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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (20 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—¿Organizando papeles?

—Eso intento, es un lío terrible.

—¿Finanzas?

—Eso y todo lo demás. Siempre administró personalmente sus asuntos y ésta es la primera vez que veo sus libretas de depósitos y demás. Al parecer, tenía cuentas abiertas en nada menos que cinco bancos, así que ya comprenderá los escollos que tengo que sortear.

La actitud de Jefferson era perfectamente cordial y abierta, casi franca.

—Qué curioso. Quisiera saber por qué lo haría. ¿Ha encontrado usted algún motivo que pudiera empujarle al suicidio?

—Ninguno —respondió ingenuamente Jefferson—. De hecho, este asunto me tiene perplejo. Es lo último que habría imaginado cualquiera que conociese al viejo Stanworth tan bien como yo.

—Lo conocía usted muy bien, claro —observó Roger, acercando la cerilla a su cigarrillo.

—Yo diría que sí. Llevaba con él tanto tiempo que ni me acuerdo —replicó Jefferson con una risita que sonó un tanto amarga en los suspicaces oídos de Roger.

—¿Qué clase de hombre era en realidad? A mí me pareció un buen tipo, pero es probable que sólo viese una de sus facetas.

—Todo el mundo las tiene, ¿no cree? —contestó Jefferson sin pronunciarse—. No creo que Stanworth fuese distinto a los demás.

—¿Por qué contrató a un ex boxeador como mayordomo? —preguntó de pronto Roger mirándole directamente a la cara.

Pero Jefferson no era fácil de sorprender con la guardia baja.

—Por capricho, diría yo —respondió sin alterarse—. Tenía muchos parecidos.

—Es raro encontrarse con un mayordomo llamado Graves en la vida real —observó Roger con una sonrisa—. Es como se llaman siempre en el teatro.

—¡Oh!, ése no es su verdadero nombre. Creo que en realidad se llama Bill Higgins. Al señor Stanworth no le gustaba lo de Higgins y decidió llamarle Graves.

—Es una lástima. Higgins es un nombre mucho más original para un mayordomo. Además, casa mejor con la pinta tosca de ese hombre. Bueno, ¿qué hay de esa bocanada de aire fresco que nos habíamos prometido, Alec? Después le veremos, Jefferson.

Jefferson asintió amistoso y los dos salieron al jardín. Empezaba a atardecer, pero todavía había bastante luz.

—He averiguado a quién pertenece el pañuelo, Alec —dijo en voz baja Roger.

—¿Ah, sí? ¿A quién?

—A la señora Plant. Estaba casi seguro cuando nos sentamos a cenar, pero lo que dijo acabó de convencerme. El pañuelo huele a jazmín.

—¿Y qué vas a hacer?

Roger dudó.

—En fin, ya oíste lo que dijo —replicó en tono de disculpa—. No lo negó, porque no se lo pregunté; pero tampoco quiso admitir que ayer estuvo en la biblioteca.

—Pero, sin duda, no tiene nada de malo que haya estado en la biblioteca —argumentó Alec—. Stanworth ni siquiera se encontraba allí. Estaba contigo en el jardín. ¿Por qué no iba a poder estar en la biblioteca?

—¿Y por qué no reconoce que estuvo allí? —replicó Roger.

—Tal vez lo haya olvidado. Eso no significa nada. Tú mismo estabas diciendo lo difícil que es recordar dónde ha estado uno.

—No insistas, Alec —respondió Roger con amabilidad—. Tenemos que aclarar esto. Puede que no tenga nada de malo, ¡ojalá sea así! Pero también es posible que averiguar exactamente por qué la señora Plant estaba en la biblioteca, y qué estaba haciendo allí, sea de crucial importancia para nosotros. Comprenderás que no podemos dejarlo correr.

—Pero ¿qué piensas hacer? ¿Interrogarla?

—Sí. Le voy a preguntar directamente si estuvo anoche en la biblioteca y veré lo que dice.

—¿Y si lo niega?

