—¿Ah, sí? Es usted fantástica. Tiene la cabeza sobre los hombros… Bueno, ahora mismo la tiene sobre los míos. Venga, échese una buena llantina. A mí también me dan ganas de hacer lo mismo. Este asunto me ha tenido muy preocupado, pero todo se ha arreglado, ¿no?
—Soy imbécil… pero le agradezco tanto que haya venido…
—Yo también. Tome, un pañuelo. ¡Pobrecita mía…! ¡Vaya! Ahí tenemos a Marjorie.
Soltó a Ann Dorland y fue a recibir a Marjorie Phelps a la puerta.
—¡Señor mío! ¡Señor Peter!
—Gracias por la comparación, Marjorie —replicó Wimsey solemnemente.
—¡No, vamos a ver! ¿Has visto a Ann? Me la traje aquí. Está fatal… y hay un policía ahí abajo. Pero me da igual lo que haya hecho; no podía dejarla en esa casa espantosa. ¿No habrás venido a… a…?
—¡Marjorie! —exclamó Wimsey—. Que no se te ocurra volver a hablarme de la intuición femenina. Tú pensabas que esa chica estaba sufriendo por su mala conciencia, y resulta que no. Era por un hombre, hija mía… ¡por un hombre!
—¿Cómo lo sabes?
—Lo supe desde el principio. Tengo mucha vista. Todo va bien. Se acabaron las penas y los suspiros. Voy a llevar a tu joven amiga a cenar.
—¿Por qué no me contó lo que pasaba?
—Porque no es la clase de historia que una mujer cuenta a otra —contestó Wimsey con mordacidad.
Lord Peter se echa un farol
—Para mí es una novedad que me siga la policía —dijo— lord Peter, mirando por la ventanilla trasera del taxi al otro taxi que iba persiguiéndolos—, pero a ellos les divierte y a nosotros no nos afecta.
Iba dándole vueltas en la cabeza a los posibles medios y recursos, pero por desgracia todas las pruebas a favor de Ann Dorland eran también pruebas en su contra, salvo, por supuesto, la carta dirigida a Pritchard. ¡Maldito Penberthy! Lo mejor que por ahora se podía esperar era que la chica saliera de la investigación oficial con el veredicto de «exculpada por falta de pruebas». Incluso si la absolvían, incluso si no llegaban a acusarla de asesinato, siempre estaría bajo sospecha. Era un asunto que no podía resolverse de forma cómoda con un destello de lógica deductiva, ni con el descubrimiento de una huella dactilar con rastros de sangre. Era un caso que tenían que debatir los abogados, una situación emocional que doce personas decentes y respetables habrían de sopesar. Seguramente podría probarse que existía una relación entre ambos: se conocían y habían cenado juntos; probablemente se demostraría que había habido una pelea, pero ¿qué más? ¿Se creería el jurado el verdadero motivo de la ruptura? ¿Lo consideraría una argucia amañada entre ellos o lo tomarían como la disputa de dos bribones? ¿Qué pensarían de aquella chica sin gracia, huraña, con dificultad para expresarse, que nunca había tenido amigos de verdad y cuyas torpes y vacilantes tentativas amorosas habían sido tan confusas, tan desastrosas?
También estaba Penberthy, pero Penberthy era más fácil de comprender.
Penberthy, cínico y harto de ser pobre, entró en contacto con la chica, que probablemente un día adquiriese una posición acomodada. Y Penberthy, el médico, no podía equivocarse con aquella necesidad de amor que hacía de la chica alguien tan maleable. Así que siguió adelante —aburrido con la chica, por supuesto—, manteniéndolo en secreto, hasta que vio por dónde iban los tiros. Y después el viejo, la verdad sobre el testamento, la oportunidad. Y luego Robert lo desbarató todo… ¿Lo vería así el jurado?
Wimsey se asomó a la ventanilla del taxi y le pidió al conductor que se dirigiera al Savoy. Cuando llegaron, dejó a la chica en manos de la encargada del guardarropa.
