El misterio de la cripta embrujada (14 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Narrativa

BOOK: El misterio de la cripta embrujada
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Era pasado el mediodía cuando hizo su entrada el tren en Barcelona-Término. Salté del vagón y me oculté entre las ruedas del Talgo, escondrijo que abandoné a la carrera cuando un bocinazo intransigente, como correspondía a la categoría de la línea, me indicó que aquél estaba por arrancar. Ya en la calle, corrí al lugar donde todo investigador va a dar más pronto o más tarde: el registro de la propiedad, sito en un recoleto y soleado piso de la calle Diputación, al que llegué pocos minutos antes de que cerraran. Un pretexto malamente urdido hizo que me dejaran evacuar las supuestas diligencias que improvisé. El tufillo a pescado, estratificado sobre los restantes olores, ahuyentó a los somnolientos pasantes que aún ramoneaban por el local y a los jovencitos ambiciosos que persistían en la búsqueda de solares con los que especular. A mis anchas, pude entregarme a toda suerte de buceos registrales y al cabo de cierto tiempo encontré lo que buscaba y confirmé mis sospechas: la finca que ahora era el colegio de las madres lazaristas había pertenecido entre 1958 y 1971 a don Manuel Peraplana, que la vendió a las monjas por una suma exorbitante, habiéndolo adquirido en el 58 por una mínima fracción de su precio a un tal Vicenzo Hermafrodito Halfmann, de nacionalidad panameña, anticuario de profesión, residente en Barcelona desde 1917, quien, en esta última fecha, había adquirido el terreno, a la sazón baldío, y edificado en él la mansión. No me cabía duda de que el panameño, junto con aquélla, había construido otro edificio en un predio colindante o, al menos, próximo, y había puesto ambos en comunicación, vaya usted a saber por qué, mediante un pasadizo secreto que partía de la falsa tumba del ábside de la capilla. Probablemente Peraplana había descubierto el pasadizo, y lo había utilizado para sus perversos propósitos. Ahora bien, ¿por qué había vendido Peraplana la mansión a las monjitas si en 1971 todavía se servía del pasadizo? Y ¿adónde conducía el susodicho? Traté de averiguar qué otros inmuebles poseían Peraplana o el ya citado Halfmann, pero el registro, organizado por fincas y no por propietarios, no daba fe de ello. Me era preciso, pues, hablar directamente con Peraplana y a su casa me dirigí, aun consciente de los peligros que tal iniciativa entrañaba.

Capítulo XIII

UN ACCIDENTE TAN IMPREVISTO COMO LAMENTABLE

AL LLEGAR a la puerta de la torre me aguardaba un contratiempo con el que no había contado: una pequeña multitud, valga la paradoja, se aglomeraba frente al seto en actitud expectante. Reconocí entre los congregados a las criaditas a las que había sonsacado la tarde anterior y deduje de su presencia que la boda, que según mis cálculos debía celebrarse en unos días, estaba por llevarse a cabo, quizás anticipadamente. Me agencié en un quiosco cercano una revista tras la cual ocultar mi rostro y me colé entre los circunstantes mientras pensaba a la desesperada cómo introducirme en el coche nupcial que había de llevar a la contrayente y a su padre, si mi noción del ceremonial prescrito para tales solemnidades no me engaña, cosa que me parecía poco menos que irrealizable, pero que tenía que intentar si no quería que los recién casados se me fueran de luna de miel a Mallorca o a dondequiera que vayan los ricos en tales ocasiones, lo que habría dificultado, pero no finido, mis denodados esfuerzos.

