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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (25 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—¡Cállate, idiota! —dijo el señor Munns, furioso.

—¿Es que no tienes sentimientos? —preguntó su mujer.

Sheila se levantó e intentó llegar a la puerta.

—Vamos, acuéstate —le dijo Wimsey—. Estás agotada. ¡Vaya! Supongo que será Robert. Le dejé recado de que viniera en cuanto llegara a casa.

El señor Munns fue a abrir la puerta.

—Será mejor que la llevemos a la cama enseguida —le dijo Wimsey a la casera—. ¿No tendrá por casualidad una bolsa de agua caliente?

La señora Munns se fue a buscarla, y Sheila le cogió la mano a Wimsey.

—¿No puede llevarse ese frasco? Haga que se lo dé. Usted puede, puede hacer cualquier cosa. Oblíguela.

—Mejor que no —replicó Wimsey—. Resultaría sospechoso. Vamos a ver, Sheila, ¿de qué es ese frasco?

—Mi medicina para el corazón. Ya lo había echado en falta. Tiene algo que ver con la digitalina.

—¡Oh, Dios! —dijo Wimsey al tiempo que entraba Robert.

—Es todo asqueroso, deplorable —dijo Robert. Apesadumbrado, atizó el fuego, que apenas ardía, con las barras de abajo atascadas por las cenizas de todo un día y toda una noche. Y añadió—: He hablado con Frobisher. Y todo ese chismorreo en el club, y los periódicos… por supuesto, no puede pasarlo por alto.

—¿Estuvo amable?

—Muy amable, pero claro, yo no podía dar explicaciones. Voy a enviar mis notas.

Wimsey asintió. ¿Cómo iba a pasar por alto el coronel Frobisher un intento de fraude, después de que el asunto hubiera salido en los periódicos?

—Ojalá hubiera dejado en paz al viejo… Pero ya es demasiado tarde. Lo hubieran enterrado y nadie habría preguntado nada.

—Yo no quería meterme en todo esto —dijo Wimsey, defendiéndose del reproche tácito.

—Ya lo sé. No te echo la culpa a ti. La gente… bueno, el dinero no debería depender de la muerte de la gente… de los viejos, que ya no tienen nada que hacer en la vida… Es una tentación tremenda. A ver, Wimsey, ¿qué hacemos con esa mujer?

—¿La Munns?

—Sí. Maldita sea la que nos ha caído, con esa mujer y el dichoso frasco. Sí averiguan lo que, por lo visto, ha pasado, nos van a hacer chantaje de por vida.

—No —replicó Wimsey—. Lo siento, muchacho, pero la policía tiene que saberlo.

Robert se levantó bruscamente.

—¡Por Dios! Tú no…

—Vamos, siéntate, Fentiman. Sí, tengo que hacerlo. ¿No comprendes que tengo que hacerlo? No podemos eliminar cosas. Eso siempre conlleva problemas. Es que si no nos hubieran echado el ojo encima… pero ya sospechan…

—Claro, pero ¿por qué? —estalló Robert—. ¿Quién les ha puesto sobre aviso? ¡Mira, por lo que más quieras, no me hables de la ley y la justicia! ¡La ley y la justicia! ¡Tú serías capaz de vender a tu mejor amigo por hacer una aparición estelar en el estrado, maldito espía de la policía!

—¡Basta ya, Fentiman!

—¡No pienso callarme! Entregas un hombre a la policía cuando sabes muy bien que no es responsable de sus actos, solo porque no puedes mezclarte en nada desagradable. Te conozco. Nada te parece demasiado sucio, siempre y cuando puedas representar el papel de ferviente defensor de la justicia. ¡Me das asco!

—He intentado no meterme en esto…

—¡Que lo has intentado! ¡Maldito hipócrita! Pues ahora vas a salir, y no volverás a entrar, ¿entendido?

—Sí, pero escucha un momento…

—¡Fuera de aquí! —gritó Robert.

Wimsey se levantó.

—Sé cómo te sientes, Fentiman.

