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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (7 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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—¿Puedo preguntar una cosa?

Asiento con la cabeza.

—¿Qué es lo que he hecho a Dagge?

—¿Qué quieres decir?

—Venga, ya lo sabes.

—Bah, ya se sabe cómo es Dagge.

—¿Y por qué no viene?

—Se queda en su casa, jugando al billar.

—Yo también juego. Podríamos echar una partida todos juntos.

Es verdad. Pero no sé qué contestar.

—Por cierto, ¿es bueno?

—Muy bueno. Su padre le enseñó.

—Pero está muerto —interviene Larsa.

—¿El padre?

—Se suicidó. Pero no menciones el tema delante de Dagge.

4

Aquel día el padre de Dagge no llegó a bajar al sótano para jugar al billar como hacía todos los días después del trabajo.

A las seis, cuando Dagge ya había cenado y hecho los deberes, su madre le dio permiso para que preparara la partida de billar de la noche. Diez minutos más tarde se sentó a esperar a su padre con el taco recién entizado apoyado contra el muslo. Las bolas ya estaban colocadas en el triángulo y en el borde de la mesa había puesto dos latas de cerveza que había traído de la nevera. El padre se retrasaba, pero la verdad es que tampoco era raro. A veces tenía que quedarse a trabajar, aunque siempre llamaba. El padre no se habría perdido una partida por nada del mundo. Aunque a Dagge no siempre le apetecía jugar. A veces habría preferido salir con los amigos o hacer el vago mirando la tele. Sin embargo, nunca se había atrevido a decirlo, no porque tuviera miedo de que su padre se enfadase, porque casi nunca lo hacía. En realidad sólo había perdido los estribos una vez, cuando Dagge dio con el taco sobre el paño tras fallar un golpe sencillo que le habría dado la victoria.

El taco sólo se astilló un poco, pero a Dagge le cayó encima una buena. Dagge apenas se dio cuenta de lo que sucedía, sólo sabía que de pronto se encontró en el suelo notando el sabor de la sangre, porque se había mordido la lengua. Después recordaba la expresión petrificada de la cara de su padre y cómo agachó la cabeza. Y sobre todo recordaba la confusión y la humillación que sintió. Su padre no le había pegado nunca. Lo vivió como una traición, una puñalada por la espalda.

Cuando se acostó, sintió las lágrimas quemándole bajo los párpados y le entraron ganas de romper todos los tacos y quemarlos en el jardín. Pero en lo más profundo del negro nudo de odio afloraban otros sentimientos: las frías lágrimas de la culpa y el desprecio de sí mismo. Si no hubiera fallado, su padre nunca le habría pegado y él no estaría allí, escondido bajo el edredón, luchando contra las lágrimas. Su padre no soportaba a los lloricas. No tenía problemas en soplarle un dedo que se hubiera pillado en la puerta ni en ponerle una tirita en la rodilla herida, pero eso de abrazar y consolar, no. Los chicos no lloran.

Dagge ya empezaba a calmarse cuando oyó que llamaban a la puerta. Era su padre, quien le preguntó con su voz más dulce si podía entrar. «Pasa —dijo Dagge—. La puerta no está cerrada». El padre se sentó apesadumbrado en el borde de la cama. Parecía cansado y viejo. El pelo, que siempre llevaba peinado hacia atrás y brillante como un espejo, le caía en mechones sobre las orejas. Olía a alcohol y a tabaco.

Un poco torpemente acarició a su hijo. Era raro que se tocaran.

—Perdona que me haya enfadado tanto. No era mi intención. No te duele, ¿verdad?

Dagge negó con la cabeza. Su padre se quedó callado un momento, pensativo, dándole vueltas al anillo de sello que llevaba en la mano derecha, la misma mano que hacía un par de horas se había convertido en un puño.

—Te voy a explicar una cosa. Cuando yo tenía tu edad no destacaba en nada. No iba bien en los estudios, tenía problemas con la lectura y la escritura. Los maestros me reñían y mis compañeros de clase se burlaban cuando tenía que leer en voz alta. En casa, mi madre me castigaba y mi padre me insultaba.

»Un día acompañé a mi tío a un salón de billar en la ciudad. Nunca había jugado al billar antes, pero me enseñó cómo tenía que coger el taco y después jugamos una partida. Naturalmente mi tío ganó, pero después me dio unas palmadas en el hombro y me dijo algo que nunca me habían dicho antes: “Lo has hecho muy bien, chaval.”

»No te puedes imaginar lo feliz que me sentí. Y no eran sólo palabras vacías: sabía que tenía talento para el juego. Pero el talento no basta si no se entrena, y yo lo hice. Prácticamente vivía en el salón de billar. Por fin había encontrado algo en lo que destacaba. Aquella sensación era superior a cualquier otra cosa.

Rodeó con un brazo los hombros de Dagge y, bajando la voz, le dijo:

—Tú tienes talento, Dag. Lo supe desde el principio. ¿Entiendes lo que intento decirte?

Dagge lo entendía. Entendió que su padre se disgustaría si dejaba de jugar.

