—Ya. ¿Adónde da la otra puerta?
—Es el vestidor. Ahí dormía la enfermera Armstrong mientras mi tía estuvo enferma.
Parker echó una ojeada al vestidor, se fijó en la distribución del dormitorio y se dio por satisfecho.
La chica pasó junto a Parker sin decir palabra mientras él sujetaba la puerta abierta. Era una mujer robusta, pero se movía con una languidez que resultaba angustiosa, con los hombros caídos y una falta de elegancia que daba lástima.
—¿Quiere ver el estudio?
—Sí, por favor.
Bajó delante de Parker los seis peldaños y siguió por un corto pasillo que llevaba a la habitación que, según sabía ya el policía, estaba construida en la parte trasera, sobre la cocina.
El estudio era amplio y estaba bien iluminado gracias al techo acristalado. Un extremo estaba amueblado como una sala de estar; el otro no tenía muebles, y se dedicaba a lo que Nellie llamaba «enredar». Un caballete sostenía un cuadro muy feo (en opinión de Parker) y más lienzos apoyados contra las paredes. En un rincón había una mesa cubierta con un hule, y sobre ella un hornillo de gas, protegido con una chapa, y un mechero Bunsen.
—Voy a buscar la dirección. No sé dónde la he dejado —dijo la señorita Dorland con indiferencia.
Se puso a revolver en una mesa desordenada. Parker se acercó al taller y lo examinó con los ojos, la nariz y los dedos.
El cuadro tan feo del caballete estaba recién pintado. Lo supo por el olor, y porque los restos de pintura de la paleta eran blandos y pringosos. Estaba seguro de que habían trabajado allí hacía menos de dos días. Los pinceles reposaban en un tarro con aguarrás. Parker los cogió: aún tenían pegotes de pintura. El cuadro era un paisaje, o eso le pareció, de dibujo tosco y colores fuertes y descarnados. Parker no entendía de arte, y le habría gustado conocer la opinión de Wimsey. Siguió investigando. La mesa con el mechero Bunsen estaba vacía, pero en un armario cercano descubrió varios artilugios de química como los que recordaba haber utilizado en el colegio. Todo estaba limpio y ordenado. Obra de Nellie, supuso. Había diversas sustancias químicas conocidas, sencillas, en tarros y paquetes dispuestos en un par de estantes. Pensó que habría que analizarlas para comprobar si en realidad eran lo que parecían. También pensó que todo resultaría inútil, porque, evidentemente, habrían destruido cualquier elemento sospechoso semanas antes. Sin embargo, habría que hacerlo. Le llamó la atención una obra en varios tomos,
Diccionario de medicina
, de Quain. Cogió uno de ellos, del que sobresalía un trozo de papel que parecía una señal. Lo abrió por esa página y su mirada recayó sobre las palabras
rigor mortis
, y unos renglones más allá se leía: «El efecto de ciertos tóxicos…». Iba a continuar su lectura, pero oyó la voz de la señorita Dorland detrás de él.
—Eso no es nada —explicó ella—. Ya no hago esas tonterías. Fue un capricho pasajero. Lo que hago es pintar. ¿Qué le parece esto? —dijo con ostentación, señalando el paisaje horrible.
Parker dijo que le parecía muy bueno.
—Y estas obras también son suyas, ¿no? —preguntó señalando los demás lienzos.
—Sí —contestó ella.
Parker les dio la vuelta para ponerlos a la luz, y observó que estaban llenos de polvo. Nellie debía de haberse hecho la tonta con los cuadros, o a lo mejor le habían dicho que no los tocara. La señorita Dorland se mostró un poquito más animada que hasta entonces mientras enseñaba sus obras. El paisaje parecía un tema reciente; la mayoría de los lienzos eran estudios de figuras. El señor Parker pensó que, en conjunto, la pintora había hecho bien en decidirse por los paisajes. No estaba al tanto de la escuela moderna de pintura y le costaba trabajo expresar su opinión sobre aquellas extrañas figuras, con caras como huevos y brazos y piernas que parecían de caucho.
—Eso es
El juicio de Paris
—dijo la señorita Dorland.
—Ah, claro —replicó Parker—. ¿Y esto?
—Bueno, es un estudio de una mujer vistiéndose. No es muy bueno. Sin embargo, este retrato de la señora Mitcham es bastante aceptable.
Parker se quedó mirándolo, horrorizado. Quizá se tratara de una representación simbólica del carácter de la señora Mitcham, porque tenía unas líneas muy duras y puntiagudas, pero parecía una muñeca antigua, con nariz triangular, como un trozo de madera afilado, y los ojos eran simples puntos en la extensión de una cara lívida.
—No se le parece mucho —dijo Parker, vacilante.
—No es esa la intención.
—Esto está mejor… quiero decir, a mí me gusta más —dijo Parker, dándole la vuelta apresuradamente al siguiente cuadro.
—Ah… eso no es nada. Es un retrato imaginario.