—No te quedes ahí creyéndote todo honrado y tolerante, mojigato asqueroso. Por última vez: ¿vas a cerrar la boca o piensas ir a ver a tu amigo el policía y granjearte el agradecimiento de un país por chivarte de George? ¡A ver! ¿Qué vas a hacer?

—No le haces ningún bien a George…

—Eso no importa. ¿Vas a mantener la boca cerrada?

—Sé razonable, Fentiman.

—Razonable, ¡maldita sea! ¿Vas a ir a la policía? No te salgas por la tangente. ¿Sí o no?

—Sí.

—¡Mequetrefe! ¡Cerdo! —exclamó Robert, arremetiendo contra Wimsey apasionadamente.

El puñetazo de Wimsey le acertó en plena barbilla y lo tumbó sobre la papelera.

—Y ahora, escucha —dijo Wimsey, de pie frente a él, sombrero y bastón en mano—. A mí me da igual lo que hagas y lo que digas. Piensas que tu hermano mató a tu abuelo. Yo no sé sí lo hizo o no, pero lo peor que puedes hacer por él es intentar destruir pruebas. Y lo peor que puedes hacer por su mujer es hacerla cómplice de una cosa así. Y la próxima vez que intentes partirle la cara a alguien, acuérdate de cubrirte la barbilla. Eso es todo, y ahora me marcho. Adiós.

Fue al 12 de Great Ormond Street y sacó a Parker de la cama.

Parker escuchó pensativamente lo que le contó.

—Ojalá le hubiéramos parado los pies a Fentiman antes de que se desbocara —dijo.

—Sí. ¿Por qué no lo hicisteis?

—Bueno, parece que Dykes la ha fastidiado un poco. Yo no estaba allí, pero todo parecía ir bien. Fentiman parecía algo nervioso, pero eso les pasa a muchas personas cuando las interroga la policía, pensando en su terrible pasado, supongo, y sin saber qué les va a ocurrir. O a lo mejor es simplemente miedo a salir a escena. Repitió lo que te contó, que estaba seguro de que el general no había tomado pastillas ni nada en el taxi, y no intentó fingir que supiera lo del testamento de lady Dormer. No había nada por lo que retenerlo. Dijo que tenía que ir a su trabajo en Great Portland Street, y lo dejaron ir. Dykes envió a un agente para que lo siguiera y, efectivamente, fue a Walmisley-Hubbard. Dykes preguntó si podía echar un vistazo a la casa y la señora Fentiman le dio permiso. En realidad no esperaba encontrar nada. Por casualidad vio un trozo de cristal en el patio trasero, y al mirar por allí descubrió la tapa del frasco en el cubo de la basura. Y claro, entonces empezó a sentir curiosidad, y estaba hurgando cuando apareció la Munns y le dijo que el cubo era suyo. Así que tuvieron que largarse. Pero Dykes no debería haber soltado a Fentiman antes de registrar la casa. Llamó a Walmisley-Hubbard y le dijeron que Fentiman había llegado pero que se había marchado inmediatamente con el coche a ver a un posible cliente en Herts. El tipo que tenía que seguir a Fentiman tuvo un problema con el carburador justo pasado Saint Albans, y para cuando consiguió arreglarlo ya le había perdido la pista.

—¿Fue Fentiman a casa del cliente?

—No. Desapareció. Encontraremos el coche, claro… Solo es cuestión de tiempo.

—Sí —dijo Wimsey, con una voz que sonaba cansada y forzada.

—Esto cambia un poco las cosas, ¿no? —dijo Parker.

—Sí.

—¿Qué te ha pasado en la cara, muchacho?

Wimsey se miró en el espejo y vio que tenía un moratón en una mejilla.

—Un pequeño rifirrafe con Robert —contestó.

—¡Ah!

Parker notó el leve velo de hostilidad que se interponía entre el amigo que tanto apreciaba y él. Comprendió que era la primera vez que Wimsey lo veía como policía. Wimsey se sentía avergonzado, y su vergüenza lo avergonzaba también a él.

—Deberías desayunar algo —dijo Parker. Su propia voz le sonó rara.