—Un día me vencerás. Y te aseguro, hijo mío, que ese día no está lejos.

Y aquella noche de hace casi tres años, mientras Dagge estaba sentado esperando a su padre, sabía que había llegado el día del que su padre hablaba. Por primera vez, desde que le puso un taco de billar en sus manos infantiles y lo levantó a la altura de la mesa de billar, presentía que iba a ganar. Se sentía invencible. Era una sensación intensa y embriagadora que casi lo hacía elevarse del suelo. De pronto comprendió lo que le decía su padre. No le iba demasiado bien en los estudios, pero no porque fuera disléxico como su padre, sino porque le aburría: no había nada en la escuela que consiguiera animarlo o despertar su interés, y los profesores llegaban a preguntarse si era vago o tonto.

Su padre tenía razón. El billar era lo suyo.

Había pasado media hora y su padre aún no había llegado a casa. Tampoco había llamado. Cuando transcurrió otra media hora, Dagge lo llamó al trabajo, donde le dijeron que su padre había salido hacía una hora. Dagge sabía que su padre no solía tardar más de veinte minutos en llegar. A veces se paraba por el camino para comprar cerveza o sellar las quinielas, pero una hora era demasiado. Su madre le decía que no se preocupase, que seguro que había pasado por la casa de algún vecino. En el peor de los casos se le podría haber estropeado el coche. Dagge no paraba de caminar de un lado para otro por el sótano. Unas imágenes terribles relampagueaban en su cabeza. Su padre había volcado y yacía atrapado entre los restos del coche. Su padre había recogido a un autoestopista que había resultado ser un psicópata fugitivo, que había acabado con él y lo había metido en el maletero.

¡No debía abandonarse a semejantes pensamientos!

La posibilidad de que su padre hubiera tenido un pinchazo o se hubiera detenido a tomar algo era, a pesar de todo, mayor que la de haber sido asesinado o haber chocado contra un camión. ¿Por qué pensar en lo peor?

Dos horas más tarde llamaron a la puerta, pero no era su padre, como se imaginó Dagge cuando subió corriendo la escalera del sótano para abrir, sino dos hombres de uniforme con expresión muy seria. Después se le iluminó la mente: ¿por qué iba a llamar su padre a la puerta si nunca estaba cerrada y además él llevaba llaves?

Los hombres se presentaron como policías y le dijeron que querían hablar con su madre. La madre, que también había oído el timbre, ya estaba en el recibidor. Cuando preguntó lo que pasaba, los hombres se identificaron y le preguntaron si podían hablar con ella a solas. Dagge notó que su madre palidecía y titubeaba, como si le hubiera dado un mareo, pero se recuperó enseguida e invitó a los policías a que pasasen a la sala de estar.

Dagge se quedó en el recibidor. La inquietud lo dominaba como un ataque de fiebre. ¿Por qué no podía saber él lo que había pasado? Las imágenes catastróficas acudían de nuevo a su cabeza. Su padre malherido entre los restos del coche. Su padre asesinado en el maletero.

La policía. Entonces cayó en la cuenta. La respuesta estaba tan clara que casi se echó a reír de su propia insensatez por no haberlo pensado antes.

Desde hacía unos años su padre destilaba alcohol en casa, con un alambique que escondía en el armario del lavadero. Pasó mucho tiempo hasta que Dagge descubrió para qué servía el aparato. Dagge había oído discutir a sus padres varias veces y fue entonces cuando se enteró de que lo que hacía su padre era ilegal. Además, su madre se ponía enferma con el olor que se extendía por toda la casa.

Habían pillado a su padre. Sintió un gran alivio. Quizás a alguien le pueda extrañar que uno se alegre de que su padre vaya a la cárcel, pero para Dagge eran buenas noticias. Al menos en comparación con lo que podría haber ocurrido. Incluso le parecía una situación atractiva.

Cuando los policías acabaron de hablar con su madre, Dagge estaba sentado en la cocina tomando un vaso de leche con cacao.

Su madre había llorado y estaba muy pálida. Se acercó a él y lo abrazó.

No dijo nada, lo abrazó con fuerza durante un largo rato, mientras sus lágrimas le humedecían la camiseta. Tampoco él dijo nada, porque en su interior comprendió que se había equivocado. La visita de la policía no tenía nada que ver con el aparato que había en el lavadero. La policía había venido a comunicar que su padre estaba muerto.

Muerto.

Su padre dejó una carta. Estaba encima del salpicadero del coche, metida en un sobre blanco, uno de esos de las felicitaciones de cumpleaños. Su madre se lo dio a Dagge unos días más tarde. Le dijo que no había leído la carta, pero le explicó que la policía la había examinado. Luego habían vuelto a cerrar el sobre cuidadosamente.

«Para Dag», se leía. Se llevó la carta a su habitación. Se quedó sentado un buen rato sobre la cama, acariciando el sobre blanco. Al rato sacó del bolsillo la navaja y con manos temblorosas abrió el sobre, desdobló la carta y empezó a leer. La leyó varias veces, pero no entendía nada. Las palabras se entremezclaban como negras manchas de tinta sobre el fino papel. Al final se rindió y metió la carta entre las páginas de
El gran libro del billar
, que le habían regalado cuando cumplió los siete años.