Roger se encogió de hombros.

—Eso está por ver —respondió lacónico.

—No me gusta —observó Alec con el ceño fruncido—. De hecho, odio esta maldita situación. Mira, Roger —dijo poniéndose muy serio—, ¡olvidemos el asunto! Supongamos, como hace la policía, que el viejo Stanworth se suicidó y dejémoslo ahí. ¿Te parece bien?

—¡Desde luego que no! —observó obstinado Roger—. No pienso dejar una cosa a medias, y menos algo tan interesante como esto. Si quieres, puedes volverte atrás; no tienes por qué implicarte si no quieres. Pero estoy decidido a continuar.

—¡Oh, si tú sigues, yo también! —replicó Alec malhumorado—. Pero preferiría mil veces que olvidásemos el asunto.

—Eso está descartado —respondió Roger—. Ni se me pasaría por la cabeza. Bueno, si piensas seguir conmigo, será mejor que estés presente en mi conversación con la señora Plant. Vayamos al salón y busquemos una excusa para hablar con ella a solas.

—De acuerdo —asintió de mala gana Alec—. Si crees que es necesario.

Tuvieron suerte. La señora Plant estaba sola en el salón. Roger acercó una silla para sentarse junto a ella y preguntó como de pasada por la ausencia de lady Stanworth. Alec les dio la espalda y miró enfurruñado por la ventana, como si se lavara las manos de aquel asunto.

—¿Lady Stanworth? —repitió la señora Plant—. ¡Oh!, creo que ha ido a ayudar al comandante Jefferson. Están en el saloncito.

Roger la miró fijamente.

—Señora Plant —dijo en voz baja—, está usted segura de haber ganado la apuesta de la cena, ¿verdad?

—¿Segura? —preguntó inquieta la señora Plant—. Desde luego que lo estoy. ¿Por qué?

—¿No habrá olvidado por casualidad ninguna habitación en la que estuviese ayer por la noche? —prosiguió implacable Roger—. El saloncito, el cuarto trastero o..., por ejemplo, la biblioteca.

La señora Plant lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué insinúa usted, señor Sheringham? —preguntó levantando un poco la voz—. Pues claro que no lo he olvidado.

—Entonces, ¿no estuvo en ninguna de esas habitaciones?

—¡Desde luego que no!

—¡Hum! La apuesta consistía en un frasco de perfume y un pañuelo, ¿verdad? —observó pensativo Roger mientras se hurgaba en el bolsillo—. Bueno, pues aquí tiene el pañuelo. Lo encontré donde usted lo olvidó: ¡en el sofá de la biblioteca!

20. La señora Plant resulta decepcionante

Por un momento, la señora Plant se quedó como petrificada. Luego alargó la mano y cogió mecánicamente el pañuelo que le tendía Roger. Su rostro había palidecido y tenía los ojos abiertos de terror.

—Por favor, no se alarme —dijo tocándole la mano para tranquilizarla—. No pretendo asustarla, ni nada parecido, pero ¿no cree que sería mucho mejor que me contase la verdad? Si llegase a saberse que ha ocultado usted datos relevantes, podría tener graves dificultades con la policía. Créame, sólo pretendo ayudarla, señora Plant.

El color volvió a su cara al oírle, aunque siguió faltándole el aliento y continuó mirándole atemorizada.

—Pero..., pero no fue nada... de importancia —respondió tartamudeando—, sólo que... —Volvió a interrumpirse.

—No me lo cuente, si prefiere no hacerlo —respondió enseguida Roger—. Pero tengo la impresión de que podría aconsejarla. Es un asunto muy grave ocultarle a la policía incluso los detalles más nimios. Tómese su tiempo y piénselo bien.

Se incorporó y fue a reunirse con Alec al lado de la ventana.

Cuando la señora Plant volvió a hablar, había recobrado en gran parte la compostura.

