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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (24 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—¿Y acudió usted a las doce y media? —apostilló complaciente Roger.

—Sí, y llevé mis joyas. Le dije que no tenía más dinero. No se enfadó. Nunca lo hacía. Tan sólo se mostró frío, desdeñoso y horrible. Dijo que, de momento, se quedaría con las joyas, pero que debería entregarle el dinero que me pedía, doscientas cincuenta libras, al cabo de tres meses.

—Pero ¿cómo iba usted a hacerlo, si no lo tenía?

La señora Plant guardó silencio. Luego contempló las rosas, como si estuviese reviviendo aquella trágica entrevista y dijo en un tono curiosamente impersonal:

—Dijo que una mujer tan guapa como yo podría conseguir el dinero si fuese necesario. Afirmó que me presentaría a un hombre de quien podría... conseguirlo, si jugaba bien mis cartas. Dijo que, si no le entregaba las doscientas cincuenta libras al cabo de tres meses, le contaría todo a mi marido.

—¡Dios mío! —exclamó horrorizado Roger.

La señora Plant lo miró de pronto directamente a la cara.

—Ya ve qué clase de hombre era el señor Stanworth, a menos que ya lo supiera —dijo sin alzar la voz.

—No, no lo sabía —respondió Roger—. Esto explica muchas cosas —musitó para sus adentros—. Supongo que fue entonces cuando entró el comandante Jefferson.

—¿El comandante Jefferson? —repitió la señora Plant con inconfundible sorpresa.

—Sí. ¿No fue entonces cuando entró?

La señora Plant lo miró perpleja.

—¡Pero si el comandante Jefferson no entró en ningún momento! —exclamó—. ¿Qué le hace pensar eso?

Ahora fue Roger quien se quedó perplejo.

—¿Debo entender que Jefferson no entró en la biblioteca mientras estaba usted allí con Stanworth? —preguntó.

—¡Dios mío, no! —repitió sin dudarlo la señora Plant—. ¡Claro que no entró! ¿Por qué iba a hacerlo?

—No..., no lo sé —respondió torpemente Roger—. Creía que había entrado. Debo de haberme equivocado. —A pesar de lo inesperado de su negativa, estaba convencido de que la señora Plant estaba diciendo la verdad: su sorpresa era demasiado real para ser fingida—. Bueno, ¿qué ocurrió después?

—Nada, le imploré que no fuese tan implacable, que se contentara con lo que le había pagado hasta entonces y me devolviera las pruebas que tenía contra mí, pero...

—A propósito, ¿dónde guardaba las pruebas? ¿En la caja fuerte?

—Sí. Siempre la llevaba consigo. Se suponía que era a prueba de robos.

—¿La abrió mientras estaba usted allí?

—La abrió para meter mis joyas antes de que me fuera.

—¿Y la dejó abierta, o volvió a cerrarla?

—La cerró antes de que saliera de la habitación.

—Comprendo. ¿Cuándo sería eso?

—¡Oh!, después de la una, diría yo. No me fijé mucho en la hora. Estaba demasiado disgustada.

—Es natural. ¿Y no ocurrió nada más entre su... ultimátum y el momento en que volvió usted al piso de arriba?

—No. Se negó a ceder un centímetro y por fin renuncié a tratar de convencerlo, luego me fui a la cama. Eso es todo.

—¿Y no entró nadie más? ¿No vio usted a nadie?

—No.

—¡Mmm! —dijo pensativo Roger. Aquello era muy decepcionante; pero le resultaba imposible no dar crédito la historia de la señora Plant. Jefferson debía de haber entrado después, al oír lo sucedido desde detrás de la puerta. En cualquier caso, daba la impresión de que la propia señora Plant no había tenido nada que ver con el asesinato, por mucho que la hubiesen afrentado. Decidió sondearla un poco más—. Por lo que me cuenta, señora Plant —observó en tono más desenfadado—, resulta de lo más extraordinario que el señor Stanworth se suicidara, ¿no cree? ¿Se le ocurre a usted alguna explicación?

