen rato. Empujo un poco la puerta, porque en Rosenhill casi nunca cerramos las casas, ni siquiera de noche. Pero está cerrada. Voy a la parte de atrás y llamo a la ventana de Dagge. Miro por el ventanuco del sótano. Allí está la mesa de billar, pero no veo a Dagge inclinado sobre el fieltro y practicando con el taco. Entonces sólo queda un lugar. Voy corriendo hasta la puerta del garaje.

La chatarra que Dagge tiene por bicicleta está tirada en el suelo, justo delante de la entrada de la cabaña. Desde allí oigo música. Suena como
Children of the Revolution
de T-Rex. La canción preferida de Dagge. Tiene todos los discos de T-Rex. Lo encuentro en el fondo de la cabaña. Sentado en cuclillas, con la navaja en la mano. La hoja está abierta, el filo descansa sobre la muñeca, donde destacan las venas tenues y azuladas. No parece advertir mi presencia. Tiene el rostro impasible como una estatua.

Me siento a su lado, con una sonrisa forzada.

—Hola. ¿Qué haces?

Levanta la vista despacio y parpadea.

—¿Qué?

—Te he estado buscando.

—¿Y eso por qué?

Trago saliva.

—Tenemos que hablar.

La hoja de la navaja continúa apoyada en la muñeca. Los dedos que aprietan el mango están pálidos debido al esfuerzo. Me pregunto cuánto tiempo llevará ahí sentado.

—¿Ha estado la policía en tu casa?

—Sí.

—Perdona, pero no pude mentir. Por cierto, cuando vinieron a hablar conmigo ya lo sabían todo. Larsa y Pierre se lo habían contado.

—Ya lo sé.

—¿Qué dijeron? —le pregunto.

—¿La poli?

—Sí.

—¿Tú qué crees? —suelta Dagge.

—No es culpa tuya que Jonas haya desaparecido.

—¿Ah, no? —replica con sarcasmo.

Por primera vez me mira de verdad. Se ve que ha estado llorando. Tiene los ojos rojos e hinchados.

—Pero si nos fuimos de allí todos juntos. También se lo he dicho a la policía.

Dagge sonríe.

—Ya. Pero lo que sucedió después… eso no lo sabes.

Lo miro fijamente. Observo la navaja que aparta de la muñeca y vuelve hacia mi pecho.

—¿No lo entiendes? Tenía miedo, no me atreví a entrar en la casa otra vez. Y aquel desgraciado lo sabía, sabía que me echaría atrás. Odiaba a aquel mamarracho. Lo odiaba.

Tiene la cara muy pálida, pero los ojos parecen brasas encendidas con una furia desesperada que me asusta más que la hoja de la navaja.

—Imagina que volví y que destrocé a aquel desgraciado.

—Venga ya —digo bajito.

Un ruido molesto interfiere en la música y rompe la tensión del ambiente. Dagge baja la navaja y estira el cuello.

—¿Quién es?

El ruido del motor llega hasta nosotros, penetrante y forzado. Me temo lo peor. El Nido de Águilas ya no es un secreto.

Cuando atisbamos por la puerta la primera motocicleta ha llegado a lo alto de la colina. Se dirige hacia la cabaña a toda velocidad y no esquiva la bicicleta de Dagge, que acaba debajo de la rueda de la moto. Las llantas y los radios se doblan como si fueran de papel. A la moto se le unen enseguida dos más.

Se callan los motores. El aire está lleno de humo. Salimos a la luz del sol. Ya no tiene sentido tratar de escondernos.

—Así que es aquí donde os metéis.

Con los pulgares en los bolsillos del tejano, mi hermano se adelanta hacia la cabaña y mete el cabezón. Pasea la mirada por el interior, pero a juzgar por su expresión de desagrado no parece que le haya impresionado. Se da la vuelta hacia nosotros y esboza una sonrisa de satisfacción.

—Vaya, mira por dónde, aquí tenemos a un asesino.

Los compañeros se ríen sin bajar de sus motos y mi hermano se siente invencible cuando se acerca a Dagge.

—Vamos a ver, Dagge. Te prometo que guardaré tu secreto. —Mi hermano baja el tono de voz—. ¿Te cargaste a ese tío?

—Venga, déjalo ya —susurro.

—¿Y a ti quién te ha dado permiso para hablar?

Siento un escozor en la mejilla y vuelvo la cara. Las lágrimas escuecen más que la bofetada.

Mi hermano se inclina aún más hacia Dagge, silbándole en la oreja.

—Vamos a ver, Dagge. ¿Qué hiciste con Jonas?

Mi amigo ni pestañea siquiera.

—Basta ya —intervengo.

—¿Es que no me has oído antes? —me increpa mi hermano, levantando el brazo de nuevo.

—Déjalo en paz.

Dagge le sujeta la muñeca con fuerza y le da un puñetazo en el estómago. Mi hermano se dobla como una silla plegable. Sin darle tiempo a nada, Dagge se sienta a horcajadas sobre su pecho y le acerca la navaja al cuello.