—Voy a cambiarme —dijo, y al volverse tuvo la satisfacción de ver al sabueso que lo perseguía discutiendo con el portero en el vestíbulo.
Avisado con anterioridad por teléfono, Bunter ya estaba de guardia con el traje de etiqueta de su señor. Tras haberse cambiado, Wimsey volvió a atravesar el vestíbulo. El sabueso estaba allí, esperando tranquilamente. Wimsey le sonrió y le ofreció una copa.
—No puedo evitarlo, milord —le dijo el policía.
—Ya lo sé. Supongo que habrá avisado para que venga alguien con camisa de pechera almidonada a sustituirlo.
—Sí, milord.
—Bien hecho. Hasta luego.
Recogió a la mujer que estaba a su cargo y ambos entraron en el comedor. Con un vestido verde que no le sentaba bien, Ann Dorland era decididamente feúcha, pero tenía personalidad. Wimsey no se avergonzaba de ella. Le ofreció la carta.
—¿Qué va a tomar? —preguntó—. ¿Langosta y champán?
Ella se rió.
—Marjorie dice que es usted una autoridad en cuestión de comida. No creo que las autoridades gastronómicas tomen jamás langosta y champán. Además, no me gusta demasiado la langosta. Seguro que aquí tendrán alguna especialidad, ¿no? Tomemos eso.
—Así me gusta —dijo Wimsey—. Le elegiré la cena. —Llamó al jefe de sala y se dispuso a la tarea con actitud científica—.
Huîtres Musgrave
. Me opongo por principios a cocinar las ostras, pero este plato es excelente, y las normas están para romperlas. Fritas en la concha, señorita Dorland, con tiritas de panceta. ¿Probamos? La sopa,
tortue vraie
, naturalmente. El pescado… bueno, un
filet de sole
, un simple bocado, un inciso entre el preludio y el tema principal.
—Parece todo delicioso. ¿Y cuál será el tema principal?
—Creo que
faisan rôti
con
pommes Byron
. Y una ensalada para ayudar a digerir. Camarero, que la ensalada esté completamente seca y fresca. Y un
soufflé glacé
para terminar. Y tráigame la carta de vinos.
Comenzaron a hablar. Cuando no estaba a la defensiva, la chica tenía unos modales agradables; quizá sus opiniones fueran un poquitín insolentes y agresivas, pero solo había que suavizarlas.
—¿Qué le parece el Romanée Conti? —preguntó Wimsey de repente.
—No sé mucho de vinos, pero es bueno. No es dulce como el Sauterne. Es un poco… áspero, y sin embargo no es que tenga poco cuerpo, todo lo contrario que ese espantoso Chianti que beben en las fiestas de Chelsea.
—Tiene razón. No está bien acabado, pero tiene bastante cuerpo. Será un vino magnífico dentro de diez años. ¿Ve? Es de 1915. Ahora podrá comprobarlo. Camarero, llévese esto y tráiganos una botella de 1908.
Se inclinó hacia su acompañante.
—Señorita Dorland… ¿me permite que sea impertinente?
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Ni artista, ni bohemio, ni profesional, sino un hombre de mundo.
—¿Qué quiere decir con esas palabras tan crípticas?
—Para usted. Esa es la clase de hombre al que usted gustará mucho. Verá. El vino que acabo de devolver… no es para la persona aficionada a la langosta con champán… es demasiado áspero, pero tiene la esencia. Lo mismo que usted. Se necesita un paladar muy experto para apreciarlo, pero tanto usted como él se lucirán algún día. ¿Me entiende?
—¿Usted cree?
—Sí, pero su hombre no será en absoluto la clase de persona que usted espera. Siempre ha pensado en dejarse dominar por alguien, ¿verdad?
—Pues…
—Pero descubrirá que su cerebro será el que dirija la pareja. El hombre se sentirá muy orgulloso de ello, y usted descubrirá que es bondadoso y formal, y todo saldrá bien.
