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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (21 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—La señora Shannon —replicó sin dudarlo Alec—. ¿Por qué?

—Estaba preguntándomelo. Sin embargo, lady Stanworth parece mayor, tiene el cabello gris. La señora Shannon todavía lo tiene castaño.

—Sí, ya sé que la señora Shannon es la que parece más joven, pero estoy seguro de que no lo es.

—Bueno, ¿y qué edad dirías que tiene Jefferson?

—Dios, no lo sé. Podría tener cualquiera. Más o menos como lady Stanworth, diría yo. ¿Por qué demonios lo preguntas?

—Oh, es sólo que se me había pasado por la cabeza. Nada importante.

Volvieron a sumirse en el silencio.

De pronto Roger se golpeó la rodilla.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡No sé si nos atreveremos!

—¿Qué ocurre ahora?

—Acabo de tener una inspiración. Mira, Alexander Watson, creo que hemos abordado este pequeño asunto por el lado equivocado.

—¿Cómo es eso?

—Hemos concentrado todas nuestras energías en deducir las cosas hacia atrás a partir de personas y circunstancias sospechosas. Lo que deberíamos haber hecho es empezar antes y trabajar hacia delante.

—No acabo de entenderte.

—Planteémoslo de otro modo. Al fin y al cabo, la pista principal de cualquier asesinato la proporciona siempre la propia víctima. A la gente no la asesinan por nada..., a no ser que se trate de un robo casual, claro, o de un maníaco homicida, y creo que en este caso podemos descartar ambas posibilidades. A lo que me refiero es a que, si averiguamos todo lo posible sobre la víctima, esa información debería conducirnos a su asesino. ¿Entiendes? Lo hemos pasado por alto por completo. Lo que deberíamos haber hecho es reunir toda la información posible acerca del viejo Stanworth. Averiguar qué clase de persona era y a qué se dedicaba y trabajar a partir de eso. ¿Entiendes?

—Parece razonable —dijo cautamente Alec—. Pero ¿cómo vamos a averiguarlo? No podemos preguntar a Jefferson o lady Stanworth. No nos lo dirán.

—No, pero tenemos la oportunidad de averiguar casi tanto como sabe Jefferson —dijo muy animado Roger—. ¿No dijo que estaba repasando los papeles, las cuentas y las cosas de Stanworth en el saloncito? ¿Qué nos impide echarles también un vistazo?

—¿Quieres decir que nos colemos cuando no haya nadie y los hojeemos?

—Exacto. ¿Te atreves?

Alec guardó silencio un momento.

—Esas cosas no se hacen —dijo por fin—. Se trata de los documentos privados de otra persona. Quiero decir que...

—¡Alec, cabeza hueca! —exclamó desesperado Roger—. ¡Te aseguro que, a veces, eres de lo más exasperante! Han asesinado a un hombre delante de tus mismas narices, y estás dispuesto a dejar escapar tan tranquilo al asesino porque no te parece correcto hojear los papeles personales de la desdichada víctima. Seguro que a Stanworth le encantaría saberlo, ¿no te parece?

—Tal como lo planteas... —dijo en tono dubitativo Alec.

—¡Pues claro que lo planteo así, cabeza de chorlito! Es la única forma de hacerlo. Vamos, Alec, trata de ser razonable por una vez en tu vida.

—De acuerdo —respondió Alec, aunque sin excesivo entusiasmo—. Lo haremos.

—Eso está mejor. Mira, la ventana de mi dormitorio da a la parte delantera de la casa y desde allí se ve la ventana del saloncito. Vete a dormir como siempre, y duerme, si quieres (tanto mejor, en caso de que a Jefferson se le ocurra hacerte una visita), yo me quedaré vigilando hasta que se apague la luz del saloncito. Siempre puedo poner la excusa de que estoy trabajando. De hecho, sacaré mi manuscrito, por si acaso. Luego esperaré una hora, para darle tiempo a Jefferson de irse a dormir, iré a despertarte y bajaremos con el mayor sigilo. ¿Qué te parece?

