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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court

BOOK: El misterio de Layton Court
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Victor Stanworth ha alquilado Layton Court este verano para invitar a unos amigos a pasar unos días con él, pero una mañana aparece muerto en la biblioteca, junto a una escueta nota en la que dice haber decidido suicidarse. Uno de los invitados es Roger Sheringham —el gran detective de Berkeley—, quien se encarga de investigar el caso. Anthony Berkeley nos muestra en esta novela el gusto, la maestría y la habilidad para urdir una obra de alto entretenimiento, fruto de la época más feliz del género.

Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court

ePUB v1.2

chungalitos
05.02.12

A mi padre

Querido padre:

No sé de nadie a quien le gusten más que a ti los relatos de detectives, con la posible excepción de mí mismo. Por lo que, si escribo uno y lo lees, tendremos la diversión asegurada.

Espero que repares en que he intentado que el caballero encargado de resolver el misterio se comporte en lo posible como sería de esperar que lo hiciera en la vida real. Es decir, que no parezca una esfinge y que cometa uno o dos errores de vez en cuando. Nunca he creído demasiado en esos individuos de ojos de halcón y labios apretados que prosiguen su avance silencioso e inexorable hasta la solución del misterio, sin tropezar ni una sola vez ni seguir una pista equivocada; y no veo por qué en un relato detectivesco no se va a poder crear un ambiente natural, igual que en cualquier otra obra de ficción.

Igualmente me gustaría hacerte notar que he mostrado sin más todas las pruebas a medida que van descubriéndose, a fin de que el lector disponga de los mismos datos que el detective. Me parece la única manera correcta de hacerlo. Ocultar hasta el último capítulo una prueba vital (que, dicho sea de paso, normalmente sirve para que la solución parezca de lo más simple), y sorprender al lector haciendo que el detective arreste al culpable antes de dejarle vislumbrar siquiera las pruebas en que se basa para hacerlo no es, en mi opinión, juego limpio.

Y tras esta breve homilía te entrego el libro a modo de pequeña retribución por todo lo que has hecho por mí.

1. Ocho de la mañana

William, el jardinero de Layton Court, era un hombre melancólico y reflexivo.

Afirmaba que no vale la pena apresurar las cosas, sobre todo las más importantes de la vida, como la erradicación del pulgón de los rosales. Antes de actuar, es mejor estudiar pesarosa y cuidadosamente el asunto desde todos los puntos de vista posibles, en particular desde los peores.

Esa mañana de verano, William había pasado más de tres cuartos de hora contemplando taciturno las rosas. Muy pronto se sentiría con ánimos para iniciar sus operaciones.

—¿Siempre cuenta usted los pulgones antes de exterminarlos, amigo William? —preguntó a sus espaldas una voz inesperada.

William, que estaba agachado a fin de observar tristemente los intrincados pliegues de una Caroline Testout comida por los pulgones, se volvió con precipitación. Odiaba que lo abordaran en momentos cruciales como aquel, pero cierta cordialidad espontánea en aquella voz estremeció intolerablemente sus sentimientos más nobles. El hecho añadido de que, al volverse tan deprisa, parte de su cuerpo entrara en agudo y doloroso contacto con otro rosal no contribuyó a hacer que la vida le pareciese más agradable en ese preciso momento.

—No estaba contándolos —observó secamente, y añadió en voz baja con descaro—: ¡dichoso señor Sheringham!

—¡Oh!, pensé que debía de estar calculando cuántos iba a echarse al morral —observó el recién llegado desde detrás de una enorme pipa—. ¿Cuál es su récord de capturas, William? Debe de ascender a varios miles de piezas, ¿no? En fin, sin duda es un deporte interesante para gente de gustos sosegados. Como coleccionar sellos. ¿Alguna vez ha coleccionado usted sellos?

—No —respondió el jardinero, mirando muy serio a un gusano. William no era muy locuaz.

