No sabía dónde estaba, pero unos ronquidos me indicaron que había ido a parar a una celda donde probablemente dormía una monja. Saqué del zurrón la linterna que también habíamos comprado y comprobé, al querer usarla, que tenía entre las manos la butifarra y que, en el nerviosismo propio de las circunstancias, había ofrendado a los perros la linterna. A ciegas, pues, y, procurando mantenerme lejos de los ronquidos, atiné con una puerta cuyo pomo giró sin resistencia. La puerta se abrió y salí a un corredor que recorrí tanteando las paredes y que torcía en ángulo recto siempre a la izquierda, por lo que di varias vueltas completas regresando siempre al punto de partida. Ya para entonces había yo perdido todo sentido de la orientación y del tiempo. No quería probar lo que había detrás de las puertas que mi mano iba encontrando, porque temía que correspondieran a otros tantos dormitorios. Sin embargo, y descartando la idea de que el corredor no tuviera salida y de que las monjas accedieran a sus aposentos por las respectivas ventanas, me dije que alguna de las cien puertas que llevaba tanteadas tenía que comunicar con el resto del edificio. Pero, ¿cuál?
Hurgándome con firmeza las fosas nasales, cosa que ayuda mucho a la reflexión, di en pesar en la especial idiosincrasia de las órdenes religiosas y encontré pronto la forma de resolver el problema que se planteaba. Volví a recorrer el pasillo entero, examinando esta vez al tacto las puertas que iba hallando al paso, y advertí con alegría que una sola de todas ellas tenía cerradura. Con una lima de uñas que llevaba en el zurrón y la experiencia adquirida en mi pasado delictivo, forcé la cerradura y desemboqué en una escalera que ascendía al primer piso.
Llegué a un refectorio en cuyas mesas estaban colocados ya los útiles del desayuno. Aquello me recordó que desde la cena de la noche anterior no había comido nada. Me senté en una de las banquetas y di cuenta de la butifarra, que, con todo y estar cruda, me supo a gloria. Repuestas las fuerzas, proseguí mis exploraciones. Resumiré los incidentes de aquel interminable peregrinar por el internado diciendo que encontré por fin, gracias a la minuciosa descripción suministrada por Mercedes, la puerta del dormitorio de las alumnas, que forcé con la lima la cerradura y que entré sigilosamente en él sin despertar a sus ocupantes. El dormitorio era una sala rectangular y vasta a cuyos lados se alineaban en doble fila las camas. A la izquierda de cada cama había una mesita de noche y a la derecha una silla donde reposaban esmeradamente doblados los uniformes de las niñas y, ¡oh, visión turbadora!, sus respectivas braguitas. Un rápido cálculo me hizo saber que era yo el único varón entre sesenta y cuatro angelitos en el vértice de la pubertad. Sólo me faltaba determinar cuál de las sesenta y cuatro niñas era la hija del dentista para dar cima a la primera etapa del plan. Se preguntará usted, sin duda, querido lector, cómo iba yo a reconocer a la niña en cuestión, a la que nunca había visto, y si tal es el caso, hallará la respuesta en el capítulo siguiente.