—La verdad —dijo con una risita nerviosa—, es absurdo por mi parte organizar tanto revuelo por una cosa tan tonta, pero me da pavor testificar..., un temor enfermizo, si se quiere, pero no por eso menos auténtico. Por eso traté de quitarle toda la importancia que pude a mi última conversación con el señor Stanworth con la esperanza de que la policía no me llamase a declarar.

—Roger se sentó en el brazo del sillón y balanceó la pierna con despreocupación.

—Pero, de todos modos la llamarán, ¿por qué no decirles exactamente lo que ocurrió?

—Sí, pero... entonces no lo sabía; me refiero a cuando hice mi declaración. No se me ocurrió pensar que me llamarían. O más bien tenía la esperanza de que no lo hicieran.

—Comprendo. Aun así, tal como están las cosas, creo que haría usted mejor en no ocultar nada, ¿no le parece?

—¡Oh, sí! Ahora lo veo claro. Totalmente. Le agradezco mucho su ayuda, señor Sheringham. ¿Cuándo..., cuándo encontró usted mi pañuelo?

—Justo antes de ir a cambiarme para la cena. Estaba entre los cojines del sofá.

—¿Así que supo que había estado en la biblioteca? Pero ¿cómo supo que fue a esa hora?

—No lo sabía. De hecho, sigo sin saberlo —sonrió Roger—. Lo único que sé es que debió de ser después de la cena, pues la doncella limpia la habitación a esa hora.

La señora Plant asintió lentamente.

—Ya veo. Sí, muy inteligente por su parte. No dejaría nada más olvidado, ¿verdad? —añadió con la misma risita nerviosa.

—No, nada —replicó tranquilamente Roger—. Bueno, ¿lo ha pensado usted bien?

—¡Oh!, pues claro que se lo diré, señor Sheringham. En realidad es totalmente ridículo. ¿Recuerda cuando nos cruzamos en el vestíbulo? Pues bien, el señor Stanworth estaba hablándome de unas rosas que había enviado a mi cuarto. Y yo le preguntaba si le importaría guardar mis joyas en la caja fuerte, pues...

—Pero esta mañana dijo usted que se lo había pedido el otro día —la interrumpió Roger.

La señora Plant soltó una risita frívola. Volvía a ser dueña de sí misma.

—Cierto, y al inspector le conté que había sido ayer por la mañana. ¿No es terrible? Por eso me disgusté tanto cuando esta tarde me dijo usted que tendría que prestar declaración. Temía que me hicieran un montón de preguntas y averiguasen que había estado en la biblioteca, cuando no les había dicho nada de eso, y después de haber mentido al inspector acerca de las joyas. De hecho, me asustó usted mucho, señor Sheringham. Me imaginé pasando el resto de mi vida en prisión por haber mentido a la policía.

—Lo lamento mucho —sonrió Roger—. Pero no tenía forma de saberlo.

—Pues claro que no. Fue culpa mía. En cualquier caso, el señor Stanworth me dijo muy amablemente que estaría encantado de guardármelas y las llevó a la biblioteca. Me senté en el sofá y vi cómo las metía en la caja. Es todo lo que ocurrió, y ahora veo lo absurdo que fue por mi parte el ocultarlo.

—¡Hum! —dijo pensativo Roger—. Bueno, desde luego no parece que tenga mucha relevancia para el caso, ¿no? ¿Es eso todo?

—¡Desde luego! —replicó con firmeza la señora Plant—. Y, ahora, ¿qué me aconseja usted hacer? ¿Admitir que cometí un error cuando estaba con el inspector y contar la verdad? ¿O no decir nada? Le parecerá una tontería por mi parte, pero no veo que tenga mucha relevancia. El incidente carece por completo de importancia.

—Aun así, creo que es mejor asegurarse. Si fuese usted, llevaría aparte al inspector antes de que empiece la investigación judicial y le diría con franqueza que cometió usted un error, y que le llevó las joyas al señor Stanworth a la biblioteca anoche, antes de despedirse de él.

La señora Plant hizo una mueca.