—¿Ah, no? —replicó su interlocutor con interés—. A mí antes me encantaba. De niño, claro. Aunque, en realidad, tiene usted razón: era una ocupación un poco tonta. —Siguió la mirada de William—. ¡Ah, el gusano matutino! —prosiguió muy animado—, y, por lo que veo, está desafiando las normas del oficio al negarse a servir de desayuno del pájaro matutino. ¡Qué poco profesional! He ahí una lección para todos nosotros, William, ojalá supiera lo que significa. Volveré a decírselo cuando tenga tiempo de meditarlo.

William gruñó huraño. Había muchas cosas que desaprobaba en el mundo, pero el señor Roger Sheringham era toda una categoría en sí mismo. El evangelio de la risa no ejercía el menor atractivo para aquel severo materialista y verdugo de pulgones.

Roger Sheringham siguió su camino totalmente ajeno a las sublimes alturas de la desaprobación de William. Con las manos metidas en los bolsillos de unos increíbles pantalones de franela gris, continuó paseando entre los macizos de rosas y envenenando alegremente la fragante atmósfera con las dañinas nubes de humo que salían de la desagradable pipa que llevaba en la enorme bocaza. Los elocuentes resoplidos de William le siguieron sin que reparase en ellos; Roger había olvidado ya la existencia del jardinero.

Muchos opinan que las ocho de la mañana es el mejor momento de un día de verano. A esa hora, afirman, el aire está agradablemente tibio, y no reducido a cenizas como sucede una o dos horas después. Y todavía hay suficiente rocío centelleando sobre las hojas y las flores para que los poetas tengan algo de lo que hablar sin tener que levantarse a las seis de la mañana en busca de inspiración. Sin duda, es una teoría que vale la pena considerar.

Es lo que estaba haciendo el señor Roger Sheringham en el momento en que empieza esta historia.

No es que Roger Sheringham fuese un poeta. Ni mucho menos. Pero era algo muy parecido: un escritor. Y una parte de las obligaciones profesionales de un escritor consiste en saber con exactitud qué aspecto tiene una rosaleda a las ocho de una mañana de verano..., eso y también todo lo demás. Roger Sheringham estaba refrescando sus notas mentales al respecto.

Mientras lo hace, démosle la vuelta a la situación y examinémoslo a él. Vamos a encontrárnoslo a menudo en el futuro inmediato, y las primeras impresiones siempre son importantes.

Tal vez lo primero que nos llame la atención, incluso antes de haber tenido tiempo de reparar en sus características físicas, sea una atmósfera de energía exuberante e ilimitada; es evidente que Roger Sheringham es una de esas personas dinámicas que parecen aprovechar el tiempo mejor que los demás. Haga lo que haga, lo hace como si fuese lo único que hubiese querido hacer en toda su vida. Al verlo ahora contemplando la rosaleda, y teniendo en cuenta la atención con que la mira, cualquiera diría que la está memorizando. Al menos uno estaría dispuesto a apostar que después podría decirnos cuántas plantas hay en cada macizo de flores, cuántas rosas hay en cada planta y cuántos pulgones hay en cada rosa. Sean naturales o parte de su oficio, no cabe duda de que Roger tiene grandes dotes de observación.

En cuanto a su físico, es un poco más bajo que la media y de constitución fuerte; con una cara más redonda que alargada, y un par de astutos y centelleantes ojos grises. Los pantalones informes y la vieja y desaliñada chaqueta Norfolk parecen denotar cierta excentricidad y desprecio por las convenciones, demasiado premeditados para ser naturales, aunque sin llegar a degenerar en una pose. La pipa de boquilla corta y cazoleta grande en la comisura de los labios parece formar parte de él. Añádase que su edad está entre los treinta y los cuarenta años, que su colegio fue Winchester y su universidad Oxford; y que sentía (o al menos declaraba sentir) el más profundo desprecio por sus lectores, que, según sus editores, alcanzaban un número sorprendentemente grande, y ahí tenéis al señor Roger Sheringham, a vuestro servicio.

