—¿Crees que alguien tocó el cadáver? —preguntó Penberthy, mirándolo fijamente a los ojos.
—Sí, y tú también —dijo Wimsey, devolviéndole la mirada.
—Desde luego, tengo mis sospechas. Ya te lo dije. Pero no sé si… ¿Crees que hice mal en firmar el certificado?
—No, a menos que sospechases que había algo raro en la muerte propiamente dicha —contestó Wimsey—. ¿Habéis notado algo extraño Horner y tú?
—No, pero… en fin, desenterrar a un paciente siempre me preocupa, ¿comprendes? Es fácil cometer un error, y ante el tribunal apareces como un imbécil. Me horrorizaría quedar como un imbécil precisamente en estos momentos —añadió el médico con una risita nerviosa—. Estaba pensando en… ¡Demonios! ¡Qué susto me ha dado, hombre!
El doctor Horner le había puesto su mano larga y huesuda en el hombro. Era un hombre jovial, rubicundo, y levantó su maletín sonriendo.
—Aquí está todo —anunció—. Tengo que marcharme, sí. Tengo que marcharme.
—¿Han firmado los testigos las etiquetas? —preguntó Penberthy en tono cortante.
—Sí, sí, todo en orden. Esos dos abogados, para que no puedan pelearse en el estrado —contestó Horner—. Vamos, por favor. Tengo que marcharme.
Fuera encontraron a George Fentiman, sentado sobre una lápida y chupando una pipa vacía.
—¿Ya está?
—Sí.
—¿Han encontrado algo?
—Todavía no lo he visto —respondió cordialmente Horner—. Es decir, no la parte que le interesa a usted. Eso se lo dejo a mi colega, Lubbock. Le daré contestación dentro de poco… digamos una semana.
George se pasó el pañuelo por la frente, perlada de gotitas de sudor.
—No me hace ninguna gracia —dijo—, pero supongo que había que hacerlo. ¿Qué es eso? Pensaba… Juraría que he visto algo moviéndose ahí.
—Un gato, seguramente —dijo Penberthy—. Nada preocupante.
—Ya —replicó George—, pero cuando estás aquí sentado… te imaginas cosas. —Encorvó los hombros, mirándolos con el blanco de los ojos bien visible—. Cosas —repitió—. Gente que va y viene… que va por aquí y por allá. Que te sigue.
Gran slam de picas
En la mañana del séptimo día después de la exhumación, que casualmente era martes, lord Peter entró briosamente en el bufete del señor Murbles en Staple Inn, con el subinspector Parker tras él.
—Buenos días —dijo el señor Murbles, sorprendido.
—Buenos días —dijo Wimsey—. ¡Escucha, escucha el canto de la alondra a las puertas del cielo! Ya estaría aquí, mi vida, mi bien, si hubiera tan etérea senda. Llegará en un cuarto de hora.
—¿Quién? —preguntó el señor Murbles con cierta gravedad.
—Robert Fentiman.
El señor Murbles soltó una exclamación de sorpresa.
—Ya casi había abandonado toda esperanza en ese sentido —dijo.
—Pues yo todo lo contrario. Me decía que no se había perdido, sino que se había adelantado. Y así es. Charles, vamos a colocar las
pièces de conviction
sobre la mesa. Las botas, las fotografías, los portaobjetos del microscopio con las diversas muestras. Las notas de la biblioteca, las prendas del difunto. Esas cosas. Y
Oliver Twist
. Estupendo. Y ahora, como diría Sherlock Holmes, nos pondremos tan imponentes que infundiremos terror en el pecho del culpable, aun armado de triple acero.
—¿Ha vuelto Fentiman voluntariamente?
—No exactamente. Se ha dejado traer, si se me permite la expresión. Bueno, prácticamente lo han arrastrado. Por brezales y pantanos, por riscos y torrentes hasta que…, ya sabe. ¿Qué es ese ruido en la otra habitación? Es… el estruendo inicial del cañón.
Era, en efecto, la voz de Robert Fentiman, y no de buen humor, por cierto. Lo recibieron al cabo de unos segundos. Saludó secamente con una inclinación de cabeza al señor Murbles, que le respondió con una envarada reverencia, y se volvió de forma brusca hacia Wimsey.