EN LA CRIPTA
POR SEGUNDA VEZ en la noche, que no en mi vida, me puse a cuatro patas y empecé a gatear por entre las camas tanteando los zapatos aparejados bajo las sillas. Todos estaban húmedos por la lluvia, salvo un par: los de la hija del dentista. Singularizado de esta forma tan sencilla el objeto de mis pesquisas, dio principio la segunda y más peliaguda parte del programa. Saqué del zurrón un pañuelo impregnado en purodor, sustancia muy apreciada en los wáteres de los cines de barrio, y me cubrí con él nariz y boca, anudándolo en la nuca y adquiriendo aspecto de malo de película del oeste. Saqué luego una ampolla de éter que Mercedes, siguiendo mis enseñanzas, había pispado de una farmacia mientras yo distraía a las dependientas haciendo como que quería pedir preservativos y no me atrevía a explicarlo. Con la lima de uñas rompí la ampolla y el éter se evaporó ante las naricitas de la niña, a las que había aproximado el fármaco. No tuve que aguardar ni cinco segundos a que la niña se incorporara en el lecho, apartase la sábana y el cobertor y pusiera los pies en el suelo. La tomé con delicadeza del brazo y la conduje a la puerta sin que nada alterase su docilidad. Ajusté la puerta a nuestras espaldas y juntos anduvimos los baños, la escalera, la recámara y, por último, la capilla, llegando así hasta la falsa lápida, en la que se leía V.H.H. y la frase HINC ILLAE LACRIMAE. Dejé a la niña inmóvil junto a un armarito que contenía ornamentos litúrgicos y tiré con fuerza de la argolla que sobresalía de la lápida. La condenada losa no se desprendía y me extrañó que en su día Mercedes, entonces adolescente frágil, hubiera podido levantarla con sus solas fuerzas. Tras varios intentos extenuantes, cedió la piedra, que retiré, dejando en su lugar un hueco oscuro y maloliente. Me metí en el hoyo, tropecé, caí de boca y me encontré abrazado a un horroroso esqueleto. Sofoqué a duras penas un grito y salí precipitadamente de la huesa, sin dejar de preguntarme qué había pasado, hasta que se hizo la luz en mi cerebro y maldije mi estupidez. ¡Asno de mí! En mi precipitación, me había equivocado de sepultura y había profanado la que contenía los restos mortales de V.H.H. Si mi desconocimiento de los idiomas extranjeros no hubiera sido tan craso, habría reparado en que la inscripción grabada en la losa que acababa de levantar no era la que Mercedes había citado. Pero, lerdo como soy, tomé una leyenda por otra, como el suizo aquel al que conocí en cierta ocasión, que, no sabiendo en castellano otra palabra que puñeta, la repetía dondequiera que iba en la creencia de que así hablaba el idioma del imperio y de que todo el que le oyera debía interpretar acertadamente sus intenciones. Yo, en aquella oportunidad, le había vendido como cocaína lo que no eran sino polvos de talco, que el presuntuoso y obtuso suizo pagó a tocateja e inhaló con entusiasmo hasta quedar hecho un payaso. Y ahora era yo el que cometía idéntica torpeza. Nunca diga usted, lector, de esta agua no beberé.
Repuesto del susto, pero aún agitado, utilicé el pañuelo que me cubría los orificios respiratorios para restañarme el sudor de la frente, hecho lo cual, guardé distraídamente el pañuelo en el zurrón, descuido este que, como se verá, había de costarme caro.
La losa fetén, por así decir, estaba contigua a la que yo había levantado y cedió al primer tirón, dejando franco acceso a las escaleras que Mercedes me había descrito, por las que descendí empujando a la niña, no fuera a haber alguna celada oculta. La oscuridad era total y lamenté grandemente la pérdida de la linterna. Por precaución y quizá por nerviosismo, apreté tanto el brazo de la criatura que ésta se puso a gemir en sueños. Admito que mi tratamiento era poco considerado, pero debo recordar a quien así lo estime que estábamos entrando en un laberinto y que sólo la tonta cataléptica que me había agenciado podía guiarme de forma segura por aquel dédalo de corredores, razón esta por la que la había secuestrado, que, de otro modo, a buena hora habría yo andado haciendo de ayo por el subsuelo. A quien otros pensamientos abrigue le aclararé que la niña tenía cara de lechoncito y que estaba en una fase de desarrollo en la que nada bueno se podía hacer con ella, salvo en la esfera de lo educacional. No faltará, por último, quien alegue que el hecho de haber recorrido en estado hipnótico el laberinto una vez no implicaba que pudiera repetir ahora la suerte con igual éxito, y responderé yo a esta persona que tiene toda la razón, pues apenas hubimos recorrido cien pasos nos perdimos. Seguimos caminando y caminando y un corredor llevaba a otro y éste a otro más, sin más lógica ni sistema que la mala voluntad de quien concibió aquel desvarío.