Saltaba a la vista que despreciaba aquel cuadro, la cabeza de un hombre de aspecto cadavérico, sonrisa siniestra y una ligera bizquera: una recaída en el filisteísmo, dado que casi parecía un ser humano. La señorita Dorland lo retiró, y Parker intentó concentrarse en una Virgen con Niño que a su sencilla mentalidad evangélica le pareció una blasfemia abominable.
Por suerte, la señorita Dorland se cansó enseguida, aunque se tratara de sus propios cuadros, y los dejó tirados en un rincón.
—Aquí tiene la dirección —dijo bruscamente—. ¿Desea alguna cosa más?
Parker cogió la dirección.
—Una pregunta más —dijo, mirándola fijamente—. Antes de que muriese lady Dormer, antes de que viniera a verla el general Fentiman, ¿sabía usted lo que le dejaba a él en su testamento?
La chica le devolvió la mirada, y Parker vio el pánico en sus ojos. Pareció inundarla, como una ola. Apretó los puños contra los costados y, abatida, bajó los ojos ante la insistente mirada de Parker, como buscando una salida.
—¿Y bien? —insistió Parker.
—¡No! —exclamó ella—. ¡Claro que no! ¿Por qué tendría que haberlo sabido? —Y de repente se extendió por sus cetrinas mejillas un rubor sin brillo, que al desaparecer le dejó en el rostro el color de la muerte—. ¡Márchese! —exclamó con furia—. ¡Me da usted asco!
Figuras
—Así que he puesto un agente allí y me he llevado todo lo del armario para examinarlo —dijo Parker.
Lord Peter negó con la cabeza.
—Me hubiera gustado estar allí y ver esos cuadros. Pero…
—Quizá a ti te hubieran dicho algo —dijo Parker—. Tienes sensibilidad para el arte. También puedes ir a verlos en cualquier momento, claro. Lo que me preocupa es el factor tiempo. Suponiendo que ella le pusiera al viejo la digitalina en el coñac, ¿por qué tardó tanto tiempo en hacer efecto? Según los libros, tendría que haber reventado al cabo de una hora, más o menos. Era una dosis grandecita, según Lubbock.
—Ya lo sé. Creo que ahí tenemos una pega de mucho cuidado. Por eso me gustaría haber visto los cuadros.
Parker reflexionó unos momentos sobre aquella aparente incongruencia y renunció a comprenderla.
—George Fentiman…
—Sí —lo interrumpió Wimsey—. George Fentiman. Debe de ser que me estoy volviendo sentimental, a mis años, Charles, porque siento verdadera aversión a la idea de examinar la cuestión de las oportunidades que tuvo George Fentiman.
—Aparte de Robert —continuó Parker con determinación—, es la última persona interesada que vio al general Fentiman.
—Ya… Por cierto, solo contamos con la palabra de Robert, que nadie puede corroborar, sobre lo que ocurrió durante la última entrevista que tuvo con el abuelo.
—Venga, Wimsey… No me irás a decir que Robert tenía el menor interés en que su abuelo muriese antes que lady Dormer… Sería justo al contrario.
—No… pero a lo mejor sí le interesaba que muriese antes de haber hecho testamento. Las notas en ese trozo de papel… La mayor parte le correspondía a George, y eso no encaja por completo con lo que nos ha contado Robert. Y si no había testamento, Robert se habría quedado con todo.
—Sí, claro, pero si mataba al general, tenía que saber que no se llevaría nada.
—Esa es la cuestión, a menos que pensara que lady Dormer ya había muerto, pero no se me ocurre cómo podría habérsele ocurrido semejante cosa. A menos que…
—¿Qué?
—A menos que le diera a su abuelo una píldora o algo que tuviera que tomar más adelante, y el vejete se equivocara y se la tomara demasiado pronto.
—Lo de la píldora de acción retardada es lo más fastidioso de este caso, porque con eso casi todo es posible.
—Incluyendo la teoría de que se la diera la señorita Dorland, por supuesto.
—Para eso voy a ver a la enfermera, en cuanto la localice. Pero nos hemos apartado del asunto de George.
—Sí, tienes razón. Hay que enfrentarse con lo de George, aunque no me apetece lo más mínimo. Es como lo de la dama de Maeterlinck que da vueltas a la mesa mientras su marido intenta cargársela con un hacha: no estoy demasiado contento. En cuanto a la cuestión del tiempo, George es el que más se aproxima. Aún más: encaja muy bien en la cuestión del tiempo. Se separó del general Fentiman alrededor de las seis y media, y Robert encontró muerto a su abuelo hacia las ocho. Es decir que, suponiendo que le dieran esa sustancia en una píldora…
—Lo cual tendría que haber ocurrido… en un taxi —le interrumpió Parker—. Bien; como decías, suponiendo que le dieran la sustancia en una píldora, que tardaría un poco más en hacer efecto que si estuviera disuelta… entonces el general podría haber llegado al Bellona y haber visto a Robert antes de fallecer.
—Estupendo, pero ¿cómo consiguió George el medicamento?
—Ya. Esa es la primera dificultad —reconoció Parker.
—¿Y por qué dio la casualidad de que la llevaba encima en ese momento? No podía saber que iba a cruzarse con el general precisamente entonces. Aun cuando hubiera sabido que estaba en casa de lady Dormer, podía haberse imaginado que desde allí iría a Harley Street.