—No suena mal —admitió Alec.

—Entonces está decidido —dijo apresuradamente Roger—. En fin, creo que lo mejor que puedes hacer es irte a la cama cuanto antes bostezando ruidosamente. De ese modo verán, por un lado que te has ido a dormir, y por el otro que no estamos conspirando aquí dentro. Tenemos que tener presente que esos tres, a pesar de su cordialidad y sus buenas palabras es probable que nos estén observando con mucha suspicacia. No saben lo que sabemos, y, por supuesto, no se atreven a delatarse para averiguarlo. Pero puedes estar seguro de que Jefferson les ha advertido de lo de la pisada, y cuento con que, en cuanto les demos la espalda, la señora Plant corra al saloncito a contarles lo de nuestra reciente conversación con ella. Por eso fingí tragarme su explicación.

La cazoleta de la pipa de Alec brilló roja en la oscuridad.

—Entonces, ¿sigues convencido, a pesar de lo que nos dijo, de que esos tres están confabulados? —preguntó tras un momento de pausa.

—Corre a la cama, pequeño Alexander —dijo muy amable Roger—, y no seas pueril.

21. El señor Sheringham se pone teatral

Mucho después de que Alec se marchase a regañadientes, Roger seguía fumando pensativo. En líneas generales, no lamentaba haberse quedado solo. Alec estaba resultando ser un compañero un poco decepcionante en aquel asunto. Era evidente que no estaba totalmente entregado; y, para alguien en su situación, la investigación de los hechos y el ambiente de sospecha y desconfianza que ha de prevalecer por fuerza en una tarea semejante debía de ser muy desagradable. Roger no podía culpar a Alec por sus nada disimuladas reticencias a la hora de profundizar en el caso, pero tampoco podía dejar de pensar, aunque fuese con cierta melancolía, en los entusiastas y entregados prototipos cuyo testigo podía haber recogido Alec. Roger habría agradecido un poco de entrega y entusiasmo al final de aquel día tan agotador y repleto de acontecimientos.

Empezó por organizar de forma metódica en su imaginación todos los datos que habían reunido. En primer lugar con respecto al asesino. Se las había arreglado para huir de la casa, únicamente para volver a entrar en ella por otro sitio. ¿Por qué? Probablemente porque vivía allí, o para comunicarse con alguien. ¿Sería una cosa o la otra? ¡Dios sabe!

Probó con otra estrategia. ¿Cuál de los enigmas menores seguía sin resolver? Sin lugar a dudas, el repentino cambio de actitud por parte de la señora Plant y Jefferson antes del almuerzo. Pero ¿por qué estaban tan asustados, si el asesino había podido comunicarse con ellos después de cometer el crimen? Tal vez hubiese sido una entrevista apresurada y hubiese olvidado tranquilizarlos sobre alguna cuestión de crucial importancia. No obstante, habría podido hacerlo a lo largo de la mañana siguiente. Eso significaba que, al menos hasta la hora de la comida, se había quedado por los alrededores. Es más, por lo que parecía, incluso en la misma casa. ¿Aumentaba eso la probabilidad de que se tratase de alguien de dentro? Parecía plausible, pero ¿quién? ¿Jefferson? Posiblemente, aunque, en caso de que así fuera, había ciertas dificultades que explicar. Las mujeres, obviamente, estaban descartadas. ¿El mayordomo? Otra vez, era posible, pero ¿por qué demonios iba a querer asesinar a su amo?

Sin embargo, era innegable que el mayordomo era un personaje curioso. Y, por lo que Roger podía juzgar, él y Stanworth no se apreciaban demasiado. Sí, sin duda había algún misterio relacionado con el mayordomo. La explicación de Jefferson de por qué el señor Stanworth había contratado a un ex boxeador no parecía muy convincente.