—¡Vamos a ver! ¿Qué significa todo esto? Primero ese maldito detective tuyo dándome la lata por toda Europa y al volver aquí, y de repente esta mañana me espeta que quieres verme por que tienes noticias de Oliver. ¿Qué demonios sabes tú de Oliver?
—¿De Oliver? —dijo Wimsey—. Ah, sí… Que tiene una personalidad muy esquiva. Ha sido casi tan escurridizo en Roma como en Londres. Fentiman, ¿no te parece raro que se presentara siempre en cuanto tú te dabas la vuelta? ¿No te parece curioso que siempre desapareciera de los sitios en cuanto tú ponías el pie en ellos? Casi tanto como que anduviera por Gatti’s con frecuencia y de repente se nos escapara. ¿Te lo has pasado bien en el extranjero, muchacho? Supongo que no querías decirle a tu compañero de viaje que él y tú andabais tras una alucinación.
El rostro de Robert Fentiman pasó por diversas etapas, desde la furia a la perplejidad y viceversa. Intervino el señor Murbles.
—¿Ha ofrecido el detective alguna explicación sobre su insólita conducta, al dejarnos en la inopia durante casi dos semanas acerca de sus movimientos?
—Me temo que soy yo quien le debe una explicación —contestó Wimsey, como quitándole importancia—. Verá, pensaba que ya era hora de poner la zanahoria delante del otro burro. Sabía que si fingíamos encontrar a Oliver en París, Fentiman se sentiría moralmente obligado a ir tras él. Es más: tal vez le encantaba la idea de irse de vacaciones… ¿No es así, Fentiman?
—¿Quiere decir que se inventó usted la historia de Oliver, lord Peter? —preguntó el señor Murbles.
—Pues sí. No la del Oliver original, por supuesto, sino la del Oliver de París. Le dije al detective que enviara un telegrama desde París para emplazar a nuestro amigo a partir.
—Pero ¿por qué?
—Ya lo explicaré más adelante. Y por supuesto tenías que irte, ¿verdad, muchacho? Porque difícilmente podrías haberte negado a ir sin confesar que el tal Oliver no existe, ¿no?
—¡Caray! —soltó Fentiman, y después se echó a reír—. ¡Si serás listo! Ya había empezado yo a pensar que había gato encerrado. El primer telegrama me llenó de alegría, pensé que el sabueso ese me venía de perlas, un salvavidas que ni caído del cielo. Y cuantos más tumbos dábamos por Europa, más me gustaba, pero cuando la liebre volvió sobre sus pasos, a Inglaterra, a su casita empecé a pensar que alguien me estaba tomando el pelo. A propósito, ¿fue por eso por lo que conseguí todos los visados con tan asombrosa facilidad y a horas tan intempestivas, de la noche a la mañana?
—Sí —contestó Wimsey con modestia.
—Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro. ¡Eres de la piel del diablo! Bueno ¿y ahora, qué? Como te has cargado a Oliver, supongo que también habrás descubierto el resto del pastel, ¿no?
—Si con esa expresión —dijo el señor Murbles— se refiere a que tenemos constancia de su tentativa, tan fraudulenta como vergonzosa, de ocultar la verdadera hora del fallecimiento del general Fentiman, la respuesta es: sí, lo sabemos. Y he de añadir que me ha herido en lo más profundo.
Fentiman se desplomó en una silla y se echó a reír estruendosamente, dándose palmadas en un muslo.
—Tendría que haberme dado cuenta de que estabas detrás de esto —dijo jadeante—, pero era una broma estupenda, ¿no? ¡Dios bendito! Es que no paraba de reírme para mis adentros. Pensar en todos esos viejos imbéciles medio congelados, sentados tan solemnes en el club y después entrando e inclinando la cabeza ante el jefe como mandarines cuando ya estaba más tieso que un bacalao… Lo de la pierna fue un descuido, desde luego, pero pasó por casualidad. ¿Has averiguado dónde estuvo el abuelo todo ese tiempo?
—Sí, casi con toda certeza. Es que quedaron huellas en la cabina, ¿comprendes?
—¡No me digas! ¿Eso hicimos? ¡Caray!