—No, desde luego que no. Para mí es inexplicable. Pero, señor Sheringham, ¡no sabe lo agradecida que estoy de que lo hiciera! No me extraña que me desmayase cuando nos lo contó usted en el desayuno. Me sentí de pronto como si me hubiesen liberado de una prisión. ¡Oh, esa sensación tan terrible de estar en manos de aquel hombre! No imagina el enorme alivio que sentí al enterarme de su muerte.

—Claro que puedo, señora Plant —respondió compasivo Roger—. De hecho, lo que me extraña es que nadie lo matara antes.

—¿Cree usted que no se le ocurrió a nadie? —replicó emocionada la señora Plant—. Yo misma lo pensé. ¡Cientos de veces! Pero ¿de qué habría servido? ¿Sabe usted lo que hizo, en mi caso, y supongo que también en todos los demás? ¡Guardó los documentos que tenía contra mí en un sobre cerrado dirigido a mi marido! Sabía que, si sufría una muerte violenta, la policía abriría la caja, encontraría el sobre, y probablemente otros muchos similares, y los enviaría a sus destinatarios. ¡Imagíneselo! Es natural que nadie se atreviese a matarlo; sólo habría empeorado las cosas. Siempre me lo decía. Además, siempre tenía un revólver cargado en la mano al abrir la caja, al menos en mi presencia. Se lo aseguro, no le gustaba correr riesgos. ¡Oh, señor Sheringham, ese hombre era un malvado! Desconozco qué pudo empujarle a quitarse la vida, ¡pero puede usted creer que daré gracias a Dios de rodillas cada noche de mi vida!

Se quedó allí mordiéndose el labio y jadeando a causa de la intensidad de sus sentimientos.

—Pero, si sabía usted que las pruebas estaban en la caja, ¿por qué no estaba asustada cuando la abrió el inspector? —preguntó con curiosidad Roger—. Recuerdo haberla mirado y, desde luego, no parecía usted nada preocupada.

—¡Ah!, pero eso fue después de recibir la carta —explicó la señora Plant—. Antes, como es lógico estaba asustadísima. Pero luego no, aunque me pareció demasiado bueno para ser cierto. ¡Vaya! ¿No es esa la campana del almuerzo? Será mejor que entremos, ¿no le parece? Creo que ya le he contado todo lo que necesita saber.

Se puso en pie y volvió hacia la casa.

Roger empezó a andar junto a ella.

—¿Carta? —preguntó con impaciencia—. ¿Qué carta?

La señora Plant lo miró sorprendida.

—¡Oh!, ¿no lo sabe? Pensé que lo sabría, ya que parecía tan enterado de todo. Sí, recibí una carta suya diciendo que, por motivos personales, había decidido quitarse la vida, y que antes de hacerlo quería informarme de que no tenía nada que temer, pues había quemado todas las pruebas que tenía contra mí. ¡Ya imaginará el alivio que sentí!

—¡Dioses! —exclamó perplejo Roger—. ¡Esto sí que es un golpe para mí!

—¿Cómo dice, señor Sheringham? —preguntó la señora Plant con curiosidad.

La respuesta perpleja y levemente incoherente de Roger no ha quedado registrada.

24. El señor Sheringham se desconcierta

Roger pasó la primera parte del almuerzo en una especie de trance leve. No recobró la capacidad de pensar con coherencia hasta que la necesidad de dar cuenta de un enorme plato de ciruelas y pudin de tapioca, las dos cosas aparte de los judíos que más odiaba en el mundo, empezó a imponerse en su conciencia. La confesión de la señora Plant parecía haber nublado temporalmente su cerebro. Lo único que seguía recordando con claridad era que, si Stanworth había escrito una carta anunciando su inminente suicidio, era imposible que hubiese muerto asesinado, y por lo tanto la imponente estructura que él había erigido se desplomaba sobre los frágiles cimientos en que había sido edificada. Era una reflexión inquietante para alguien tan seguro de sí mismo como Roger.

