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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (22 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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Aun así, era demasiado tarde para volverse atrás. Debía aclararlo todo, por sí mismo e incluso por ellos. Roger comprendía ahora los sentimientos de Alec al respecto. ¡Qué curioso que al final hubiese terminado por coincidir con Alec!

Empezó a repasar la parte personal a la luz de aquella nueva revelación. ¿De qué servía? Si Jefferson era un hombre honrado que sólo mataría si no quedara otro remedio en un caso desconocido, ¿qué habría producido semejante situación? ¿Cuál es el principal motivo que conduce la mayor parte de las veces a un hecho tan drástico? Bueno, la respuesta era bastante obvia. Una mujer.

¿Qué habría ocurrido en este caso? ¿Estaría enamorado Jefferson de una mujer, cuya paz o felicidad se hubiese visto amenazada por el propio Stanworth?, y, en tal caso, ¿quién sería la mujer? ¿Lady Stanworth? ¿La señora Plant? Roger soltó una exclamación involuntaria. ¡La señora Plant!

Eso encajaría al menos con algunos de los hechos más desconcertantes. Los polvos cosméticos del brazo del sofá, por ejemplo, y el pañuelo húmedo.

La imaginación de Roger se desbocó. La señora Plant estaba en la biblioteca con Stanworth: él estaba amenazándola o algo parecido. Tal vez tratase de obligarla a hacer algo que a ella le repugnase. En cualquier caso, ella se echa a llorar y le implora. Él se muestra inflexible. Ella apoya la cara en el sofá y sigue llorando. Jefferson entra, ve lo que está ocurriendo y mata a Stanworth llevado por su pasión y sintiendo menos culpabilidad que si se tratara de una rata. La señora Plant lo mira horrorizada; tal vez trata de impedirlo, aunque sin conseguirlo. Una vez cometido el crimen, ella se vuelve tan fría como el hielo y lo dispone todo para que parezca un suicidio.

Roger se puso en pie de un salto y se apoyó en el alféizar.

—¡Encaja! —murmuró excitado—. ¡Todo encaja!

Miró hacia abajo y reparó en que la luz del saloncito estaba apagada. Memorizó la hora. Era más de la una y media. Volvió a desplomarse en la silla y se puso a considerar si las otras piezas del puzzle encajarían tan fácilmente: el incidente de la caja, el cambio de actitud, lady Stanworth y todo lo demás. No, no iba a ser tan fácil.

Al cabo de una hora, seguía sin estar seguro. El esquema principal parecía bastante convincente, pero los detalles no lo eran tanto.

—Me estoy haciendo un lío —murmuró al levantarse de la silla—. Será mejor dejarlo de momento.

Salió sin hacer ruido de la habitación y se escabulló por el pasillo hasta el dormitorio de Alec.

Alec se sentó bruscamente en la cama al abrirse la puerta.

—¿Eres tú, Roger? —preguntó.

—No, soy Jefferson —dijo Roger, cerrando la puerta a su espalda. —Ya ves cómo te habrías delatado de haberlo sido, Alexander Watson. Trata de hablar un poco más bajo. El sonido de una bocina de niebla en mitad de la noche suele llamar la atención de la gente. ¿Estás listo?

Alec salió de la cama y se puso el batín.

—Listo.

Bajaron las escaleras con el mayor sigilo y entraron en el saloncito. Roger corrió cuidadosamente las gruesas cortinas antes de encender la luz.

—Vamos allá —susurró entusiasmado mirando la mesa repleta de papeles—. Esa pila de ahí ya la he revisado, así que no es necesario volver a hacerlo.

—¿Ya la has revisado? —preguntó sorprendido Alec.

—Sí, ayudado por mi excelente amigo, el comandante Jefferson —respondió Roger con una sonrisa, y procedió a explicarle lo que había estado haciendo.

—Menuda cara tienes —observó Alec con una sonrisa.