—¿Quieres saber cómo lo maté? Lo ataqué con esto. Así.

Hace un movimiento con la navaja, desde el vientre hasta el cuello. El pánico asoma a los ojos de mi hermano.

—Deberías haber visto cómo sangraba. Como un cerdo en la matanza.

—Déjalo, Dagge. ¡No lo mates! —chillo de pronto, casi sin querer.

—¿Qué? —exclama Dagge, mirándome.

—Ya vale. Ya lo ha entendido —insisto.

La mirada de Dagge pasa de mí a mi hermano.

—Ya está. No pasa nada —intento tranquilizarlo.

Dagge cierra la navaja y se levanta. Mi hermano sigue tumbado en el suelo, sin atreverse a mover ni un dedo. Tiene los labios blancos como la tiza.

—Vete —le dice Dagge en voz baja.

Mi hermano se levanta tambaleándose y se dirige hacia la motocicleta. Se lleva las manos al estómago, gesticulando. Los compañeros miran a Dagge con una justificada mezcla de angustia y respeto.

De pronto me acuerdo de una cosa.

—¡Espera! —grito.

Mi hermano apoya el pie en el suelo.

—Tengo una cosa que es tuya.

—¿El qué?

Meto la mano en el bolsillo y le doy el envoltorio de papel de aluminio. Sabe exactamente de qué se trata. Lo sostiene en la palma de la mano, como si no supiera qué hacer con él.

—¿Así que fuiste tú?

Niego con la cabeza.

—Mamá. Intentó echarlo por el váter. Yo lo encontré luego.

Mi hermano se mete el paquete en el bolsillo.

—Bien hecho —murmura.

—¿No lo entiendes? —Avanzo un paso hacia él, ya no me da miedo—. Mamá intentaba protegerte. Creía que te perseguía la policía.

—Estás diciendo tonterías.

—¿Ha hablado mamá contigo?

Mi hermano no contesta. ¿Qué va a decir? ¿Que mi madre le ha estado cubriendo las espaldas? Mi hermano sabe muy bien por qué mi madre tiró el paquetito al inodoro. Igual que sabe por qué le grité a Dagge que no lo matara. La familia es la familia.

Mi hermano mira a sus amigos, que parecen impacientarse. Da una patada al caballete de la moto.

—Vale. Venga, sube detrás, que nos vamos.

¿Me está hablando a mí?

—¿Te vienes o piensas quedarte con ese loco?

«No —pienso—, no has entendido nada de nada».

—¿Sabes una cosa? El niño mimado eres tú.

En cualquier otra ocasión, me hubiera soltado una bofetada, pero ahora ni siquiera levanta la mano, ni siquiera parece enfadado. Su respuesta casi suena a resignación cuando murmura entre dientes:

—Bueno, pues haz lo que te dé la gana.

Desaparece con sus amigos cuesta abajo, entre una nube de humo y polvo. El ruido de los motores se pierde en el bosque.

Dagge se ha quedado agachado con un cigarrillo entre los dedos. Se aparta el pelo de la frente.

—¿De verdad has creído que pensaba matarlo?

Hubo un momento en que sí. En el momento de la verdad no se piensa claro, y llegas a olvidar quién eres y quién es tu mejor amigo.

—La verdad es que no.

—Tu hermano necesitaba que le dieran una lección.

En cualquier caso, no era la primera vez que Dagge intentaba ponerlo en su sitio y yo no estaba muy seguro de que fuera asunto suyo, ni siquiera esta vez. Pero Dagge no tiene hermanos. Sólo pretendía protegerme y yo debería estarle agradecido.

—Perdona si te he asustado en la cabaña. Pero es que ya era demasiado. Primero desaparece Jonas. Vaya, ¿crees que yo no me sentía culpable? Después la poli cree que yo lo maté. No sabía qué hacer y pensé: «Se acabó». Pero es una cobardía.

—Tú no eres un asesino, Dagge. Mi hermano no tiene ni idea de lo que dice.

—Gracias —suspira—. Qué contento estoy de no haber escrito aquella nota.

—¿Qué nota?

—Es igual, olvídalo.

Ya no se ve el sol en el cielo, sólo los últimos rayos riñen de rojo el horizonte. Empieza a hacer frío. En el aire se notan los vientos de otoño.

Dagge me palmea el hombro.

—Venga, vámonos.

5

El bosque ya está oscuro como si fuera de noche. Dagge enciende la linterna, que abre un camino en la oscuridad. Los mosquitos zumban a nuestro alrededor, incordiantes.

—¿Crees que seguirá allí? —dice Dagge, cuando llegamos a la mitad del camino.

—¿Jonas?

—Sí.

—La policía ha buscado por todas partes.

—No nos lo imaginamos. Allí había alguien.

Me detengo y recuerdo el momento en que Dagge se dio la vuelta. Ahora me enteraré de lo que vio.

Dagge da una palmada y aplasta un mosquito.

—No vi cómo era, sólo oí cómo respiraba. No me atreví a mirar. Tenía un miedo de muerte.

—¿Y quién no lo hubiera tenido?