—Mucho me temo, guapa —dije a la niña, aun sabedor de que no podía oírme—, que esto es el fin. No diré que no me importa, porque tengo un férvido y, al decir de muchos, injustificado apego al pellejo, pero es hasta cierto punto normal que un pendejo como yo acabe sus días en esta alegoría arquitectónica de mi trayectoria vital. Siento, en cambio, muchísimo que tengas tú que correr mi misma suerte sin comerlo ni beberlo. Éste parece ser el destino de algunos seres humanos, como parecía dar a entender tu padre no hace mucho, y no seré yo quien objete ahora precisamente el orden del universo. Hay pajaritos que sólo sirven para polinizar flores que otros animales se comen para dar leche. Y hay quien de esta concatenación saca enseñanzas. Es posible que las haya, no sé. Yo, pobre de mí, siempre me he empeñado en ir a la mía, sin tratar de entender la maquinaria de la que quizá soy pieza, como el escupitajo que en las gasolineras echan a las ruedas después de inflarlas. Pero esta filosofía, si es que es alguna, no me ha dado buen resultado. Ya me ves, nena.
Esta triste perorata, moraleja de mi vagar por el mundo, no me impidió advertir que el aire, enrarecido y polvoriento, del corredor por el que íbamos, se penetraba poco a poco de un vago olor a brillantina o a loción facial para después del afeitado, lo que me hizo pensar que podía haber un hortera al acecho. Saqué del zurrón el martillo que con fines de defensa me había procurado y para hacerlo tuve que soltar a la niña. Cuando quise asirla de nuevo, mis manos sólo asieron el vacío. De pasada diré que una pistola habría sido artículo más práctico que un martillo, pero su adquisición en una armería habría suscitado problemas insolubles de licencia y el mercado negro me estaba vedado, ya que los precios se habían disparado recientemente merced a la proliferación del terrorismo.
Supuse, al principio, que la niña se me habría adelantado y quise apretar el paso para alcanzarla, pero las piernas me pesaban y sólo con un esfuerzo pude seguir andando. Sentí un retortijón que atribuí a la butifarra que acababa de jamarme y un ligero mareo no del todo desagradable. Me caí, me levanté y proseguí la marcha, sin parar, sin parar, hasta que me pareció que no había hecho otra cosa en toda mi vida. Entonces, muy a lo lejos, percibí una fosforescencia verdosa y creí oír una voz que me llamaba diciendo:
—Eh, tú, ¿a qué esperas?
Y yo, que de buena gana me habría sentado en el suelo, me dirigí a la fosforescencia, porque la voz que me incitaba a porfiar en mi empeño era la de Mercedes y pensé que tal vez necesitaba mi ayuda. Tanto me costaba moverme, sin embargo, que tuve que dejar el martillo y el zurrón en el suelo y no dejé también los jirones de ropa que aún llevaba porque no se me ocurrió semejante desatino. Un silbido empezó a perforarme los tímpanos y, cuando quise llevarme las manos a las orejas, advertí que no podía levantar los brazos.
—Vamos, vamos —decía la voz de Mercedes.
Y yo me iba repitiendo para mis adentros.
—No te engañes, desgraciado, que todo esto es una alucinación. El corredor está lleno de éter. Ve con cuidado: es una alucinación.
—Eso decís todos —se rió Mercedes—, pero luego os comportáis como si no lo fuera, cochinos. Anda, ven, toca mis mollitas y verás si soy o no fruto de tu imaginación.
Y su figura, que se perfilaba ahora con claridad contra la luz verdosa de la cripta, tendía hacia mí unos brazos invitadores que apenas si rebasaban en longitud el melonar celestial que entre ambos descollaba.