—Sí, y también tengo algo más —replicó Roger—, una teoría convincente de quién mató a Stanworth y en qué circunstancias. Te aseguro, amigo Alec, que estas dos últimas horas he estado de lo más ocupado.

—¿Ah, sí? —preguntó Alec—. Cuéntame.

Roger negó con la cabeza.

—Ahora no —dijo sentándose en la silla de Jefferson—. Terminemos primero con esto. Mira, tú repasa estos documentos. Antes de nada quiero revisar sus cuentas. Te diré una cosa que he descubierto. Los ingresos de todos sus negocios no sumaban ni la cuarta parte de sus gastos. El año pasado debió de ganar unas dos mil libras, y yo diría que su tren de vida le obligaba a gastar al menos diez mil al año. Y, por si eso fuera poco, también hizo cuantiosas inversiones. ¿De dónde salía todo ese dinero extra? Es lo que quiero averiguar.

Alec empezó a vadear obedientemente entre el mazo de papeles que le había indicado Roger, mientras éste revisaba los asientos de las cuentas bancarias.

—¡Vaya! —exclamó de pronto—. Dos de estas cuentas están a su nombre, y las otras tres aparecen bajo nombres diferentes. Jefferson no me lo dijo. Quisiera saber qué demonios significa esto.

Empezó a repasarlas de forma metódica y por un rato reinó el silencio en el saloncito. Luego Roger alzó la mirada con el ceño fruncido.

—No entiendo nada —dijo lentamente—. Los dividendos, los cheques y demás aparecen en sus dos cuentas bancarias, pero en las otras tres sólo aparecen ingresos al contado. Fíjate: el nueve de febrero, cien libras; el diecisiete, quinientas; el doce de marzo, doscientas; el veintiocho, trescientas cincuenta; y el nueve de abril, mil libras. ¿Qué demonios deduces tú? Todo en metálico, y cifras redondas. ¿Por qué mil libras en metálico?

—Es muy raro, desde luego —asintió Alec.

Roger cogió otra de las libretas de depósitos y hojeó las páginas con cuidado.

—Aquí ocurre lo mismo. Vaya, hay una entrada de cinco mil libras ingresadas en metálico. ¡Cinco mil libras en metálico! ¿Por qué? ¿Qué significa esto? ¿Aclaran algo tus papeles?

—No, son sólo cartas comerciales. No parece haber nada raro.

Roger siguió con la libreta en la mano, sin dejar de mirar la pared.

—Todo en metálico —murmuró—, sumas entre diez y cinco mil libras, todas múltiplo de diez o cifras redondas; ni chelines ni peniques; ¡y en metálico! Eso es lo que me extraña. ¿Por qué en metálico? No hay ni un solo cheque apuntado en estas tres libretas. ¿De dónde llegaba todo este dinero? Por lo que he visto, no hay explicación alguna. No procede de ningún tipo de negocio. Además, siempre que extendía cheques eran a su nombre. Hacía ingresos en metálico y lo sacaba con cheques a su nombre. ¿Qué demonios significa esto?

—Ni idea —respondió perplejo Alec.

Roger contempló la pared en silencio un instante. De pronto, abrió la boca y soltó un suave silbido.

—¡Demonios! —exclamó volviéndose hacia Alec—. Creo que ya lo tengo. Eso lo aclararía todo. Sí, que me parta un rayo si no es eso. Está clarísimo. ¡Dios mío!

—¡Suéltalo de una vez!

Roger hizo una pausa. Era el momento más teatral del que había dispuesto hasta entonces,
y
no iba a echarlo a perder con una precipitación indebida.

Golpeó la mesa con el puño a modo de preparación
y
dijo en tono vibrante:

—¡El viejo Stanworth era un chantajista profesional!

22. El señor Sheringham resuelve el misterio

Eran las diez de la mañana del día siguiente, y Roger y Alec estaban dando un reparador paseo por la rosaleda después del desayuno, antes de que se iniciase el procedimiento judicial. Roger se había negado a añadir nada a lo dicho la noche anterior..., o más bien ese mismo día de madrugada. Se había limitado a observar que ya iba siendo hora de irse a la cama, y que quería tener la cabeza clara antes de discutir el asunto a la luz de aquella nueva revelación sobre la personalidad de Stanworth. Lo dijo no una, sino varias veces, y Alec se había tenido que contentar con eso.