—No sabía que fuera usted profeta.
—Pues lo soy.
Wimsey cogió la botella de 1908 que le presentaba el camarero y miró hacia la puerta por encima de la cabeza de la chica. Entraba un hombre con camisa de pechera almidonada, acompañado por el encargado.
—Soy profeta —dijo Wimsey—. Verá. Va a ocurrir algo que le va a fastidiar… ahora, en este mismo momento. Pero no se preocupe. Tome un poco de vino y confíe en mí.
El encargado había llevado al recién llegado a su mesa. Era Parker.
—¡Hola! —dijo Wimsey alegremente—. Disculparás que hayamos empezado sin ti, muchacho. Siéntate. Creo que ya conoces a la señorita Dorland.
Parker inclinó la cabeza y se sentó.
—¿Ha venido a detenerme? —preguntó Ann.
—Solo a pedirle que venga conmigo a Scotland Yard —respondió Parker, sonriendo amablemente mientras desdoblaba su servilleta.
Ann se puso pálida. Miró a Wimsey y bebió un trago de vino.
—Muy bien —dijo Wimsey—. La señorita Dorland tiene muchas cosas que contarte. Después de la cena nos viene estupendamente. ¿Qué vas a tomar?
Parker, que no era muy imaginativo, pidió un filete a la parrilla.
—¿Vamos a ver más amigos en Scotland Yard? —añadió Wimsey.
—Es posible —contestó Parker.
—¡Venga, anímate! Me has quitado las ganas de comer con esa cara tan larga. Sí, camarero. Dígame.
—Disculpe, milord. ¿Es este caballero el subinspector Parker?
—Sí, sí —contestó Parker—. ¿Qué ocurre?
—Lo llaman por teléfono, señor.
Parker salió.
—No se preocupe —le dijo Wimsey a la chica—. Sé que es usted una persona íntegra, y pienso apoyarla hasta el final, maldita sea.
—¿Qué debo hacer?
—Decir la verdad.
—Parece tan absurda…
—Han oído montones de historias mucho más absurdas que esa.
—Pero es que… no quiero ser yo quien…
—¿Todavía lo quiere?
—¡No! Pero preferiría no tener que ser yo.
—Voy a ser sincero con usted. Creo que las sospechas van a recaer sobre él o sobre usted.
—En ese caso… —Apretó los dientes—. ¡Que reciba su merecido!
—¡Gracias a Dios! Pensaba que le iba a dar por ponerse noble, abnegada y pesada, como esos personajes cuyos honestos motivos se interpretan mal en el primer capítulo y acaban por enredar a docenas de personas en sus deprimentes asuntos hasta que el abogado de la familia lo resuelve todo en la penúltima página.
Parker volvió del teléfono.
—Un momento —dijo.
Le dijo algo a Peter al oído.
—¿Cómo?
—Sí, es muy raro. George Fentiman…
—¿Qué?
—Lo han encontrado en Clerkenwell.
—¿En Clerkenwell?
—Sí. Debió de volver en autobús o algo. Está en la comisaría. Se ha entregado.
—¡Dios santo!
—Por el asesinato de su abuelo.
—¡Maldita sea!
—Es un fastidio, y hay que investigarlo. Supongo que será mejor que retrase el interrogatorio de Dorland y Penberthy. Por cierto, ¿qué vas a hacer con la chica?
—Ya te lo explicaré. Mira, voy a llevar a la señorita Dorland a casa de Marjorie Phelps, y después iré a verte. La chica no se va a escapar; estoy seguro. Además, tienes a un policía vigilándola.
—Sí, me gustaría que vinieras conmigo. Según parece, Fentiman está muy raro. Hemos avisado a su mujer.
—Bien. Tú vete corriendo y te veré dentro de… digamos tres cuartos de hora. ¿Qué dirección? ¡Ah, vale! Lástima que no te dé tiempo a cenar.
