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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (20 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—Sería una muerte causada por una insuficiencia cardíaca —corrigió el médico pacientemente—. Los médicos están ya cansados de explicar que la insuficiencia cardíaca no es una enfermedad concreta, como las paperas o la bursitis. Es la incompatibilidad entre el punto de vista de la mente científica y la profana lo que envuelve a la defensa y los testimonios médicos en una niebla de malentendidos e irritación.

—Sin duda —replicó Parker—. Bien; el general Fentiman ya padecía una dolencia cardíaca, ¿verdad? ¿La digitalina se toma para las enfermedades del corazón?

—Sí. En ciertas dolencias cardíacas, la digitalina es un estimulante muy valioso.

—¿Estimulante? Creía que era un depresivo.

—Al principio actúa como estimulante, y en etapas posteriores tiene un efecto depresivo sobre el corazón.

—Comprendo —dijo Parker, que no lo comprendía muy bien ya que, como la mayoría de las personas, tenía la vaga idea de que cada medicamento surte un solo efecto y sirve para curar específicamente una cosa u otra—. Primero acelera el corazón y después lo desacelera.

—No exactamente. Fortalece la actividad cardíaca retrasando los latidos, de modo que las cavidades se pueden vaciar más plenamente y se alivia la presión. La recetamos en ciertos casos de afección de las válvulas… con las garantías adecuadas, por supuesto.

—¿Se la daba al general Fentiman?

—Se la daba de vez en cuando.

—La tarde del diez de noviembre… recordará que vino a verlo tras una crisis cardiaca. ¿Le dio digitalina ese día?

El doctor Penberthy vaciló unos momentos. Después se acercó a la mesa y sacó un libro de gran tamaño.

—Seré totalmente sincero con usted —dijo—. Se la di. Cuando vino a verme, la debilidad de la actividad cardíaca y la extrema dificultad para respirar recomendaban la administración urgente de un estimulante cardíaco. Le di un preparado con una pequeña cantidad de digitalina para mejorar su estado. Esta es la receta. Voy a escribírsela.

—¿Una pequeña cantidad? —repitió Parker.

—Bastante pequeña, combinada con otros medicamentos para contrarrestar los efectos secundarios depresivos.

—¿No era una dosis tan grande como la que se encontró en el cadáver?

—¡No, por Dios! Nada parecido. En un caso como el del general Fentiman, hay que administrar un fármaco como la digitalina con suma cautela.

—Supongo que no es posible que usted cometiera un error al prepararla… que le diera una sobredosis por error.

—Es la primera posibilidad que se me ocurrió, pero en cuanto me enteré de las cifras aportadas por sir James Lubbock, comprendí que había que descartarla. La dosis administrada era enorme: casi dos gránulos. Para asegurarme, he pedido que se compruebe minuciosamente mi provisión de medicamentos, y no falta nada.

—¿Quién lo comprobó?

—Mi enfermera. Le entregaré los libros y recibos de los farmacéuticos.

—Gracias. ¿Preparó la enfermera la dosis del general Fentiman?

—No, no. Es un medicamento que siempre tengo a mano, ya preparado. Si quiere ver a la enfermera, ella se lo enseñará.

—Muchas gracias. Bien. Cuando vino a verlo, el general Fentiman acababa de sufrir una crisis cardiaca. ¿Podría haberlo causado la digitalina?

—¿Quiere decir que si podría haber sido envenenado antes de que viniera a verme? Sí, claro. La digitalina a veces es imprevisible.

—¿Cuánto tardaría en actuar una dosis tan alta?

—Yo diría que haría efecto con bastante rapidez. De la forma ordinaria provocaría náuseas y vértigo; pero con un potente estimulante cardíaco como la digitalina, el principal problema consiste en que cualquier movimiento brusco, como ponerse de repente en pie cuando se está en posición de reposo, puede provocar un síncope y la muerte. Creo que eso fue lo que ocurrió en el caso del general Fentiman.