Una vez terminado el desayuno y concluida la conversación acerca de los horarios de los trenes y otras cosas parecidas, llevó apresuradamente a Alec a su dormitorio en el piso de arriba para discutir otra vez la cuestión. La verdad es que a Roger le costaba admitir que se había tomado tantas molestias por desvelar algo que había resultado ser un fiasco; pero, al fin y al cabo, Alec acabaría enterándose más tarde o más temprano, y en ese momento lo más crucial, desde el punto de vista de Roger, era hablar. De hecho, la conversación reprimida en su pecho casi le había producido un dolor físico en aquellos últimos minutos.

—¡Alexander! —exclamó dramáticamente en cuanto la puerta estuvo cerrada—. ¡Todo ha terminado!

—¿Qué quieres decir? —preguntó sorprendido Alec—. ¿Es que se ha enterado la policía?

—Peor que eso. ¡Mucho peor! ¡Por lo visto el viejo Stanworth no murió asesinado! Se suicidó, después de todo.

Alec se desplomó pesadamente en una silla que había cerca.

—¡Dios mío! —exclamó sin fuerzas—. Pero ¿qué demonios te hace pensar eso? Creía que estabas convencido de que había sido un asesinato.

—Y lo estaba —respondió Roger apoyándose en una mesita—. Eso es lo más extraordinario, porque muy pocas veces me equivoco. Lo digo con toda modestia, pero es un hecho indiscutible. Según todas las leyes de la probabilidad, Stanworth debería haber muerto asesinado. Realmente es inexplicable.

—Pero ¿cómo sabes que no fue así? —preguntó Alec—. ¿Qué ha ocurrido, desde la última vez que te vi, que te ha hecho cambiar de opinión?

—El hecho de que la señora Plant recibiera una nota del viejo Stanworth advirtiéndole de que iba a quitarse la vida por motivos personales o algo parecido.

—¡Oh!

—Te aseguro que me quedé de una pieza. No se me habría ocurrido nada más inesperado. Y lo peor es que no deja lugar a dudas. Una nota así no es lo mismo que la otra confesión.

—¿Sabes? La verdad es que no me sorprende tanto —dijo muy despacio Alec—. Nunca estuve tan convencido como tú de lo del asesinato. Después de todo, si se consideran bien los hechos del caso, y aunque pareciesen respaldar la teoría del asesinato, también concuerdan con un suicidio, ¿no crees?

—Eso parece —respondió abatido Roger.

—Lo que ocurre es que se te había metido entre ceja y ceja lo del asesinato..., supongo que porque es más novelesco, e hiciste lo imposible por conseguir que todo encajara.

—Supongo que sí.

—De hecho, se convirtió en una especie de
idee fixe
—concluyó sabiamente Alec—, lo demás carecía de importancia para ti. ¿No es cierto?

—Alec, vas a hacer que me avergüence —murmuró Roger.

—Bueno, en cualquier caso, eso prueba lo que ocurre cuando uno se entromete en los asuntos ajenos —señaló Alec con severidad—. Ha sido una suerte que averiguases la verdad antes de ponerte aún más en ridículo.

—Lo tengo bien merecido —dijo Roger contemplando contrito su cepillo del pelo.

Ahora era el turno de Alec de estar pagado de sí mismo, y lo estaba aprovechando. Repantigado en su sillón y fumando plácidamente era la imagen perfecta del «¡te lo dije!». Roger lo miró en apesadumbrado silencio.

—Y no obstante... —murmuró con timidez tras un momento de silencio.

Alec le señaló con la pipa con aire admonitorio.

—¡No empieces otra vez...!

Roger estalló de pronto.