—No, gracias, muchacho. Me voy a casa, a bañarme y afeitarme.

—De acuerdo.

Se hizo un silencio.

—Bueno, me marcho —dijo Wimsey.

—Sí, claro. De acuerdo —repitió Parker.

—Esto… bueno, hasta luego —dijo Wimsey en la puerta.

—¡Hasta luego! —dijo Parker.

Se cerró la puerta del dormitorio. Se cerró la puerta del piso. Se cerró la puerta de abajo.

Parker acercó el teléfono y llamó a Scotland Yard.

A Parker le resultó tonificante el ambiente de su despacho cuando entró en él. Para empezar, un amigo se lo llevó aparte y lo felicitó entre susurros de complicidad.

—Se ha aprobado tu ascenso. El jefe está encantado. Que quede entre tú yo, por supuesto, pero ya eres inspector. ¡Estupendo!

Después, a las diez, llegó la noticia de que había aparecido el Walmisley-Hubbard. Lo habían abandonado en un apartado sendero de Hertfordshire. Estaba en perfectas condiciones, con la palanca de cambios en punto muerto y el depósito lleno de gasolina. Saltaba a la vista que Fentiman lo había dejado y se había marchado de allí, pero no podía andar muy lejos. Parker tomó medidas para que peinaran la zona. El ajetreo de la operación lo tranquilizó. Culpable, demente o ambas cosas, había que encontrar a George Fentiman; era algo que simplemente había que hacer.

El agente que había ido a interrogar a la señora Munns (en esta ocasión pertrechado con una orden) volvió con los trozos del frasco y las pastillas. Parker los remitió al laboratorio de la policía. Uno de los agentes que seguían de cerca a la señorita Dorland llamó para comunicar que una joven había ido a verla y que después ambas habían salido con una maleta y habían tomado un taxi. Maddison, el otro agente, las estaba siguiendo. Parker le dijo:

—Muy bien, de momento quédese donde está. —Y reflexionó sobre el nuevo acontecimiento. El teléfono volvió a sonar. Pensó que sería Maddison, pero era Wimsey, un Wimsey en esta ocasión enérgico y animado.

—Oye, Charles, quiero pedirte una cosa.

—¿Qué?

—Quiero ver a la señorita Dorland.

—No puede ser. Se ha ido a no sé dónde. El agente aún no me lo ha comunicado.

—Bueno, es igual. Lo que realmente quiero es ver su estudio.

—Ah, sí. Bueno, no hay razón para que no lo veas.

—¿Me dejarán entrar?

—Seguramente no. Nos vemos allí y entras conmigo. Tenía que salir de todas maneras. Voy a interrogar a la enfermera. Acabamos de localizarla.

—Gracias mil. ¿Seguro que tienes tiempo?

—Sí. Y me gustaría que me dieras tu opinión.

—Me alegro de que le interese a alguien. Empezaba a sentirme como un burro en un garaje.

—¡No digas bobadas! En diez minutos estoy allí.

—Por supuesto, nos hemos llevado todas las sustancias químicas y esas cosas —le explicó Parker a Wimsey mientras lo acompañaba al estudio—. La verdad es que no queda mucho que ver.

—Bueno, seguro que vosotros os encargaréis de eso. Lo que yo quiero ver son los cuadros y los libros. Sí… Es que los libros son como los caparazones de las langostas, Charles. Nos protegemos con ellos, y cuando se nos quedan pequeños y los desechamos, son la prueba de nuestras anteriores etapas de desarrollo.

—Es verdad —replicó Parker—. En casa tengo un montón de libros del colegio… Claro, ya ni los miro. Y bueno, de W. J. Locke he leído todo lo que escribió, hace ya tiempo. Y Le Queux, y Conan Doyle y todo eso.

—Y ahora lees teología. ¿Y qué más?

—Pues bastante de Hardy. Y cuando no estoy demasiado cansado me meto con Henry James.