Ahora, con las pipas encendidas se estaban preparando para continuar con el asunto.

Roger parecía complacido y triunfante.

—¿Misterio? —repitió en respuesta a una pregunta de Alec—. Ya no hay ningún misterio. Lo he resuelto.

—¡Oh!, ya sé que el misterio de Stanworth está resuelto —respondió con impaciencia Alec; a decir verdad, los aires que se daba Roger le resultaban bastante irritantes—. Es decir, si tu explicación es correcta, cosa que no voy a discutir ahora.

—Muchas gracias.

—Pero ¿qué hay del misterio de su muerte? Es imposible que también lo hayas resuelto.

—Te equivocas, Alexander —replicó Roger con una sonrisa satisfecha—, eso es exactamente lo que he hecho.

—¡Ah! Entonces, ¿quién lo mató?

—Si quieres que te lo diga con una sola palabra —respondió Roger no sin reticencias—, fue Jefferson.

—¿Jefferson? —exclamó Alec—. ¡Oh, es absurdo!

Roger lo miró con curiosidad.

—Vaya, qué interesante —observó—. ¿Por qué dices que es absurdo en ese tono?

—Porque —Alec dudó—. No sé. Es absurdo pensar que Jefferson pudiera cometer un asesinato. ¿Por qué?

—¿Te refieres a que no te parece propio de él?

—¡Pues claro que no me lo parece!

—¿Sabes, Alec?, empiezo a pensar que juzgas a las personas mejor que yo. Resulta humillante admitirlo, pero así es. Dime, ¿has pensado siempre lo mismo de Jefferson, o sólo últimamente?

Alec se detuvo a reflexionar.

—Creo que desde que empezó todo este asunto. Siempre me ha parecido absurdo que Jefferson pudiera estar involucrado. Y lo mismo las dos mujeres, ya que lo preguntas. No, Roger, si estás tratando de cargarle el mochuelo a Jefferson, creo que cometerás una grave equivocación.

La satisfacción de Roger seguía inconmovible.

—Si se tratase de un caso ordinario, no me cabría la menor duda —replicó—. Pero no olvides que no lo es. Stanworth era un chantajista, y eso lo cambia todo. A un hombre normal se le asesina, pero a un chantajista se le ejecuta. Es decir, a menos que lo mates llevado por la rabia del momento, dejándote llevar por la locura o la desesperación. Es lo que tú harías, ¿no crees? En fin, ¿qué no harías tú por una mujer, y más si estuvieses enamorado de ella? Te aseguro, Alec, que la cosa está tan clara como el agua.

—¿Insinúas que Jefferson está enamorado?

—Exacto.

—¿De quién?

—De la señora Plant.

Alec se quedó boquiabierto.

—Dios mío, ¿cómo demonios lo sabes? —preguntó incrédulo.

—No lo sé —replicó Roger con aire complacido—. Pero debe estarlo. Es la única explicación posible. Lo he deducido.

—¡Demonios!

—Sí, había llegado a esa conclusión, aun antes de descubrir el secreto de la doble vida de Stanworth. Eso lo aclara todo.

—¿Ah, sí?, reconozco que así algunas cosas parecen más comprensibles, pero que me aspen si entiendo por qué estás tan seguro de que Jefferson lo mató.

—Te lo explicaré —replicó en tono amable Roger—. Jefferson estaba secretamente enamorado de la señora Plant. Por uno u otro motivo, Stanworth la estaba chantajeando sin que lo supiera Jefferson. Tiene una conversación con ella en la biblioteca y le pide dinero. Ella se echa a llorar y le implora (de ahí la humedad del pañuelo) y oculta la cara en el brazo del sofá como hacen las mujeres (de ahí los polvos cosméticos en ese lugar). Stanworth se muestra inflexible, quiere el dinero. Ella responde que no lo tiene.

