El misterio de la casa abandonada (15 page)

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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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—¿Qué crees que le puede haber pasado a Jonas?

—No sé. —Expulsa el humo por la nariz—. No entiendo por qué no se fue. Tenía dinero, pasaporte, todo lo necesario. ¿Por qué no aprovechó la oportunidad?

—La carta.

—¿Qué carta?

—La de Gloria. La que recibió cuando estábamos en su casa. Creo que ella lo había dejado.

Dagge me mira fijamente.

—Vaya, Joel. Seguro que tienes razón.

—Fuese lo que fuera, seguro que no eran buenas noticias.

Dagge tira el cigarrillo al suelo y lo aplasta con el pie.

—Sé exactamente cómo se sentía. Como si no tuviera nada que perder.

Enciende la linterna y saca algo del bolsillo interior de su chaqueta tejana. Me da una carta arrugada.

—¿Qué es esto?

—Mi viejo me la escribió el mismo día que murió.

Toco la carta con inseguridad.

—Puedes leerla si quieres.

Muevo negativamente la cabeza y le devuelvo la carta.

—No, léela tú.

Dagge desdobla el delgado papel de carta, que está cubierto de sucias huellas. Con un hilo de voz lee:

Querido Dag:

Cuando leas esta carta ya no estaré con vosotros. Entiendo que para ti será un golpe tremendo y siento que no haya otra manera de explicártelo. Pero estoy seguro de que lo superarás. Eres un chico valiente. Siempre lo has sido. También siento no haber podido jugar la última partida. Sé que me hubieras ganado. No había mucho más que te pudiera enseñar.

No estés triste. Estoy mejor donde estoy ahora.

Te quiero.

Papá

Dagge apaga la linterna y se queda callado un rato largo con la carta en la mano. Sus ojos brillan en la oscuridad. Se sorbe los mocos y da un suspiro.

—Que no esté triste. Qué fácil es decirlo.

De pronto se levanta, saca el mechero del bolsillo y acerca la carta a la llama.

—¿Qué haces? —pregunto.

El papel arde en su mano como una antorcha. Por un momento se ha convertido en una llama negra y frágil, que se pulveriza bajo la suela de la zapatilla de Dagge.

Mi amigo se sienta de nuevo y enciende otro cigarrillo. Parece liberado, como si se hubiera librado de un gran peso.

—Creía que mi padre era un tipo duro de los de verdad. Así que cuando recibí esta carta no entendí nada. —Se seca los ojos con el dorso de la mano—. Pero era igual que todos nosotros. Un cobarde.

—¿Por qué has quemado la carta?

—No sé, he sentido que tenía que hacerlo.

El viento susurra en los matojos secos del jardín, acompañado de un sonido repetitivo, seguramente una rama que golpea contra el tejado. Miro el reloj. Pronto será medianoche.

—¿Cuánto vamos a esperar?

—Lo que haga falta.

Cambio de postura. Tengo una nalga dormida. «No hay peligro de que se me cierren los ojos, eso seguro —pienso—. No es lugar apropiado para disfrutar de unos dulces sueños».

Empiezo a notar un cosquilleo que me recorre todo el cuerpo. Tenemos que inventarnos algo.

—¿Echamos una partida de cartas? —propongo.

Dagge se toca el bolsillo de la chaqueta. Siempre lleva una baraja encima.

—¿Póquer?

Sonrío. ¿Qué otra cosa podía ser?

Abre el armario de la ropa buscando velas.

—Tenemos que ahorrar pilas.

En el suelo encuentra una botella de aguardiente vacía. La utiliza de palmatoria y la coloca entre los dos.

Apuesto cinco monedas y Dagge me da una mano muy mala. Pareja de sietes.

—Subo —dice Dagge poniendo una moneda en el círculo de luz de la vela.

Repiqueteo con las cartas en el suelo.

—Vaya porquería de cartas.