De vez en cuando sacaba la carta para leerla en silencio, y a veces en voz alta, para sí mismo.

Seguía sin entender nada.

Por primera vez desde hace tiempo Dagge nos acompaña al Nido de Águilas. Hay una explicación. Jonas no está. No lo hemos visto desde hace días. Cuando lo vamos a buscar su madre abre la puerta y nos dice que lo siente mucho, pero que Jonas está ocupado. De todas formas nos invita a bañarnos en la piscina. Vamos a buscar a Dagge al sótano. Cuando oye lo de Jonas, primero sospecha.

—¿Habéis preguntado en qué está tan ocupado?

—No, la verdad es que no. ¿Qué más da?

—Eso no lo sabemos —contesta Dagge con un tono de voz cargado de sospecha, como si creyera que Jonas está en casa trazando un plan para dominar el mundo.

Naturalmente, nos alegramos de que Dagge se venga con nosotros, aunque también echamos de menos a Jonas. O más bien echamos de menos su piscina.

Hace tres semanas que nos encontramos con Jonas en el cruce. Nos hemos visto casi todos los días, en su casa o en el Nido de Águilas. Nos han cautivado sus historias, como la del huracán de Costa Rica y la de
Sultán
(y un montón de otras historias que tomaría demasiado tiempo repetir ahora); nos impresionan su lujosa habitación, su piscina cubierta y la serpiente pitón.

Pero ¿es Jonas nuestro amigo? Tres semanas no es tiempo suficiente como para trabar una auténtica amistad, así que es demasiado pronto para contestar a la pregunta. Dagge ya se ha formado su opinión, pero los demás no estamos tan seguros.

Está nublado y sopla el viento, así que nos sentamos en la cabaña y hacemos lo de siempre que hace mal tiempo: jugamos al póquer. Siempre apostamos dinero, no grandes sumas, claro, pero lo suficiente como para dar un poco de interés al juego. Tengo una mano mala de verdad, una pareja de treses y estoy pensando en descartarlos y apostarlo todo en el próximo reparto. Me balanceo adelante y atrás. Al final decido conservar la pareja y renunciar al resto de las cartas. Dagge me sirve otras tres. El corazón me da un vuelco. Cuatro treses: un póquer. Miro lo que tengo en el bolsillo. ¡Ésta va a ser la mía! Todos me miran vacilando cuando pongo tres coronas en la caja de refrescos puesta boca abajo. Ya hay cuatro coronas apostadas.

Larsa y Pierre pasan. Por encima de los naipes miro nervioso a Dagge, que está pensando, o intenta aparentar que piensa. Enciende su tercer cigarrillo. El humo me escuece en los ojos.

—¿Qué demonios estará haciendo? —suelta de pronto Larsa.

—¿Jonas? —pregunto.

Larsa asiente con la cabeza.

—¿Creéis que se ha cansado de nosotros?

—Ya veo que no habéis entendido nada —dice Dagge, que expulsa una nube de humo.

—¿Cuánto tiempo creéis que se va a quedar en Rosenhill? Me apuesto algo a que se va antes de que acaben las vacaciones de verano.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Larsa.

—¿No te das cuenta?

Dagge hace un gesto con el brazo esparciendo ceniza a su alrededor.

—Rosenhill es sólo una parada en su gira mundial. En cuanto despegue el avión hacia el siguiente punto, nos habrá olvidado.

—¿Tú crees?

Dagge suspira.

—Recapacita, Larsa. ¿Qué tienes tú de interesante?

Larsa o Pierre o incluso yo; no hace falta que nos comamos el coco ¿Qué es el Nido de Águilas comparado con la piscina cubierta, las historias de fantasmas de Pierre comparadas con
Sultán
, el peligroso perro guardián? ¿Trescientas coronas al mes comparadas con nuestras míseras cincuenta?

Nuestro buen humor se ha evaporado. Mudos y desalentados nos miramos en la oscuridad. Me siento como una vez que mi madre me compró unos tejanos de marca para ir a una fiesta del colé. Yo fui tan orgulloso y contento, y al final resultó que nadie se fijó en mí, mucho menos las chicas, que sólo tenían ojos para Tompa, el chaval más popular de la clase.

Nunca seremos suficiente, por mucho que nos esforcemos.

—Te olvidas de una cosa —digo.

—¿De qué?

—Jonas está solo —apunto—. No tiene amigos.

—Claro —admite Dagge—. Pero no puede ser nuestro amigo. No es como nosotros, y él lo sabe. Y no sólo eso: cuando os hartéis de bañaros en su piscina, de sus historias o de su dichosa serpiente, ¿qué le quedará a él? Aunque eso no llegará a pasar, ¿sabéis por qué? Porque se habrá ido antes de que os canséis de él.

—Ya veremos —digo yo—. Bueno, ¿qué decides?

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