—Quizá llevara la sustancia todo el tiempo, esperando la ocasión para usarla. Y cuando el viejo lo llamó y se puso a sermonearle por su conducta y todo eso, pensó que debía actuar rápidamente, antes de que le dejara sin herencia.
—Esto… —vaciló Wimsey—. Pero entonces, ¿por qué iba a ser George tan tonto para asegurar que no sabía nada del testamento de lady Dormer? Si se hubiera enterado, no podríamos sospechar de él. Simplemente tendría que habernos dicho que el general se lo había contado en el taxi.
—Supongo que no se le habrá ocurrido ese detalle.
—En ese caso, George sería más imbécil de lo que creía.
—Es posible —replicó Parker secamente—. De todos modos, he puesto a un agente para que investigue en su casa.
—¿Ah, sí? ¿Sabes una cosa? Que ojalá no me hubiera metido en este caso. ¿Qué diantres importa que le dieran un empujoncito indoloro para que dejara este mundo un poco antes? Era un auténtico vejestorio.
—Ya veremos si piensas lo mismo dentro de sesenta años —dijo Parker.
—Espero que nos movamos en círculos distintos antes de que llegue ese momento. Yo estaré en el que se dedica a los asesinos, y tú en otro mucho más bajo y peligroso, el que se dedica a quienes van por ahí incitando a otros a que los asesinen. Charles, me lavo las manos en este asunto. Ahora que has entrado tú, no tengo nada que hacer. Me aburre y me fastidia. Vamos a hablar de otra cosa.
Wimsey bien podía lavarse las manos pero, como Poncio Pilatos, descubrió que la sociedad estaba irracionalmente decidida a relacionarlo con un caso molesto e insatisfactorio. El teléfono sonó a medianoche. Wimsey acababa de acostarse y soltó un taco.
—¡Di que no estoy! —le gritó a Bunter, y soltó otro taco al oírlo asegurar al desconocido que llamaba que iba a ver si su señoría había regresado. La desobediencia de Bunter auguraba una emergencia.
—¿Y bien?
—Es la señora Fentiman, milord. Parece muy alterada. Si su señoría no estuviera en casa, habría de rogarle que se pusiera en comunicación con ella en cuanto llegara.
—¡Puñetas! No tienen teléfono.
—No, milord.
—¿Ha dicho qué pasaba?
—Empezó preguntando si el señor George Fentiman estaba aquí, milord.
—¡Oh, Dios!
Bunter presentó delicadamente a su señor la bata y las zapatillas. Wimsey se las enfundó con furia y se dirigió sin ruido al teléfono.
—¿Diga?
—¿Es usted lord Peter? ¡Ah, menos mal! —El teléfono resonó con un suspiro de alivio, un ruido áspero, como un estertor de muerte—. ¿Sabe dónde está George?
—Ni idea. ¿No ha ido a casa?
—No… y estoy… asustada. Han venido esta mañana unas personas…
—La policía.
—Sí… George… Han encontrado algo… No se lo puedo contar por teléfono, pero George se fue a Walmisley-Hubbard en el coche… y dicen que no volvió allí… y… ¿recuerda aquella vez, cuando se puso tan raro y se perdió…?
—Han acabado los seis minutos —bramó la voz de la central telefónica—. ¿Va a hacer otra llamada?
—Sí, por favor… no corte… espere… ¡Oh, no tengo más peniques…! Lord Peter…
—Voy enseguida para allá —gruñó Wimsey.
—Gracias… ¡Muchas gracias!
—¿Dónde está Robert?
—Han acabado los seis minutos —repitió la voz, y la línea se cortó con un chasquido metálico.
—Tráeme la ropa —le dijo Wimsey con amargura a Bunter—. Dame esos harapos infames y repugnantes que esperaba haberme quitado para siempre. Llama un taxi. Tráeme una copa. Macbeth ha asesinado al sueño. ¡Ah! Y primero ponme con Robert Fentiman.
El comandante Fentiman no estaba en la ciudad, dijo Woodward. Había vuelto a Richmond. Wimsey intentó comunicar con Richmond. Tras un buen rato, una voz femenina contestó entrecortadamente por el sueño y la cólera. El comandante Fentiman no había vuelto a casa. El comandante Fentiman trasnochaba mucho. ¿Podría darle un recado al comandante Fentiman cuando volviera? Por supuesto que no. Tenía mejores cosas que hacer que quedarse espiando, contestando al teléfono y dándole recados al comandante Fentiman. Era la segunda llamada aquella noche, y ya le había dicho a la otra persona que ella no podía hacerse responsable de decirle al comandante Fentiman esto, aquello o lo de más allá. ¿Podría dejarle una nota al comandante Fentiman, pidiéndole que fuera a casa de su hermano? Pero bueno, ¿le parecía razonable que tuviera que quedarse despierta en una noche tan fría escribiendo cartas? Por supuesto que no. Pero había alguien gravemente enfermo. Sería muy amable. Solo eso: que fuera a casa de su hermano, y que era lord Peter Wimsey quien había llamado.