—¿Y podría haber ocurrido en cualquier momento tras la administración de la dosis?

—Así es.

—Bueno, le estoy muy agradecido, doctor Penberthy. Voy a ver a su farmacéutico y a hacer copias de las entradas de sus libros, si me lo permite.

Cuando lo hubo hecho, Parker se dirigió a Portman Square, aún un poco confuso respecto al comportamiento de la digitalina común cuando se ingiere, confusión que no se disipó tras consultar
Materia Médica Farmacopea
, a Dixon Mann, Taylor, Glaister y otros autores que habían tenido la amabilidad de publicar sus conclusiones sobre toxicología.

16

Cuadrilla

—Señora Rushworth, le presento a lord Peter Wimsey. Naomi, lord Peter. Le interesan muchísimo las glándulas y esas cosas, y por eso lo he traído. Bueno, Naomi, a ver qué novedades tienes que contarme. ¿Quién es? ¿Lo conozco?

La señora Rushworth era una mujer alta y desarreglada, de pelo largo y desaliñado que llevaba recogido en rodetes por encima de las orejas. Le dedicó a Peter una mirada tan radiante como miope.

—Cuánto me alegro de verlo. Es maravilloso, lo de las glándulas, ¿verdad? Ya sabe, el doctor Voronoff y todos esos maravillosos vejetes. Qué gran esperanza para todos nosotros, aunque, la verdad, al pobre Walter no le interesa demasiado rejuvenecer. Quizá la vida ya es suficientemente larga y complicada, tan cargada de problemas de uno u otro tipo, ¿no le parece? Y, según tengo entendido, las compañías de seguros están en contra. Si te paras a pensarlo es lógico, ¿no? Pero es que las consecuencias sobre el carácter son tan interesantes, ¿sabe? Por cierto, ¿se dedica usted por casualidad a los delincuentes juveniles?

Wimsey dijo que planteaban un problema verdaderamente desconcertante.

—Cierto, muy desconcertante. Y pensar que llevamos tantos miles de años equivocándonos con ellos… Azotes y pan y agua, y la santa comunión, cuando lo único que realmente necesitarían es un poquito de glándula de conejo o algo por el estilo para que se portaran divinamente. Es terrible, ¿no le parece? Y esos pobres monstruos en los espectáculos de segunda, ya sabe, enanos y gigantes: cuestión de la pineal o la pituitaria, y se ponen bien. Aunque supongo que tal y como son ganan mucho más dinero, lo cual arroja una luz angustiosa sobre el desempleo, ¿verdad?

Wimsey dijo que todas las cualidades implicaban sus propios defectos.

—Desde luego —convino la señora Rushworth—. Pero pienso que resulta infinitamente más alentador considerarlo desde el punto de vista contrario, que todos los defectos implican sus propias cualidades, ¿verdad? Es muy importante ver estas cosas a la verdadera luz. Para Naomi supondrá tal alegría poder ayudar al pobre Walter en esta gran obra… Supongo que está usted deseando contribuir a la fundación de la nueva clínica.

Wimsey preguntó a qué clínica se refería.

—¡Ah! ¿No se lo ha contado Marjorie? La nueva clínica para curar a todo el mundo con glándulas. Es de lo que va a hablar el pobre Walter. Está tan entusiasmado… igual que Naomi. Me llevé tal alegría cuando Naomi me dijo que estaban definitivamente prometidos… Bueno, no es que su anciana madre no sospechara ya algo, claro —añadió la señora Rushworth con aire malicioso—. Pero hoy en día los jóvenes son tan raros… Mantienen sus cosas en secreto.

Wimsey dijo que había que felicitar efusivamente a ambas partes. Y, desde luego, pensó, por lo poco que había visto de Naomi Rushworth, bien le parecía que al menos ella se merecía que la felicitaran, porque era una chica sumamente feúcha, con cara de comadreja.