Entonces, ¿por qué la señora Plant había estado llorando en la biblioteca? Roger se esforzó por recordar algunas escenas en las que ella y Stanworth habían entrado en contacto. ¿Cómo se habían comportado? ¿Le habían parecido amistosos o lo contrario?

Que él recordara, Stanworth la había tratado con la misma camaradería desenfadada con que trataba a todo el mundo; mientras que a ella... Sí, ahora que lo pensaba, no parecía caerle demasiado simpático. Había estado muy callada y reservada en su presencia. Aunque tampoco es que fuese muy habladora en circunstancias normales; pero sí, había notado un sutil cambio en su actitud cuando él andaba cerca. Obviamente, no le era simpático.

Estaba claro que sólo había un modo de encontrar una respuesta a todos esos acertijos: investigar los asuntos de Stanworth. Lo más probable era que incluso eso resultase inútil, pero a Roger no se le ocurría otra manera de salir mínimamente airoso. Y, mientras se devanaba los sesos, Jefferson seguía en el saloncito rodeado de documentos que Roger habría dado cualquier cosa por ver.

De pronto se le ocurrió una idea. ¿Por qué no enfrentarse al león en su madriguera y ofrecerse a echar una mano a Jefferson en su trabajo? En todo caso, eso sería desafiarlo directamente y su respuesta no carecería de interés.

Tratándose de Roger, pensar equivalía, en nueve de cada diez casos, a pasar a la acción inmediata. Antes de que la idea terminase de cobrar forma en su imaginación, estaba en pie dirigiéndose con entusiasmo hacia la casa.

Sin molestarse siquiera en llamar, abrió la puerta del saloncito y entró. Jefferson estaba sentado delante de la mesa en medio de la habitación, rodeado, como lo había imaginado Roger, de papeles y documentos. Lady Stanworth no estaba presente.

Alzó la mirada al entrar Roger.

—Hola, Sheringham —dijo con cierta sorpresa—. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Bueno, estaba fumando en el jardín, sin nada que hacer —observó Roger con una sonrisa amistosa—, cuando se me ocurrió que, en lugar de perder el tiempo, podría venir a echarle una mano; dijo usted que estaba hasta las cejas de trabajo. ¿Hay algún modo en que pueda ayudarle?

—Es usted muy amable —replicó con torpeza Jefferson—, pero no creo que pueda. Estoy tratando de establecer cuál era su situación financiera. Sin duda, será de utilidad cuando se proceda a la lectura del testamento, o como se llame todo ese papeleo.

—Algo habrá que pueda hacer —insistió Roger sentándose en una esquina de la mesa—. Sumar enormes columnas de números o algo parecido.

Jefferson dudó y hojeó los papeles que tenía delante.

—Bueno —dijo despacio.

—Por supuesto, ¡si se trata de asuntos confidenciales...! —observó con desenfado Roger.

Jefferson alzó la vista.

—¿Confidenciales? No lo son en absoluto. ¿Por qué iban a serlo?

—Entonces, mi querido amigo, permita que le ayude. Estoy muerto de aburrimiento y deseando echarle una mano.

—Visto así, le quedaré muy agradecido —replicó Jefferson, aunque con ciertas reticencias—. ¡Hum! Quisiera saber qué trabajo podría encomendarle.

—¡Oh!, lo primero que se le ocurra.

—De acuerdo, le diré lo que podría hacer —dijo de pronto Jefferson—. Necesito una relación donde figuren las acciones que poseía en las diversas compañías que dirigía, su valor aproximado, los beneficios que le reportaron en el último año fiscal, su sueldo como director y demás. Sabrá hacerlo, ¿no?

—Ahora mismo —dijo alegremente Roger ocultando su decepción ante la relativa intrascendencia de la tarea que le habían encomendado. Esos detalles podían obtenerse en cualquier obra de referencia sobre el asunto; había contado con ver algo que no fuese tan del dominio público.