Dagge se ríe y recoge las monedas.

—Vamos a…

Se queda callado con los ojos muy abiertos.

—¿Qué pasa? —pregunto asustado.

—¿No has oído eso?

Lo único que oigo son los ruidos de la noche, que nos han hecho compañía todo el rato.

—¿El qué?

Dagge apoya el dedo índice sobre los labios, se levanta y se acerca con cautela a la puerta. Se queda parado en la rendija, mirando hacia el vestíbulo, después vuelve la cabeza y me indica excitado que vaya hacia él. Apoyo la oreja en la puerta para escuchar. El ruido, más bien sonido, que parece proceder del interior de la casa me hace pensar en el gemido de una cría de gato. Pero no es ningún gato, ni ningún otro animal. La débil voz forma palabras, palabras que se articulan en una frase.


Socorro… ayúdenme… por favor

—Jonas —murmura Dagge.

—¡Eoooo! —grita Dagge—. Soy yo, Dagge. ¿Dónde estás?

Con el corazón encogido esperamos la respuesta. Parece que pasa una eternidad antes de oírlo de nuevo.


Ayúdame

—¿Dónde estás?


Socorro

Nos miramos, desconcertados. ¿De dónde viene la voz? De una habitación secreta, cree Dagge. Golpeamos con los nudillos las paredes del vestíbulo recibidor y escuchamos el ruido que producen. Nada. Son sólidas. No hay tabiques. Ninguna señal de paredes tapiando puertas.

—¿Crees que puede ser la voz de un fantasma? —susurro.

Dagge se rasca la frente, cubierta de sudor.

—Es posible —asiente, y de pronto grita—: Maldita sea, ¡qué tontos somos! ¡El sótano!

La noche nos recibe con su abrazo helado y se nos pone la piel de gallina. Las copas de los robles se balancean con el aire, que parece haber amainado un poco en las últimas horas.

Cuando Dagge dirige la linterna hacia la puerta del sótano descubre algo. El candado ha sido serrado. No estaba así la primera vez que lo vimos. Le recuerdo que la policía también había estado allí y que probablemente serraron el cierre cuando revisaron el sótano.

—Vamos a verlo de todas formas —sugiere Dagge.

Abre la tapa y alumbra la negra entrada del sótano. Una escalera corta, después notamos la tierra blanda y húmeda bajo los pies, mezclada con trozos de cristal y otros desperdicios. Tenemos que agacharnos para no dar con la cabeza contra las vigas. La humedad se nos pega en la garganta.

—¡Jonas! —grita Dagge—. ¿Estás ahí?

La voz tiene el mismo tono sordo que cuando uno se pone un vaso contra los labios.

—Los dos a la vez —dice Dagge.

Llenamos los pulmones de aire y gritamos al mismo tiempo:

—¡Jonas! ¿Dónde estás?

En el largo y prolongado silencio oigo mi propia respiración tensa, los rápidos latidos de mi corazón.

Dagge inclina la cabeza y suspira.

—No está aquí.

—¿Qué vamos a hacer?

—No sé. —Frunce el entrecejo y se agacha a coger algo del suelo—. ¡Será posible!

Me inclino sobre su hombro. Entre el pulgar y el índice sostiene una foto arrugada y manchada de tierra. Con la uña del pulgar rasca la suciedad y la cara aparece a la luz, igual que una pepita de oro cuando se lavan el barro y la tierra. No cabe la menor duda: es Gloria, la de la radiante sonrisa.

Como un rayo, Dagge se levanta del suelo y alumbra a su alrededor con la linterna.

—¿Dónde te has metido, Jonas? Venga, hombre, sé que estás aquí.

Proyecta el haz de luz sobre una estantería de madera apoyada contra la pared del fondo del sótano. Con un grito de triunfo se acerca a ella corriendo.

—¡Ayúdame! —me grita.

La estantería es pesada, pero juntos conseguimos apartarla.