—Gajes del oficio —gruñó Parker, y a continuación se marchó.
George Fentiman los saludó con una sonrisa cansada, asustada.
—¡Chist! —dijo—. Ya se lo he contado todo. Está dormido. No lo despertéis.
—¿Quién está dormido, cielo mío? —dijo Sheila.
—No debo decir su nombre —replicó George con gesto malicioso—. Se enteraría, a pesar de que está dormido, aunque lo dijera en un susurro. Pero ahora está cansado y se ha quedado dormido. Por eso he venido aquí a contarlo, mientras él está roncando.
El comisario se dio unos significativos golpecitos en la cabeza a espaldas de Sheila.
—¿Ha declarado? —preguntó Parker.
—Sí. Se ha empeñado en escribir una declaración. Aquí está. Claro que… —El comisario se encogió de hombros.
—Está bien —dijo George—. A mí también me está entrando sueño. Es que llevo todo un día y toda una noche vigilándolo. Voy a acostarme. Sheila… es hora de irse a la cama.
—Sí, cielo.
—Supongo que tendremos que dejarlo aquí esta noche —murmuró Parker—. ¿Lo ha visto el médico?
—Lo hemos avisado, señor.
—Bueno, señora Fentiman, creo que debería llevar a su marido a la habitación que le mostrará el agente; va a ser lo mejor. Y le enviaremos al médico en cuanto llegue. Y quizá convendría que lo viera su propio médico. ¿A quién quiere que avisemos?
—Según creo, el doctor Penberthy lo ha atendido algunas veces —terció Wimsey—. ¿Por qué no lo avisamos a él?
Parker estuvo a punto de soltar un grito.
—Podría arrojar luz sobre los síntomas —dijo Wimsey, inflexible.
Parker asintió con la cabeza.
—Buena idea —dijo, y se dirigió al teléfono.
George sonrió a su mujer cuando ella le rodeó los hombros con un brazo.
—Muy cansado —dijo George—. Estoy muy cansado. A la cama, muchacha.
Un agente de policía les abrió la puerta, y la traspasaron juntos; George iba apoyado sobre Sheila, arrastrando los pies.
—Vamos a echarle un vistazo a su declaración —dijo Parker.
Estaba escrita con una letra asombrosa, llena de borrones y tachaduras, con algunas palabras omitidas y repetidas aquí y allá:
Voy a hacer esta declaración rápidamente mientras él duerme, porque si espero a lo mejor se despierta y no me deja. Diréis que fui tentado e instigado, pero lo que no comprenderán es que él es yo y yo soy él. Maté a mi abuelo con digitalina. No lo recordé hasta que vi el nombre en el frasco, pero desde entonces han estado buscándome, así que sé que debe de haberlo hecho él. Por eso empezaron a seguirme, pero él es muy listo y los engaña. Cuando está despierto. Ayer estuvimos bailando toda la noche, y por eso está cansado. Me dijo que rompiera el frasco para que no lo encontrarais, pero saben que yo soy la última persona que lo vio. Es muy astuto, pero si os acercáis a él sigilosamente ahora que está dormido, podréis encadenarlo y arrojarlo al infierno, y así yo podré dormir.
George Fentiman
—Se ha vuelto loco, el pobre —dijo Parker—. No podemos hacer mucho caso a esto. ¿Qué le ha dicho a usted, comisario?
—Pues entró y dijo: «Soy George Fentiman y he venido a contarles cómo maté a mi abuelo». Cuando lo interrogué se fue por las ramas y después pidió papel y pluma para escribir una declaración. Pensé que había que retenerlo y por eso llamé a Scotland Yard, señor.
—Bien hecho —replicó Parker.
Se abrió la puerta y salió Sheila.
—Se ha quedado dormido —dijo—. Otra vez el mismo problema. Es que piensa que es el diablo. Ya le ha ocurrido dos veces —añadió con sencillez—. Voy a quedarme con él hasta que vengan los médicos.