—Jonas sigue allí.

—¿Quieres decir que permanece algo así como su alma?

—La historia de Pierre no es una invención como otras. Ésta es real. Tengo que volver.

—Si Jonas está muerto no puedes hacer nada.

—Esta vez no pienso echarme atrás.

—No eres un cobarde —digo—. Si hay algún cobarde, ése soy yo.

Nos acercamos a la urbanización. Las lámparas de la vieja casa de madera de los Johansson brillan entre los árboles.

—Pienso ir ahora mismo.

—¿No puedes esperar a mañana?

—De día está plagado de periodistas. Pasarán semanas antes de que se vayan. No puedo esperar tanto.

Notamos el asfalto debajo de las suelas de los zapatos. Las farolas proyectan una luz mortecina, fantasmal. Dagge se detiene. Si continuamos en línea recta llegaremos a nuestro barrio. Si tomamos a la derecha, al final acabaremos en Lugnet.

—¿Me dejas tu bicicleta?

Suspiro en voz baja.

—Si no vuelvo, ya sabes dónde está la bici —dice sonriendo.

Yo no le devuelvo la sonrisa: no le veo la gracia. Me pongo a horcajadas en la bicicleta.

—Por favor —insiste Dagge.

—Siéntate en el portapaquetes.

—¿Es que piensas llevarme? —se extraña. Me pone la mano en el hombro y sacude la cabeza—. Ni hablar. Iré yo solo.

Me quito su mano de encima.

—Súbete antes de que me arrepienta.

Dagge es corpulento y pesa bastante, y el viaje hasta Lugnet me deja sin aliento.

6

Cuando, por tercera vez, nos acercamos a la casa del final de la carretera estamos envueltos en profundas sombras, como si fueran otra capa de la oscuridad que siempre reina allí.

Dagge enciende la linterna y salta por encima de la cinta azul y blanco que ha puesto la policía. Voy detrás de él, casi pisándole los talones. Me tiemblan las rodillas y el aire tiene un sabor a metal oxidado. Intento humedecerme los labios, pero noto que no me queda saliva.

Cuando llegamos a la casa descubrimos que la puerta de entrada está entreabierta y se mueve con el viento. Alguien la ha forzado, seguramente la policía. Dagge entra el primero. Mira a su alrededor con ayuda de la linterna, baja el brazo y se da la vuelta.

—¿No te arrepientes?

—¡No!

Por supuesto que tengo miedo, pero es demasiado tarde para retroceder.

—Vale —dice Dagge—. La verdad es que no me apetece entrar solo.

—¿En serio?

—Claro que en serio.

Las palabras de Dagge me llenan de coraje. Me pongo bien erguido como para demostrar que puede contar conmigo.

—Allá vamos.

La casa nos da la bienvenida con el quejumbroso crujido de las maderas del suelo y el olor a humedad. El polvo nos irrita en la garganta, me da un ataque de tos y Dagge me dice que calle. No sé quién cree que nos puede oír.

Continuamos por el estrecho vestíbulo que conduce a la escalera. Allí Dagge se detiene y levanta la linterna, moviendo el haz de luz hacia arriba y hacia abajo. Después sube el primer peldaño y yo lo sigo. No nos paramos hasta llegar al primer piso. La puerta más cercana a nosotros está entreabierta. Es la habitación donde Larsa encontró la muñeca con manchas de sangre. Dagge alumbra el resquicio al tiempo que empuja la puerta. Nos quedamos parados en el umbral.

A la luz de la linterna vislumbramos una cuna y una silla sencilla. En la pared hay un cuadro con el cristal roto y descolorido. Representa a un Jesucristo rubio de ojos azules y soñadores, con las manos juntas en actitud de oración. No perdemos el tiempo y continuamos hasta la otra habitación, donde no hay mucho que ver: una cama con un colchón sucio, un quinqué roto y sucio de hollín encima de un aparador. Dagge considera que debemos volver a bajar.

—La muñeca —dice de pronto.

—¿Qué es lo que le pasa?

—A Larsa se le cayó aquí. —Ilumina el suelo.

—La cogería la policía.

Dagge se muerde el labio, pensativo.

—Sí, claro. Seguramente.

Bajamos por la escalera, continuando hasta la sala de estar. Me pongo al lado de la ventana y respiramos el fresco aire de la noche. Las astillas que quedaron de las tablas siguen en el suelo. Aquí uno se siente seguro. Si ocurriera algo, la ventana ofrece la mejor vía de escape.

Dagge se pone en cuclillas y apaga la linterna. La habitación se queda completamente a oscuras.

—Tengo que ahorrar pilas —explica.

Me siento a su lado.

—¿Qué hacemos ahora?

Enciende un cigarrillo. La brasa le ilumina la cara.

—Esperar al fantasma.

«¿Cuánto tiempo? —me pregunto, inquieto—. Mis padres no tienen ni idea de dónde estoy. Si nos quedamos toda la noche, llamarán a la policía». Pero no le digo nada a Dagge porque no quiero que crea que ya empiezo a arrepentirme.

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