—Me disculpará si lo dejo para hablar con otras personas, ¿verdad? —dijo la señora Rushworth—. Estoy segura de que se divertirá, porque sin duda tendrá muchos amigos en esta pequeña reunión, ¿verdad?

Wimsey miró a su alrededor, y estaba a punto de congratularse por no conocer a nadie cuando se fijó en una cara sumamente familiar.

—Vaya, ahí está el doctor Penberthy —dijo.

—¡El queridísimo Walter! —exclamó la señora Rushworth, volviéndose rápidamente para mirar—. ¡Claro que es él! Bueno, entonces podremos empezar. Tendría que haber llegado más temprano, pero un médico se debe a sus pacientes.

—Penberthy… ¡por Dios! —dijo Wimsey casi en voz alta.

—Un hombre muy sensato —dijo alguien a su lado—. No piense mal de su trabajo por verlo entre esta gente. A veces no puede uno elegir, como bien sabemos los curas.

Al volverse, Wimsey vio a un hombre alto y delgado, de cara simpática y agradable, a quien reconoció. Era un sacerdote muy conocido que trabajaba en los barrios.

—¿El padre Whittington?

—El mismo. Y usted es lord Peter Wimsey. Tenemos algo en común, el interés por el crimen, ¿no? A mí también me interesa esa teoría de las glándulas. Podría arrojar luz sobre algunos de nuestros problemas más acuciantes.

—Me alegra ver que no hay oposición entre religión y ciencia —replicó Wimsey.

—Claro que no. ¿Por qué tendría que haberla? Todos vamos en busca de la verdad.

—¿Y todos estos? —preguntó Wimsey con un movimiento de la mano que incluía a los curiosos allí reunidos.

—También, a su manera. Tienen buena intención. Hacen lo que pueden, como la mujer de los Evangelios, y son sorprendentemente generosos. Aquí está Penberthy, supongo que buscándolo a usted. Bueno, doctor Penberthy; ya ve que he venido a escuchar cómo hace picadillo el pecado original.

—Tiene usted una actitud muy abierta —replicó Penberthy con sonrisa forzada—. Espero que no sea usted discrepante. No tendremos ningún problema con la Iglesia mientras ella se dedique a sus asuntos y nos deje a nosotros con los nuestros.

—Pero hombre de Dios, si es usted capaz de curar el pecado con una inyección, yo encantado. Solo una cosa: no meta algo peor de paso. Conoce la parábola de la casa bien barrida y arreglada, ¿verdad?

—Tendré el mayor cuidado posible. Discúlpeme un momento —dijo Penberthy, e hizo un aparte con Wimsey—. Oye, Wimsey, te habrás enterado de lo de los análisis de Lubbock, ¿no?

—Sí. Da un poco de susto, ¿no?

—Me va a poner las cosas muy difíciles, Wimsey. Ojalá me lo hubieras dado a entender en su momento. No se me había pasado por la cabeza semejante cosa.

—¿Y por qué tendría que habérsete ocurrido? Esperabas que el viejo la diñara del corazón, y del corazón la diñó. Nadie puede echarte la culpa a ti.

—¿Ah, no? Sabes tú mucho de jurados. Justo en este momento habría dado una fortuna para que no ocurriera una cosa así. No podría haber ocurrido en peor momento.

—Pasará, Penberthy. Hay cientos de errores como ese todas las semanas. A propósito, debería felicitarte. ¿Cuándo se decidió todo esto? Te lo tenías muy callado.

—Empecé a decírtelo en esa exhumación de mil demonios, pero me interrumpieron. Muchas gracias. Sí, lo decidimos… pues hace dos o tres semanas. ¿Conoces a Naomi?

—Solo la he visto un momento, esta tarde. Se la llevó una amiga mía, la señorita Phelps, para cotillear sobre ti.