La intuición de Dagge parece ser cierta: detrás de la estantería se esconde una gruesa puerta de madera.

Dagge me pasa la linterna y corre el pestillo. Cuenta en silencio hasta tres y le da una patada a la puerta.

Suelto un grito.

7

No sé quién se queda más impresionado, si nosotros o la figura sucia que yace encogida sobre el colchón. Sólo sé que nada podía habernos preparado para lo que nos encontramos allí dentro. O el mal olor que nos azotó con toda su fuerza cuando se abrió la puerta.

Cuando la penetrante luz atraviesa la oscuridad, vuelve la cara con un gesto de sufrimiento. Rápidamente bajo la linterna para no deslumbrarlo. Él abre los ojos sensibles a la luz y nos mira fijamente. Sus labios forman las palabras que oíamos en la casa, pero ahora suena mucho más débil, más cansado.

—Por favor, ayudadme.

Tapándose la nariz con la mano, Dagge entra en ese espacio que parece una celda y se inclina sobre Jonas, que lo mira con expresión desconcertada. Dagge saca la navaja y corta las cuerdas que atan los pies y las muñecas de Jonas. También corta la mordaza que resbala hasta su pecho. Aparte de las marcas de la cuerda, no parece que tenga otras heridas, al menos ninguna que se perciba a simple vista. No se necesita tener mucha fantasía para imaginarse el miedo que habrá pasado allí tumbado, amarrado de pies y manos en esa oscuridad negra como boca de lobo. Naturalmente está extenuado y seguramente hambriento. Al lado del mugriento colchón veo una lata de refresco y media galleta de chocolate. El hedor procede de un cubo de plástico azul. Parece que no lo han vaciado desde hace tiempo.

—¿Puedes levantarte? —pregunta Dagge.

Jonas asiente.

—Tenemos… que darnos prisa… puede volver en cualquier momento.

—¿Quién?

—Venga, vamos —digo yo desde la puerta, en tono angustiado.

Dagge lo ayuda a ponerse en pie. Cuando intenta dar un paso se tambalea y se agarra a Dagge, que casi se cae por el peso.

—Daos prisa —les apremio, cada vez más preocupado.

—Ve delante —dice Dagge—. Vigila que no venga nadie.

Con «nadie» me imagino que se refiere al loco que ha tenido a Jonas encarcelado, sea quien sea, aunque en realidad no quiero saberlo. Ahora no. Me pongo junto a la escalera y levanto la cara hacia el cielo plomizo. El olor de la hierba humedecida por el rocío me llena las fosas nasales y me recuerda que hay un mundo fuera que no huele a orina ni a miedo.

Dagge llega enseguida, ayudando a Jonas.

Miro la hora. La una menos cuarto.

Subo hasta el nivel del suelo, rastreando con la linterna. Empiezo a pensar en Jack el Saltarín. Los ojos llameantes, las garras de acero que rasgaban y arañaban. ¿Y si ha vuelto? «¡De la oscuridad en donde desapareció!» Pero antes de darme cuenta de lo tontas que son mis fantasías, me llega un ruido que me hace volver la cabeza y dirigir la linterna hacia el mismo lugar. Algo se esconde detrás de los robles. Oigo su pesada respiración a través del viento.

—¿Qué pasa? —pregunta Dagge.

Tengo un nudo en la garganta, no acierto a emitir sonido alguno.

Jack el Saltarín.

En ese mismo momento aparece a la luz de la linterna, aparece, no salta. Es un hombre alto y gordo, con un albornoz cubierto de manchas que le llega por encima de las rodillas. La calva le brilla como una bola de billar a la luz de la linterna.

—¿Por qué no me dejáis en paz?

Es la primera vez que oigo la voz de Buda. Una voz clara e infantil.

—Éste es mi escondite. Sólo mío.

—¡Cierra la puerta! —gimotea Jonas detrás de mí.