—¡Di lo que quieras, Alec —le espetó—, pero todo esto es muy extraño! No me lo negarás. Después de todo, nuestras pesquisas no han sido del todo inútiles. Establecimos el hecho de que Stanworth era un chantajista. A propósito, olvidé decírtelo. Estábamos en lo cierto, el muy canalla había estado extorsionando a la señora Plant por las malas. Y, dicho sea de paso, ella no cree que pueda tratarse más que de un suicidio y afirma que Jefferson no entró en la biblioteca, por lo visto me equivoqué en ese pequeño detalle. Estoy seguro de que decía la verdad. Pero en cuanto a lo demás..., ¡que me parta un rayo si sé qué pensar! Cuanto más lo pienso, más difícil me resulta creer que se tratara de un suicidio y que todos los demás detalles sean puras coincidencias. No parece razonable.

—Sí, todo eso está muy bien —respondió tan sagaz como siempre Alec—. Pero cuando un tipo se toma la molestia de escribir una carta diciendo que va a...

—¡Dios mío, Alec! —le interrumpió muy animado Roger—. Acabas de darme una idea. ¿Estamos seguros de que la escribió él?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que es posible que la mecanografiaran. Todavía no he visto la carta, y cuando ella me lo dijo no se me ocurrió pensar que pudiera no ser manuscrita. Si la mecanografiaron, todavía hay una posibilidad.

Se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó sorprendido Alec.

—A ver si puedo echarle un vistazo a la dichosa carta —dijo Roger con la mano en el picaporte—. La habitación de la señora Plant está al fondo del pasillo, ¿no?

Tras echar un vistazo al pasillo, Roger corrió al dormitorio de la señora Plant y llamó a la puerta.

—Pase —respondió una voz.

—Soy yo, señora Plant —replicó en voz baja—, el señor Sheringham. ¿Podría hablar con usted un minuto?

Se oyeron unas pisadas apresuradas y la señora Plant asomó la cabeza por la puerta.

—¿Sí? —preguntó con cierta aprensión—. ¿De qué se trata, señor Sheringham?

—¿Recuerda la carta de la que me habló esta mañana? La del señor Stanworth. ¿La conserva usted todavía por casualidad? ¿O la ha destruido?

Ella contuvo el aliento antes de responder.

—No. Por supuesto la destruí de inmediato. ¿Por qué?

—¡Oh!, sólo quería comprobar una cosa. Veamos. —Estaba pensando a toda velocidad—. Supongo que la pasarían por debajo de la puerta, ¿no?

—¡No! Llegó por correo.

—¿Ah, sí? —respondió muy animado Roger—. No se fijaría usted en el matasellos, ¿verdad?

—Pues sí. Me pareció raro que se hubiese tomado la molestia de llevarla al correo. La envió desde el pueblo con el correo de las ocho y media de la mañana.

—Desde el pueblo, ¿eh? ¡Ah! ¿Y estaba escrita a máquina?

—Sí.

Roger contuvo otra vez el aliento.

—¿Y la firma estaba mecanografiada o escrita a mano?

La señora Plant hizo memoria.

—A máquina, que yo recuerde.

—¿Está usted segura? —preguntó con vehemencia Roger.

—Sí, creo que sí. ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo. Estaba toda escrita a máquina, incluida la firma.

—Muchas gracias, señora Plant —dijo Roger—. Es todo lo que necesitaba saber.

Regresó corriendo a su cuarto.

—¡Alexander! —exclamó teatralmente en cuanto estuvo dentro—: ¡Alexander, esto no ha acabado todavía!

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Alec con el ceño levemente fruncido.

—La carta parece una falsificación, igual que la confesión. Estaba escrita a máquina, incluso la firma, y la enviaron desde el pueblo. ¿Imaginas a un hombre en sus cabales yendo hasta el pueblo para enviar una carta, cuando sólo tenía que deslizarla por debajo de la puerta?

—Tal vez tuviese que enviar otras —aventuró Alec soltando una bocanada de humo—. ¿Sería la señora Plant la única?

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