—Ah, ya. Bueno, tienes que hablar con ella. Es una chica encantadora, y muy inteligente. La madre es un martirio, he de reconocerlo, pero tiene buen corazón. Y no cabe duda de que controla a personas que resultan muy útiles.

—No sabía que fueras una autoridad en materia de glándulas.

—Ojalá pudiera permitirme el lujo de serlo. He hecho ciertos experimentos bajo la dirección del profesor Sligo. Es la ciencia del futuro, como dicen en la prensa. De eso no cabe duda. Estamos a punto de realizar descubrimientos muy interesantes, desde luego, pero entre los que se oponen a la vivisección, los sacerdotes y las ancianas, no progresamos lo suficiente. En fin… están esperando a que empiece. Hasta luego.

—Un momentito. En realidad he venido para… No, qué grosería. No tenía ni idea de que fueras el conferenciante hasta que te he visto. En principio he venido (eso suena mejor) para echarle un vistazo a la señorita Dorland, por lo de Fentiman, pero mi fiel guía me ha abandonado. ¿Conoces a la señorita Dorland? ¿Puedes decirme quién es?

—Hemos hablado alguna vez. Esta tarde no la he visto. No sé, quizá hoy no venga.

—Yo pensaba que le interesaban mucho las glándulas… y esas cosas.

—Creo que sí, o eso cree ella. A esa clase de mujeres les sirve cualquier excusa, con tal de que sea algo nuevo… sobretodo si tiene carácter sexual. Por cierto, no tengo intención de adentrarme en lo sexual.

—No veas cuánto te lo agradezco. Bueno, a lo mejor la señorita Dorland aparece más tarde.

—A lo mejor, pero… Oye, Wimsey, se encuentra en una situación extraña, ¿no? Quizá no esté muy dispuesta a enfrentarse con ella. Ya sabes, ha salido en los periódicos.

—Si lo sabré, maldita sea. Ese borrachín iluminado, Salcombe Hardy, se enteró de todo, no sé cómo. Creo que soborna a los empleados del cementerio para que le den información sobre las exhumaciones. El
Yell
le debe su peso en libras esterlinas. ¡Hasta luego! Que se te dé bien la charla. No te importará que no me ponga en primera fila, ¿verdad? Siempre me sitúo en un lugar estratégico, al lado de la puerta en dirección al rancho.

A Wimsey le pareció que Penberthy había pronunciado muy bien la conferencia y que además era original. El tema no le resultaba ajeno, porque entre los amigos de Wimsey había científicos de renombre que lo consideraban buena audiencia, pero algunos de los experimentos que se mencionaron en la conferencia eran nuevos, y las conclusiones inducían a la reflexión. Fiel a sus principios, Wimsey se abalanzó hacia la sala donde se ofrecía el refrigerio mientras muchas manos seguían aplaudiendo cortésmente. Pero no fue el primero en llegar. Un personaje grandote con traje de etiqueta raído estaba ya atacando un montón de emparedados y un whisky con soda. Al acercarse Wimsey, lo miró con ojos acuosos, inocentes. Sally Hardy —siempre a medio camino entre la borrachera y la sobriedad— estaba a la carga, para variar. Le ofreció tentadoramente el plato de emparedados.

—Están estupendos —dijo—. ¿Qué haces tú aquí?

—Ya puestos, ¿qué haces tú aquí? —preguntó Wimsey.

Hardy posó una mano regordeta en la manga de Wimsey.

—Matar dos pájaros de un tiro —contestó Hardy, tratando de impresionar—. Ese Penberthy es un tipo listo. Lo de las glándulas es noticia, ¿entiendes? En breve se va a convertir en uno de esos médicos que se ponen de moda. —Sally repitió la frase un par de veces, como si se hubiera mezclado con la soda—. Nos va a quitar el trabajo a los puñeteros periodistas, pobres de nosotros, como… —Y mencionó a dos señores cuyas colaboraciones en los periódicos más populares eran continua fuente de irritación para el Consejo General de la Medicina.

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