La espera se prolongaba y tuve ocasión de hojear la revista. Saqué la conclusión de que en los tiempos que corrían, los jovencitos se dedicaban a escribir sobre política, arte y sociedad en tanto que los viejos se desahogaban retozando en el toril de lo sicalíptico. Una coterránea de Ilsa, llamada Birgitta y dotada de unos senos algo caídos para su estado temprano de desarrollo, se manoseaba «iniciándose en los misterios órficos de sus curvas recientes». Un vaivén de la multitud me impidió leer lo que sin duda eran las fantasías de un cerdo en apuros. Asomando los ojos y la parte correspondiente de la cabeza por sobre la revista, vi que se abría la puerta de la torre de los Peraplana y que de ella salían dos policías de gris uniformados. Me asusté al pronto, pero enseguida comprendí que no era mi presencia lo que motivaba la suya, pues formaban guardia en las escaleras como si esperasen la salida de un cortejo. Inferí que a la boda asistía alguna autoridad local y estaba por gritar ¡viva la novia! cuando me apercibí de que tras los policías asomaban unos camilleros llevando un cuerpo en una cama con ruedas como de bicicleta y una enfermera que sostenía una botella llena de algo granate y conectada a la cama por medio de un tubito. Un doctor con bata hospitalaria y algunas personas acompañaban el lecho ambulante. Una de las personas debía de ser Peraplana, pero, como no lo había visto nunca, no lo puedo atestiguar. A todas luces no era aquello una boda, por muy trastocada que ande la liturgia a raíz del último concilio. Y no contribuyó a empañar esta certeza el que asomaran a las ventanas del piso superior mujeres de apesadumbrada imagen que se enjugaban las lágrimas con pañuelos de blanco percal. De la multitud reunida se elevó un murmullo y los policías abrieron paso a la camilla hasta una ambulancia. Pregunté lo que había sucedido a un individuo que se empinaba junto a mí para no perder ripio.

—Una desgracia —respondió—. La pobre chica de esa casa, que se ha suicidado esta mañana. Estaba a punto de casarse. No somos nada, amigo mío.

Parecía locuaz y decidí seguir preguntando.

—¿Cómo sabe usted que se trata de un suicidio? El cáncer no respeta edad.

—Colgué los hábitos para casarme —dijo el individuo— después de diez años de sacerdocio. Entre lo que oí en el confesionario y lo que aprendí luego, no hay nada que yo no sepa.

Y se puso a reír a carcajadas su ocurrencia. Yo le imité para que no se sintiera en ridículo. El individuo me puso una mano sudada en el hombro mientras con la otra se restañaba los ojos acuosos.

—No quiero, sin embargo —añadió—, que me crea taumaturgo o zahorí. El repartidor de la carnicería Bou, que curiosamente también se llama así, pero con doble uve, Wou, no sé de dónde será ese muchacho, me ha contado lo que pasó. Él estaba en la casa cuando se armó el pitote. Había ido a llevar la carne. ¿Le interesan esas cosas?

La noticia me había afectado y así se lo hice saber.

—La vida —dijo— es una hoja a merced del viento. Carpe diem, como decían los romanos. ¿Le gustan las mujeres? No, no me tome por un meticón. Es que le he visto hojear una revista de desnudismo. Esto del destape es una operación comercial para hacer dinero con nuestras frustraciones, créame. Yo no tengo nada contra los placeres de la carne, pero aborrezco los sucedáneos. Las mujeres, de carne y hueso, y el café, café, como decíamos en mi juventud. No quiero parecer más modoso de lo que soy; no estoy exento de debilidades. Cada vez que leo una de estas revistas me la pelo. No me importa propagarlo a los cuatro vientos: todos estamos hechos de la misma pasta, ¿qué le parece?