—¡No! ¡Entonces nos cogerá!

Dagge se abre paso en la escalera y pasa delante de mí, saca la navaja y hace un amago de ataque contra Buda mientras nos grita:

—¡Marchaos ahora!

Se oye la afilada hoja rasgando el aire repetidas veces. Buda permanece inmóvil, siguiendo los movimientos de la navaja con expresión molesta, como si una mosca zumbara a su alrededor.

Mientras Jonas y yo huimos de la furia pasiva que se va vislumbrando en los ojos del gigante, Dagge intenta entretenerlo. Pero sus pasadas de navaja, cada vez más desesperadas, no parecen atemorizar a Buda, como si lo hubiera amenazado con un simple palillo. Con el mismo limitado sentido del rumbo, que yo recuerdo de cuando oímos sus pasos en la escalera, empieza a avanzar hacia Dagge. La navaja le araña la cara, pero él se limita a fruncir el ceño y continúa su marcha hacia delante, como un robot. Dagge echa a correr, pero en la oscuridad pisa en falso, suelta un quejido y cae de bruces.

Buda baja la mirada hacia Dagge, que intenta levantarse. De pronto el gigante se echa a reír. Una alegría auténtica e infantil brota a borbotones de su garganta, tal como sale el refresco por el cuello de una botella agitada.

—¡Que os vayáis ya! —grita Dagge.

Mi sentido común se muestra de acuerdo: «No tienes la menor posibilidad con Buda, y por lo menos tú te puedes salvar con Jonas». Pero no me muevo del sitio. Dagge nunca me dejaría en la estacada. «No se abandona a un compañero».

Con una decisión que me recorre el cuerpo como una corriente eléctrica, cojo la linterna, me doy la vuelta y dirijo la luz hacia la cara de Buda. La estratagema surte el efecto que yo esperaba. Buda retrocede y se protege los ojos con la mano. Con todas mis fuerzas le tiro la linterna, que rebota contra su frente con un sonido sordo. El enorme cuerpo se tambalea y se derrumba bajo su propio peso.

—¡Venga, vamos!

A pesar de que Dagge es corpulento y pesa bastante, consigo ayudarlo para que pueda utilizar su otro pie e ir saltando. Pero sólo ha sido una corta prórroga. Por el rabillo del ojo veo que Buda se levanta secándose la sangre de la calva.

—Espera, voy a ayudaros —dice Jonas.

Con Dagge colgando entre nosotros dos nos retiramos hacia la cancela. Allí hay una bicicleta. Alguien tiene que correr.

—¡Cojed la bici! —dice Dagge.

—¿Es que siempre has de hacerte el héroe?

—¿Quieres sentarte en el manillar?

Me vuelvo hacia Jonas.

—¿Tienes fuerzas para pedalear?

Asiente.

Antes de ponerme en marcha miro por encima del hombro. Buda se ha quedado junto a la verja. Su cara redonda y blanca luce como una luna llena contra el oscuro fondo.

—¡Venga, Joel! —grita Dagge.

Voy corriendo detrás de la bicicleta, que desaparece tras la curva.

Ya no vuelvo a girar la cabeza.

Los veo de nuevo en casa de los Johansson. Jonas ya está en la puerta, esperando a que alguien oiga sus llamadas. Sin aliento y cubierto de sudor, me quedo agachado en el arcén, al lado de Dagge.

Me pasa el brazo sobre los hombros.

—Gracias, amigo mío.

—¿Cómo tienes el pie?

—Creo que me he torcido el tobillo. —Mira hacia la carretera—. Parece que se ha rendido.

Me pregunto si habrá llegado a salir del jardín. Yo no oí pasos detrás de mí.

—Buda. Quién iba a imaginarlo.

Se enciende una lámpara en la ventana. Al cabo de un par de segundos se abre la puerta y una voz masculina pregunta qué puede querer Jonas a esas horas de la noche.

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