—Pues sí… Y cuando colgaste el abrigo del vejete en el guardarropa se te olvidó ponerle la amapola.
—¡Vaya, hombre! Eso sí que es una metedura de pata. La verdad, no se me ocurrió. En fin, supongo que no podía salir airoso de este asunto con un puñetero sabueso como tú pisándome los talones. Pero tuvo mucha gracia. Si es que solo de pensarlo… el pobre Bunter llamando todo serio a no sé cuántas listas de Oliver… me muero de la risa. Es casi tan estupendo como quedarme con el medio millón de libras.
—Por cierto, eso me recuerda algo —dijo Wimsey—. Lo que no sé es cómo te enteraste de lo del medio millón. ¿Te habló lady Dormer de su testamento, o te enteraste por George?
—¿Por George? ¡Claro que no! George no sabía nada del asunto. Me lo contó el vejete.
—¿El general Fentiman?
—Pues claro. Cuando volvió al club aquella noche, vino a verme a mí directamente.
—Y a nosotros ni se nos había ocurrido —dijo Wimsey, abatido—. Demasiado evidente, supongo.
—No se puede pensar en todo —replicó Robert, indulgente—. Yo creo que hiciste bien en darle tantas vueltas. Pues sí, el vejete vino a verme y me lo contó todo. Me pidió que no se lo contara a George, porque no estaba contento con él, por lo de Sheila, ya sabes, y quería pensárselo bien para ver qué era lo mejor, para hacer otro testamento, ¿comprendes?
—Ya. Y entonces fue a la biblioteca a escribirlo.
—Eso es, y bajé a comer algo. Después pensé que a lo mejor no había defendido lo suficiente al pobre George. O sea, había que explicarle al jefe que las rarezas de George se deben en gran parte a tener que depender de Sheila y todo eso, y que si tuviera algunos cuartos se pondría de mejor humor… ¿Me entiendes? Así que fui enseguida a la biblioteca y me encontré al jefe… ¡muerto!
—¿Qué hora era?
—Alrededor de las ocho, diría yo. Me quedé de piedra. Claro, mi primera idea fue pedir ayuda, pero ya no servía de nada. Estaba muerto. Y de repente caí en la cuenta de la mala suerte que habíamos tenido, de que habíamos perdido el tren. Solo de pensar que ese horror de mujer, la Dorland, iba a embolsarse tantos miles de libras… me puse tan furioso que estuve a punto de explotar y mandarlo todo a freír espárragos… y de pronto empecé a sentir escalofríos, allí solo con el cadáver, sin nadie más en la biblioteca. Parecía como si estuviéramos aislados del resto del mundo, diría el escritor. Y de repente se me metió una cosa en la cabeza: ¿por qué tenía que haber muerto así? Tenía la esperanza de que la vieja la hubiera palmado antes y fui al teléfono para averiguarlo, cuando… pensando en la cabina telefónica, a ver si me entiendes, de repente lo tuve todo claro. Lo arrastré y lo coloqué en el sillón, y después escribí un cartel para ponerlo en la puerta. No me digas que no fui listo: no sequé esa nota con el secante de la biblioteca.
—Te puedo asegurar que observé ese detalle —replicó Wimsey.
—Vale. Me alegro. Después fue como coser y cantar. Saqué la ropa del jefe del guardarropa y la llevé a mi habitación, y entonces se me ocurrió que el pobre Woodward estaría preocupado por él. Así que salí y fui a Charing Cross… ¿Y cómo crees que fui hasta allí?
—¿En autobús?
—Ni siquiera. En metro. Es que llamar a un taxi iba a ser un engorro.
—Parece que se te da muy bien el fraude, Fentiman.
—¿A que sí? Bueno, fue muy fácil; pero, francamente, no pasé una noche estupenda.
—Ya te lo tomarás con más calma en otra ocasión.