»De acuerdo, responde Stanworth, en ese caso deme sus joyas. Ella va a buscarlas y se las entrega. Stanworth abre la caja y le explica que es ahí donde guarda las pruebas contra ella. Luego guarda las joyas y le pide que se marche. Entra Jefferson de forma imprevista, se hace cargo de la situación y se abalanza sobre él. Stanworth le dispara y falla, alcanzando el jarrón. Jefferson le coge por la muñeca, apunta el revólver contra él y aprieta el gatillo, disparando a Stanworth con su propio revólver sin permitir que lo suelte. La señora Plant está horrorizada; pero, al ver que la cosa ya no tiene remedio, toma las riendas del asunto y lo dispone todo para que parezca un suicidio. Y ésa —concluyó Roger con una palmadita metafórica en su propio hombro—, es la explicación de los extraños sucesos acontecidos en Layton Court.

—¿Ah, sí? —preguntó Alec, no tan seguro—. Sin duda, es una historia muy bonita, y dice mucho de tu capacidad de fabulación. Pero lo de que hayas resuelto el misterio..., todavía está por ver.

—A mí me parece que lo explica todo —replicó Roger—. Pero siempre fuiste difícil de convencer, Alec. Piénsalo y verás. El jarrón roto y la segunda bala; el modo en que se cometió el crimen; el hecho de que el asesino volviera a la casa; la agitación producida por la apertura de la caja; el comportamiento de la señora Plant por la mañana; sus reticencias a prestar testimonio (por miedo a que se le escapara algo de lo sucedido), y su temor cuando le revelé que, a pesar de todo, sabíamos que había estado en la biblioteca; la desaparición de las pisadas; la presencia de los polvos y la humedad en el pañuelo; la indiferencia de lady Stanworth tras el fallecimiento de su cuñado (imagino que tendría también algo contra ella); el que contratase a un ex boxeador como mayordomo, obviamente para protegerse; el hecho de que yo oyese a gente pululando por la casa hasta última hora de la noche; ¡todo! Todo aclarado y explicado.

—¡Bah! —dijo Alec sin comprometerse.

—Bueno, ¿acaso ves algún punto débil? —preguntó exasperado Roger.

—Ya que lo dices —replicó muy despacio Alec—, ¿por qué tanto Jefferson como la señora Plant dejaron de pronto de poner objeciones a la apertura de la caja, después de haberse negado a que lo hicieran?

—¡Fácil! —repuso Roger—. Mientras estábamos arriba, Jefferson abrió la caja y sacó los documentos. No debió de tardar más de un minuto en hacerlo. ¿Alguna objeción?

—¿Es que el inspector se dejó olvidadas las llaves? Me pareció ver que se las guardaba en el bolsillo.

—No, las dejó sobre la mesa, y fue Jefferson quien se las guardó en el bolsillo. Recuerdo haberme dado cuenta en su momento, y haberme preguntado por qué lo había hecho. Ahora es evidente, claro.

—Bueno, ¿y qué hay del montoncito de ceniza en la chimenea de la biblioteca? Dijiste que podía tratarse de los restos de algún documento de importancia y te dio la impresión de que Jefferson se sentía muy aliviado al oírte.

—Me equivoqué —replicó sin dudarlo Roger—. En cuanto a las cenizas, pudo tratarse de cualquier cosa. No creo que tengan mayor importancia.

—¡Pero antes sí lo creías! —insistió obstinado Alec.

—Pues sí, mi querido, aunque un poco cabeza hueca, Alexander —explicó pacientemente Roger—. Eso fue porque al principio pensé que eran importantes. Ahora veo que me equivocaba. ¿Lo comprendes?

—Entonces explícame esto —dijo de pronto Alec—. ¿Por qué demonios no sacó Jefferson los documentos de la caja justo después de la muerte de Stanworth, en lugar de esperar a la mañana siguiente?

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