El sonido de unos pasos que se acercaban por el sendero de grava que separaba la rosaleda del césped de detrás de la casa, lo arrancó de su atenta contemplación de los fenómenos matutinos. Un momento después, un joven corpulento y ancho de hombros apareció a la vuelta de la esquina.

—¡Dios mío! —exclamó Roger con gran consternación—. ¡Alec! ¡Y una hora y media antes de lo necesario! ¿Qué te ocurre esta mañana, Alec?

—Lo mismo podría preguntarte yo —sonrió el joven—. Es la primera vez que te veo levantado antes de las diez desde que llegamos.

—Eso son sólo tres días. Aunque no te falta razón. A propósito, ¿dónde está nuestro amable anfitrión? Pensaba que tenía la inquietante costumbre de pasar una hora en el jardín cada mañana antes de desayunar; al menos eso me contó con mucho detalle ayer por la tarde.

—No lo sé —respondió con indiferencia Alec—. Pero ¿qué te trae por aquí, Roger?

—¿A mí? ¡Oh!, estaba trabajando. Estudiando la flora y la fauna locales, representada en este último caso por William. ¿Sabes Alec?, deberías tratar más a William. Estoy seguro de que tenéis mucho en común.

Echaron a andar y pasearon entre los macizos de flores dispersos.

—¿Trabajando a estas horas? —preguntó Alec—. Pensaba que hacías todas esas bobadas entre la medianoche y el amanecer.

—Posees una singular agudeza literaria —suspiró Roger—. Casi nadie diría que mi trabajo son bobadas. Aunque tú y yo sabemos que es así, ¿verdad? Pero, por el amor de Dios, no le digas a nadie tu opinión. Mis ingresos dependen de la venta de libros, y, si alguna vez llega a saberse que Alexander Grierson considera que...

Alec le propinó un puñetazo en el tórax literario.

—¡Oh, por Dios, calla de una vez! —gruñó—. ¿Es que nunca paras de hablar, Roger?

—Sí —admitió Roger a regañadientes—. Cuando duermo. Es una dura prueba para mí. Por eso odio tanto irme a la cama. Pero todavía no me has contado por qué estás levantado tan temprano.

—No podía dormir —respondió Alec levemente avergonzado.

—¡Ah! —Roger se detuvo y escrutó el rostro de su acompañante—. Tendré que estudiarte, Alec. Lo siento mucho si eso te molesta, pero es mi deber con el público británico, lo cual es razón más que de sobra, mi enamorado e interesante joven. Tal vez ahora quieras decirme el verdadero motivo por el que perturbas este precioso jardín con tu indecorosa presencia a una hora tan intempestiva.

—¡Oh, para de una vez, pesado! —gruñó ruborizándose el enamorado e interesante joven.

Roger lo miró con mucha atención.

—Notas sobre las costumbres del animal recién comprometido, género masculino —murmuró en voz baja—. Uno: cambia todas sus costumbres e instintos y sale a buscar aire fresco, cuando podría seguir remoloneando en la cama. Dos: ataca a sus amigos íntimos, sin mediar provocación alguna. Tres: se sonroja intensamente cuando se le hace una pregunta sencilla. Cuatro...

—¿Te vas a callar de una vez, o tendré que echarte en mitad de esos rosales? —gritó el azorado Alec.

—Me callaré —respondió enseguida Roger—. Pero ten en cuenta que si lo hago es sólo por William. Creo que odiaría verme aterrizar sobre uno de sus adorados rosales. Se deprimiría más que nunca, y me acobarda pensar en las posibles consecuencias. Y, a propósito, ¿cómo es que vienes de la entrada a la finca y no de la casa?

—Estás muy curioso esta mañana —sonrió Alec—. Ya que quieres saberlo, he estado en el pueblo.

—¿Tan pronto?, al final va ser cierto que a ti te pasa algo. ¿A qué demonios has ido al pueblo?

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