—Sí… Bueno, yo era virgen en el campo de la delincuencia, pero a la mañana siguiente…
—¡Oiga, joven! —exclamó el señor Murbles con un tono de voz aterrador—. Corramos un tupido velo sobre la mañana siguiente. He escuchado su desvergonzada declaración con una indignación que no puedo expresar con palabras, pero ni puedo ni quiero quedarme aquí tranquilamente mientras usted se congratula, con un cinismo del que tendría que ruborizarse, de haber dedicado esos sagrados momentos en los que todos los pensamientos hubieran debido estar consagrados a…
—Pero ¡qué estupidez! —interrumpió groseramente Robert—. No les va a pasar nada a mis antiguos camaradas porque yo me lleve un poco de dinero. Ya sé que el fraude no es precisamente lo mejor del mundo, pero ¡qué demonios!, nosotros tenemos más derecho al dinero del viejo que esa chica. Seguro que ella no hizo nada en la guerra, ¿entendido? En fin, se ha ido todo al garete, pero ha tenido su gracia.
—Me he percatado de que apelar a sus sentimientos humanos sería una pérdida de tiempo —replicó el señor Murbles en tono glacial—. No obstante, supongo que es usted consciente de que el fraude es un delito.
—Sí… Qué fastidio, ¿verdad? ¿Qué vamos a hacer? ¿Es que tengo que tragarme el orgullo delante de Pritchard? ¿O es que Wimsey pretende haber descubierto algo terriblemente oscuro al ver el cadáver? ¡Por Dios bendito…! Por cierto, ¿qué ha pasado con esa puñetera historia de la exhumación? No había vuelto a pensar en el asunto. Oye, Wimsey, ¿era esa la idea? ¿Sabías entonces que yo estaba intentando arreglar esa historia y se te ocurrió quitarme de en medio?
—En parte, sí.
—Mira que eres buena persona. Caí en la cuenta de que tenías pruebas contra mí cuando me mandaste a Charing Cross con el detective ese. ¡Y, la verdad, por poco me pillas! Había decidido fingir que seguía a Oliver, y de repente me topé con tu segundo sabueso en el tren. Se me puso la carne de gallina. Lo único que se me ocurrió, salvo mandarlo todo a paseo, fue acusar a un viejecillo inofensivo de ser Oliver como prueba de buena voluntad. ¿Qué te parece?
—Conque fue por eso, ¿eh? Ya decía yo que algún motivo tenías que tener.
—Sí, y cuando recibí el aviso para que fuera a París, pensé que os había engañado a base de bien, pero supongo que ya estaba todo organizado. ¿Por qué, Wimsey? ¿Querías vengarte o qué? ¿Por qué querías que me marchara de Inglaterra?
—Sí, lord Peter —dijo el señor Murbles en tono solemne—. Creo que me debe usted una explicación, al menos con respecto a tal extremo.
—¿Es que no lo comprende? —dijo Wimsey—. Robert es el albacea de su abuelo. Si me lo quitaba de en medio, no se podría evitar la exhumación.
—¡Si serás necrófago! —exclamó Robert—. Para mí que vives de los cadáveres.
Wimsey se echó a reír, encantado.
—¿Cuánto darías ahora mismo por hacerte con ese medio millón?
—Pero ¿de qué me hablas? —replicó Fentiman—. No tengo ninguna posibilidad.
Wimsey sacó lentamente un papel de su bolsillo.
—Esto llegó anoche —dijo—. ¡Y diantres, muchacho, has tenido mucha suerte por tener algo que perder con la muerte del vejete! Es de Lubbock.
Estimado lord Peter:
Te envío unas líneas para comunicarte el resultado de la autopsia del general Fentiman. Con respecto al motivo originario de la investigación, puedo decir que no había alimentos en el estómago y que la última comida había sido ingerida varias horas antes. Sin embargo, lo importante es que, tras la insinuación que tan confusamente expresaste, examiné las vísceras en busca de veneno y descubrí restos de una potente dosis de digitalina, ingerida no mucho antes de la defunción. Como sabes, con un sujeto cuyo corazón ya se encontraba muy débil, el resultado de semejante dosis no podía ser sino la muerte. Los síntomas serían reducción de la actividad cardiaca y colapso, prácticamente indistinguibles de un ataque grave al corazón.
Naturalmente, desconozco tu actitud ante el caso, pero te felicito por la perspicacia que te indujo a proponer un análisis. Al mismo tiempo, supongo que comprenderás que estoy obligado a comunicar el resultado de la autopsia al fiscal.