—El refinado autoexamen del infinitamente sofisticado. Vamos a ver… empecemos por las estanterías junto a la chimenea. Dorothy Richardson, Virginia Woolf, E. B. C. Jones, May Sinclair, Katherine Mansfield… Buena representación de las escritoras modernas, ¿no? Nada de J. D. Beresford, nada de Bennett ni de Wells. Dios mío, un buen montón de D. H. Lawrence. ¿Lo leerá a menudo?

Sacó un libro al azar,
Mujeres enamoradas
, y abrió y cerró las páginas de golpe.

—Desde luego, no le quitan mucho el polvo, pero lo han leído. Compton Mackenzie, Storm Jameson… Ya. Comprendo.

—Lo de medicina está ahí.

—¡Ah! Unos libros de texto… primeros pasos de química. ¿Qué es eso que está boca abajo al fondo del estante? Louis Berman.
La ecuación personal
. Y
Por qué nos portamos como seres humanos
. Y los ensayos de Julian Huxley. Decidida a autoeducarse, ¿no?

—Parece que a las chicas les ha dado por eso últimamente.

—Sí… No es muy agradable, ¿verdad? ¡Vaya!

—¿Qué?

—Ahí, junto al sofá. Me imagino que esto representa el último de los caparazones. Austin Freeman, Austin Freeman, Austin Freeman… ¡Qué barbaridad! Debe de haberlos encargado al por mayor.
A través del muro
… Es una buena novela de detectives, Charles, sobre el tercer grado… Isabel Ostrander, tres Edgar Wallace… ¡Esa chica se ha lanzado a una orgía de crímenes!

—No me extraña —replicó Parker, rotundo—. Ese tal Freeman no escribe más que historias sobre envenenamientos, testamentos y supervivencias, ¿no?

—Sí. —Wimsey sopesó
Un testigo silencioso
con una mano y volvió a dejarlo—. Este, por ejemplo, es sobre un tipo que mata a alguien y lo tiene en una cámara frigorífica hasta que pueda deshacerse de él. Le gustaría a Robert Fentiman.

Parker sonrió.

—Un poco complicado para el criminal normal y corriente, pero me imagino que la gente saca ideas de estos libros. ¿Quieres ver los cuadros? Son espantosos.

—No te andes con delicadezas. Enséñame lo peor enseguida… ¡Dios santo!

—Bueno, a mí me ponen los pelos de punta, pero pensaba que a lo mejor es por mi falta de educación artística —dijo Parker.

—Es por tu buen gusto natural. El color es vomitivo, y el dibujo aún más vomitivo.

—Pero hoy en día nadie se preocupa por el dibujo, ¿no?

—Pero hay una diferencia entre quien sabe dibujar y no quiere, y quien sencillamente no sabe dibujar. Venga. Veamos los demás.

Parker se los enseñó, uno tras otro. Wimsey los miró rápidamente, mientras toqueteaba el pincel y la paleta.

—Esto es obra de una persona sin ningún talento que, además, intenta copiar las peculiaridades de una escuela muy avanzada —dijo—. A propósito, te habrás dado cuenta de que ha estado pintando durante los últimos días pero lo dejó repentinamente, asqueada. Se dejó la pintura en la paleta, y los pinceles están todavía en el aguarrás, con las puntas torcidas y estropeándose. Eso indica algo, supongo. El… ¡Espera un momento! Vamos a ver ese otra vez.

Parker había sacado la cabeza del hombre cetrino y bizco de la que le había hablado a Wimsey.

—Ponlo en el caballete. Es muy interesante. Verás, los demás son tentativas de imitar la pintura de otros, pero esto es una tentativa de imitar a la naturaleza. ¿Por qué? Es muy malo, pero representa a alguien. Y está muy trabajado. ¿Por qué lo haría?

—No creo que fuera por la belleza del modelo.

—No, ¿verdad? Pero debe de haber una razón. Quizá recuerdes que en una ocasión Dante pintó un ángel. ¿Conoces ese poema humorístico sobre el anciano de Jartum?

—¿De qué trata?

—Tenía dos ovejas negras en su habitación. / Me recuerdan (dijo) / a dos amigos que han muerto, / pero no me acuerdo de quiénes.

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