Yo no escuchaba la cháchara de aquel majadero. Rememorando a la pobrecita Isabel, a la que había contemplado no sin admiración unas horas antes, no pude contener un par de lagrimones y algún que otro moco, leve homenaje a la fugacidad de nuestros sueños y a lo efímero de la belleza humana. Pero no era el momento propicio a filosofías, porque otra idea había tomado cuerpo en mi cerebro. Empecé a escudriñar a los allí reunidos a la caza de un rostro conocido. Mi estatura no es exagerada y tuve que dar saltos impropios del acontecimiento que se desarrollaba ante nuestros ojos hasta que di con el objeto de mi batida: una mujer que ocultaba sus facciones bajo una enorme pamela negra, tras unas gafas de sol y ayuso un espeso y variopinto maquillaje que desfiguraba sus prístinos rasgos. Este vano intento de disimulo me confirmó la disparidad de criterios que a mi ver existe en punto a belleza entre los hombres y las mujeres, creyendo éstas que su atractivo radica en los ojos, los labios, el cabello y otros atributos ubicados al norte del gañote, en tanto que el género masculino, por así llamarlo, salvo que prono a desviaciones electivas, centra su interés en otras partes de la anatomía, con absoluto desdén de las ya mencionadas. Y, así, por más que Mercedes Negrer hubiera hecho lo que ella juzgaba más eficaz para pasar desapercibida, un simple atisbo de su incendiaria delantera me habría bastado para identificarla aunque mediaran entre nosotros leguas de distancia.

Y, distinguida que fue por mí, me abrí paso a cabezazos para reunirme con ella, la cual, viéndome llegar, quiso huir sin conseguirlo, ya que sus empellones no incitaban al alejamiento sino a la persistencia de quien los recibía. Gracias a esto, pronto la tuve sujeta del brazo y tironeando de ella, que se resistía, la saqué del gentío y la hice caminar a buen paso en busca de un lugar apartado, donde le dije:

—¿Qué has hecho, desgraciada?

Ella rompió a llorar haciendo un pastel de los afeites que en el cutis se había aplicado.

—¿Cómo has podido llegar antes que yo? —arrecié mis preguntas.

—Tengo coche —dijo entre hipos y estertores.

Yo había descartado tal posibilidad, sabedor del menguado sueldo que perciben nuestros maestros nacionales, pero no había contado con la manuficencia de la central lechera, que le permitía destinar a lo superfluo el total de sus ganancias docentes.

—¿Por qué lo has hecho? —insistí.

—No lo sé. No encuentro explicación lógica a lo que me ha pasado. Cuando te fuiste esta mañana, estaba tranquila. Empecé a prepararme un desayuno dietético y, de pronto, como si una fiera agazapada hubiera saltado sobre mí, se me vinieron encima todos estos años de frustración y rencor. Quizá fue el resentimiento por una vida sacrificada a lo que yo creía tontamente una causa noble. Quizá fue el saber que Isabel se casaba… Quiero morirme, estoy muy asustada; no sé qué será de mí ahora. Tantos años desperdiciados…

—¿Qué ha pasado exactamente?

—Cogí el coche y me vine a toda mecha. Desde esa misma cabina que ves ahí llamé a Isabel, que se llevó la sorpresa de su vida al oírme, porque me creía cursando estudios en el extranjero, la muy carota. Le dije que tenía algo importante que decirle y quedamos en vernos en un bar cercano. Confiaba yo en que su presencia calmara mis pasiones, pero sólo sirvió para atizarlas. Sin dejarla hablar, pues sólo habría dicho fruslerías, la cubrí de los peores insultos: le dije que siempre la había tenido por tonta, egoísta, mezquina y falsa. Ella no sabía de qué estaba hablando y me tomó por chalada. Entonces le referí lo sucedido hace seis años en la cripta del internado y le revelé que sus manos estaban tintas en la sangre de un hombre, tal vez su amante. La amenacé con dar publicidad a tan escabroso asunto si no rompía de inmediato su compromiso matrimonial. Yo únicamente pretendía airear mi irritación, vengarme psicológicamente. Pero Isabel, que sin duda no había leído a Freud, se tomó en serio mis palabras. Es posible también que el relato hiciera aflorar recuerdos enterrados en su subconsciente. Nunca tuvo carácter, la pobre Isabel, para encarar la parte sucia de la vida. Puesta en semejante encrucijada, sus defensas cedieron y se suicidó al volver a casa.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuve merodeando por aquí al terminar la entrevista, un poco arrepentida. La vi entrar en la casa muy abatida. Luego hubo un terrible ajetreo. Llegó el médico. El mayordomo que lo recibió estaba muy consternado. Oculta tras el seto distinguí las palabras «suicidio» y «veneno».