—Sólo un espejismo —le dije— habría podido conjeturar la naturaleza de mis inclinaciones por ti, Mercedes.
—¿Y qué más da eso —dijo ella sin especificar a qué se refería—, si ha servido para que encontraras el camino que habías perdido?
Y una voz en la penumbra, detrás de mí, añadió:
—Aunque poco te va a durar la engañifa, paloma.
Y cuando quise volverme a ver quién había proferido frase tan amenazadora como aquélla, Mercedes me ciñó con sus brazos, inmovilizándome como Bengoechea inmovilizaba a Jarres en las veladas del Iris y reduciéndome a la impotencia defensiva, que no procreadora, como estuve a pique de demostrar precozmente.
—¿Quién anda ahí? —pregunté muerto de miedo.
Y de su escondrijo salió un negro fornido, lustroso y cubierto con un taparrabos de lamé, el cual, aprovechando mi inmovilidad, se acercó a mí, tanteó mis glúteos y dijo con palmario sarcasmo:
—Yo soy aquel negrito del África tropical. —Y agregó haciendo restallar contra su piel aceitada el elástico del braslip—: Y te voy a demostrar las múltiples cualidades de este producto sin par.
—Yo no soy gay —grité recurriendo a la terminología al uso, de la que le hice enterado—. Tengo problemas, como todo el mundo, pero no soy lo que usted piensa. Bien es cierto que no tengo nada contra la gayez, salvo que repruebo el uso de un barbarismo habiendo en nuestra lengua tantos sinónimos idóneos, fenómeno en el que veo, por lo demás, no sólo el servilismo de nuestra cultura a lo foráneo, sino un cierto pudor a denominar a las cosas por su nombre.
Pero el negro había sacado de su abultado taparrabos un librito de bolsillo, del que leía con voz monótona un pasaje.
—Todos tenemos un cierto porcentaje de ambigüedad latente en nuestra personalidad —dijo resumiendo lo leído y guardándose el libro en la entrepierna—, que hemos de aprender a sobrellevar sin orgullo ni vergüenza. Ya ve usted, por ejemplo —dijo señalando el bulto del libro—, que lo que se dice de los negros es algo meramente cultural. Y perdone el juego de palabras fácil, pero el amor a la paradoja es inherente a las culturas poco complejas.
—Alucinaciones o no —dije desprendiéndome no sin pena del abrazo de Mercedes—, no me someterán ustedes a un psicoanálisis barato y tendencioso. Yo he venido aquí a resolver un caso, y eso pienso hacer con su permiso o sin él.
Y corrí hacia el otro extremo de la cripta en pos de una salida no tanto airosa como rápida. En mi carrera me iba preguntando qué se habría hecho de la pobre niña, a la que imaginaba vagando aún por los corredores del laberinto, cuando un topetazo con una superficie horizontal y dura me hizo volver a la realidad, si en ella estaba. Miré y vi que había chocado con una mesa baja, de patas de hierro y plancha de mármol, que recordaba en algo el mostrador de una pescadería, sobre la cual se distinguía la forma hierática y poco acogedora de un cadáver macilento. Di un respingo y aparté la vista, convencido de que había escapado de una alucinación para caer en manos de otra menos placentera si cabe que la anterior. Volví a mirar de soslayo para comprobar si el cadáver seguía allí y advertí con desmayo que así era. Y no sólo eso, sino que reconocí en el muerto al sueco ubicuo a quien había dejado sentado en una butaca de casa de mi hermana la víspera.
Sus carnes, otrora firmes, daban muestras de ajamiento, de una blandura de estofado de pensión. Para acabarlo de arreglar, un sollozo velado salía de debajo de la mesa. Me acuclillé y vi a mi hermana agazapada y llorosa. Vestía un camisón desgarrado y sucio e iba desgreñada, descalza y sin pintar.