—De acuerdo —dijo a regañadientes—. Lo haré. Es horrible tener que admitir que uno se ha equivocado, pero es probable que tenga usted razón. De todos modos, haré lo que me dice.

—Creo que es lo más prudente —replicó Roger volviendo a ponerse en pie—. Bueno, Alec, ¿qué hay de ese paseo que íbamos a dar? Temo que ahora tendrá que ser a la luz de la luna. —Se detuvo en el umbral y se volvió—. Buenas noches, señora Plant, por si no la veo, supongo que se acostará usted temprano. Duerma bien y, haga lo que haga, no se preocupe.

—Lo intentaré —dijo devolviéndole la sonrisa—. Buenas noches, señor Sheringham, y muchísimas gracias.

Soltó un sentido suspiro de alivio al verlo marchar.

Los dos salieron al césped en silencio.

—Vaya —observó Roger al llegar al gran cedro—, han olvidado recoger las sillas. Aprovechémoslo.

—¿Y bien? —preguntó con hosquedad Alec después de sentarse, con la desaprobación pintada hasta en el último de sus rasgos—. Espero que estés satisfecho.

Roger sacó la pipa del bolsillo y la fue llenando metódicamente mientras contemplaba pensativo la oscuridad.

—¿Satisfecho? —repitió por fin—. Pues no mucho. ¿Qué opinas tú?

—Creo que has aterrorizado a esa pobre mujer para nada. Hace siglos que te digo que te equivocabas respecto a ella.

—Me temo, Alec, que eres un joven muy incauto —respondió con pesar Roger.

—¿No irás a decirme que no la has creído? —preguntó atónito Alec.

—¡Hum! Yo no diría tanto. Es posible que haya dicho la verdad.

—Qué amable por tu parte —observó con sarcasmo Alec.

—Pero lo malo es que, desde luego, no nos ha dicho toda la verdad. Pienses lo que pienses, esa mujer guarda algo en la manga. ¿No has notado cómo ha tratado de sonsacarme? ¿Cómo había averiguado a qué hora había estado allí? ¿Si había olvidado algo más? ¿Cuándo encontré el pañuelo? Admito que su explicación parece perfectamente razonable. Pero no es toda la verdad. No explica lo de los polvos cosméticos en el brazo del sofá, por ejemplo; y en la cena me he fijado en que no se empolva los brazos. Pero, por encima de todo, hay una cosa que no está clara.

—¿Ah, sí? —preguntó con ironía Alec—. ¿Y de qué se trata?

—Del hecho de que se echase a llorar cuando estuvo en la biblioteca —replicó sencillamente Roger.

—¿Y cómo demonios sabes eso? —preguntó confundido Alec.

—Porque el pañuelo estaba un poco húmedo cuando lo encontré. Y arrugado formando una bola, como hacen las mujeres cuando lloran.

—¡Ah! —respondió inexpresivo Alec.

—Ya ves que hay muchas cosas que la señora Plant ha dejado sin explicar. En cuanto a lo que nos ha contado, puede que sea cierto y puede que no lo sea. En esencia yo diría que lo es. Sólo hay una cosa que me hace dudar y es la hora en que dijo estar en la biblioteca.

—¿Y qué te hace dudar de eso?

—En primer lugar, no la oí subir a por las joyas, como casi seguro habría hecho si hubiese subido. Y, en segundo, ¿no reparaste en que me preguntó si sabía a qué hora había estado allí, antes de responderme? En otras palabras, cuando le confesé como un idiota que no sabía a qué hora había sido, ella cayó en la cuenta de que podía decir cualquier cosa con tal de que no se contradijera con ninguno de los hechos conocidos (como que Stanworth estuvo conmigo en el jardín).

—¿Un sofisma? —murmuró lacónico Alec.

—Probablemente, pero uno sencillo y fácil de idear.

Siguieron fumando en silencio, sumidos en sus propios pensamientos.

—¿Quién dirías tú que es mayor? —preguntó de pronto Roger—. ¿Lady Stanworth o la señora Shannon?

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