Pero, a falta de pan, buenas son tortas, y se sentó al otro lado de la mesa y se puso a trabajar interesado en los datos que le proporcionó Jefferson. De vez en cuando, trataba de escudriñar con disimulo alguno de los documentos en los que estaba inmerso el otro, pero Jefferson los vigilaba celosamente y Roger no pudo hacerse una idea clara de su contenido.

Una hora más tarde, se recostó en su silla con un suspiro de alivio.

—¡Ahí la tiene! Una relación detallada tal como me pidió.

—Muchas gracias —dijo Jefferson tomando la relación que le alcanzaba Roger—. Ha sido usted muy amable, Sheringham. Me ha quitado mucho trabajo. Y ha tardado la mitad de lo que lo habría hecho yo. No se me dan bien estas cosas.

—Ya lo imagino —observó Roger con estudiada cautela—. De hecho siempre me ha sorprendido que aceptara usted un empleo como secretario. Habría jurado que era usted el típico hombre de espacios abiertos, si me permite decirlo. El clásico inglés que conquistó las colonias, ya sabe a lo que me refiero.

—No tuve opción —dijo Jefferson, volviendo a su habitual laconismo—. No fue elección mía, se lo aseguro. Tuve que aceptar lo que me ofrecían.

—Mala suerte —replicó comprensivo Roger observando al otro con curiosidad. A pesar de sí mismo y de lo que sabía, no podía sino sentir cierto aprecio por aquel hombre tan brusco y taciturno, el típico soldado callado y poco sociable. En ese momento Roger tuvo la impresión de que Jefferson, a quien al principio había estado tentado de considerar un individuo un tanto siniestro, no era tal cosa. Era tímido, terriblemente tímido, y se las arreglaba para ocultar esa timidez tras unos modales bruscos y casi groseros; y, como pasa siempre en esos casos, la primera impresión había sido totalmente equivocada. Jefferson era brusco, pero Roger tuvo la impresión de que era la brusquedad de la honradez y no de la maldad.

Casi de forma inconsciente, Roger empezó a reorganizar sus ideas. Si Jefferson estaba implicado en la muerte de Stanworth, sería porque había una excelente razón para matarlo. Razón de más para husmear en los asuntos de Stanworth.

—¿Va a seguir usted mucho tiempo, Jefferson? —preguntó con un evidente bostezo.

—No mucho. Tengo que terminar esto y me iré. Váyase si quiere. Debe de estar haciéndose tarde.

Roger miró su reloj.

—Son casi las doce. De acuerdo, creo que me iré, si no tiene más trabajo que darme.

—Nada, gracias. Trabajaré otro rato antes del desayuno. Tengo que despachar esto antes de las once. En fin, buenas noches, señor Sheringham, y muchas gracias.

Roger volvió a su habitación sumido en la perplejidad. Esta nueva impresión suya con respecto a Jefferson iba a complicar mucho las cosas en lugar de simplificarlas. De repente sentía una gran simpatía por Jefferson. No era un hombre inteligente; sin duda, no era el cerebro de la confabulación. ¿Qué debía de pasar por su cabeza, sabiendo, como sin duda sabía, que Roger estaba investigando cosas que era muy improbable que nadie que no tuviese mucha suerte hubiera descubierto? ¿Qué debía de pensar de la red que estaban tendiendo para atraparle, a él... y a quién más?

Roger acercó una silla hasta la ventana abierta y se sentó con los pies apoyados en el alféizar. Notó que se estaba poniendo sentimental. Todo apuntaba a que se trataba de un crimen cometido a sangre fría y hete aquí que él sentía lástima por uno de los principales implicados. Sin embargo, era precisamente porque Jefferson, tal como lo veía ahora que se le había caído la venda de los ojos, era un hombre tan excelente —el tipo alto, delgado y de cabeza pequeña que es el auténtico pionero de nuestra raza— y porque le caían bien los tres miembros de aquel trío tan sospechoso, por lo que Roger, sin dejarse llevar necesariamente por el sentimentalismo, era incapaz de reprimir su verdadero pesar de que todo apuntara de manera tan clara a su culpabilidad.

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