—¿De dónde has sacado este maquillaje y estos estrafalarios aditamentos? —le pregunté más por distraerla de su aflicción que por curiosidad.

—Los tenía en casa. A veces me disfrazaba y posaba para mí sola ante el espejo de mi cuarto. Soy una reprimida. Nunca me he ido a la cama con un tío. Me dan miedo los hombres. Mi sedicente promiscuidad es sólo un número que oculta mi poquedad. ¡Qué bochornazo!

—Bueno, bueno —dije yo en tono paternal—, ya hablaremos de todo esto en otra ocasión. Ahora tenemos muchas otras cosas que dilucidar. Vas a hacer lo que yo te diga y, tal como te prometí, mañana habremos resuelto el caso.

—¿Y qué me importa a mí que se resuelva el caso?

—A ti, no sé; pero a mí, mucho. Mi hermana está en la cárcel y yo me juego la libertad, si no el pescuezo. No voy a claudicar a la vista de la meta. Estoy dispuesto a seguir solo si ello fuera preciso, pero tu ayuda me resolvería muchos problemas. Has cometido un acto reprobable y, además inútil, porque Isabel no mató nunca a nadie ni tuvo un amante. Lo menos que puedes hacer por ella es contribuir a demostrar su inocencia. Es, asimismo, la única forma de redimir un poco tu mala acción, salvo que prefieras vivir el resto de tus días hostigada por los remordimientos. Por último, ¿qué alternativa te queda? Muerta Isabel, no hay ya razón alguna para que Peraplana te siga manteniendo a expensas de la lactaria. O te decides ahora a tomar las riendas de tu destino, o acabarás como… como yo, sin ir más lejos.

La plática pareció reconfortarla, porque dejó de llorar y recompuso los coloretes de su cara con una cajita oblonga que contenía un espejo y una pelusa polvorienta. Recordé que mi hermana se aplicaba cosmético con un retazo de bayeta y reflexioné que las diferencias sociales se patentizaban en los detalles más baladís o baladíes.

—¿Qué tengo que hacer? —dijo por fin con aire sumiso.

—¿Tienes el coche a mano?

—Sí, pero hay que mirarle el aceite.

—¿Y dinero?

—Me traje todos mis ahorros por si tenía que darme a la fuga.

—Esto es indicio de premeditación, guapa. Pero ya nos ocuparemos a su debido tiempo del elemento procesal. Vamos hacia el coche y te contaré por el camino lo que he descubierto y cuál es mi plan.

Capítulo XIV

EL DENTISTA MISTERIOSO

ERA la hora de cenar para la gente que tales dispendios podía permitirse y las calles estaban una vez más medio vacías. Había empezado a llover nuevamente y las gotas tamborileaban en la capota del coche de Mercedes, un 600 abollado a punto de ascender de antigualla a reliquia, donde esperábamos sentados a que los habitantes de casa Peraplana, a cuya puerta nos habíamos apostado, dieran señales de vida. Hacía una hora que la afligida familia se había reintegrado al hogar y habría sido lo normal que sus miembros destinaran la noche a la congoja, pero yo preveía que algo iba a suceder y mis presentimientos se vieron pronto confirmados.

Primero salió el mayordomo protegido por un paraguas charolado y abrió de par en par la cancela; luego se hizo a un lado el mayordomo y unos faros potentes perforaron el negror de la noche; por último, un SEAT, no el ametrallado, sino el otro, hizo su aparición. Una persona sola iba al volante. A una seña mía, Mercedes puso en marcha su cafetera.

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