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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (9 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Puede que Helena Justina fuera la hija de un senador, pero era mi tipo de chica. Sonreí y le guiñé un ojo. Ella eructó recatadamente.

Me eché hacia atrás y agarré un puñado de olivas de un cuenco que había encima de una mesa a mis espaldas. Tal vez las exquisiteces fueran para todo el mundo, yo actué como si así lo supusiera y entablé conversación con los dos hombres que estaban allí sentados. Eran negociantes que vendían suministros para el ejército en el norte y luego llevaban pieles de animales al sur. La primera parte resultaba provechosa, me dijeron; las pieles sólo les servían de lastre y les llenaban los barcos de moscas. Habían pensado en cambiar y transportar esclavos, pero suponía demasiadas dificultades. Bromeé diciendo que deberían asociarse con el vendedor de perros…, momento en el cual la conversación decayó.

Helena había estado observando a la figura que anteriormente habíamos visto hurgando entre los desperdicios. Aquella flaca y pálida criatura había vuelto y se había colado dentro; en esta ocasión los camareros la dejaron en paz. Cada vez que unos clientes se marchaban, ella se acercaba a su mesa sigilosa como una sílfide y devoraba cualquier cosa de comer que se hubieran dejado. Pocas veces quedaba bebida. Un hombre se inclinó hacia ella y le preguntó algo; la mujer le dijo que no con la cabeza. Podría haberse tratado de una proposición sexual o simplemente podía haberle preguntado si fuera estaba lloviendo.

No parecía estar ocurriendo mucho más, así que cuando nuestras jarras volvieron a vaciarse, pagué y nos marcharnos. Fuera, las calles oscurecían cada vez más. La temperatura era templada y agradable, aunque ni mucho menos tan cálida como lo sería en Roma una noche del mes de agosto. No había vida callejera, sólo mosquitos a los que pegar manotazos. Habían aprendido a dirigirse a la ciudad desde los pantanos al atardecer para darse un sangriento festín. Algo me había mordido con fuerza en el tobillo y Helena no dejó de imaginarse que esos bichos estaban bailando en su pelo.

Helena me tomó del brazo para que ninguno de los dos perdiera el equilibrio mientras caminábamos. Nos llevó un buen rato encontrar otro bar hacia el cual arrastrarnos. En Roma habría un mostrador de figón a cada pocos metros de calle, y quizás un antro interior para beber en cada manzana. Tampoco tendrías que ir parándote de vez en cuando para sacudirte la arenilla del tamaño de un guisante de los zapatos. Londinium poseía calles adoquinadas, pero el suelo de la mayoría de sus callejones traseros aparecía lleno de baches. La ciudad se había construido con gravilla y polvo de ladrillo. Había un montón de hornos de baldosa y ladrillo y las viejas chozas de adobe y cañas estaban siendo reemplazadas por viviendas de madera y rasillas. Pero yo me moría por caminar sobre enormes y cálidas losas de mármol travertino.

También necesitaba orinar.

Como no encontramos un lugar que ofreciera servicios higiénicos, se solucionó el asunto de un modo que no hace falta nombrar.

—¿Y yo qué?—lloriqueó Helena. La queja perpetua de una mujer de vacaciones en una ciudad desconocida. Y era el jefe de familia. Era mi obligación encontrarle algún sitio. Al igual que la mayoría de los maridos en vacaciones, yo ya había arreglado mis propios asuntos y perdía todo interés. Me hicieron notar dicho aspecto de la situación.

—¿Estás desesperada? —Siempre lo están. Aun así, supimos solucionar el tema cuando estuvo lo bastante desesperada. Encontramos un sitio oscuro y yo monté guardia.

—Esto es amor verdadero —me dijo como muestra de agradecimiento.

Cuando nos atrevimos a entrar en lo que parecía ser una taberna, resultó ser un burdel. Tenían una mesa y un par de sillas fuera, tanto a modo de señuelo como de camuflaje, pero al entrar nos dimos cuenta. Vimos pocas señales de actividad, mas el negocio presentaba el aspecto de marchar bien. Apenas divisé a las putas quinceañeras que esperaban, con el rostro lívido, sus vestidos de grandes escotes y sus ajorcas de cuentas de cristal, volvimos a salir con una educada sonrisa en nuestros labios.

La madama sí que parecía britana. En todo el mundo, éste es el primer negocio que surge cuando les llega la civilización a los atrasados bárbaros. Por lo pronto, las viudas se imponen rápidamente. Las viudas y las mujeres solteras que tienen que llamarse viudas. Aquélla mostraba una actitud abierta y una cansada mirada profesional. Probablemente había prestado sus servicios a la soldadesca en el exterior de los fuertes romanos mucho antes de establecerse en la ciudad.

Tal vez la casa del amor nos dio alguna idea. Poco después de aquello, Helena y yo nos detuvimos en un cruce de la calle, nos acercamos el uno al otro y nos besamos. Fue un beso largo y tierno, carente de lujuria, pero lleno de placer.

Aún nos encontrábamos fundidos el uno con el otro de aquella manera tan cordial cuando percibimos un extraño olor. Me di cuenta de que un rastro de humo en el aire me había estado molestando hacía unos instantes. Nos separamos, seguimos adelante apresurando nuestros pasos y nos encontramos con que en Londinium existía algo de vida nocturna, después de todo: una panadería era pasto de las llamas.

XI

En Roma se hubiese congregado una multitud. En Londinium, en cambio, tan sólo unas pocas sombras curiosas merodeaban por los oscuros márgenes de la calle. Las ocasionales llamaradas del incendio iluminaban sus caras brevemente. Por encima de nuestras cabezas, una ventana se abrió con un chirrido y la voz de una mujer dijo riendo:

—¡Alguien ha tenido un accidente! Ese vertedero de masa va a quedar bien arreglado…

Me pregunté qué hacer. Allí no había vigiles listos para llamar con un silbido a sus colegas y formar una cadena de cubos, ni había esteras de esparto, ni un sifón con un depósito lleno de agua para descargarlo sobre el fuego.

El edificio estaba envuelto en llamas. Se veía que era una panadería porque las puertas de la fachada estaban abiertas; tras el mostrador al rojo vivo, dentro, se veían dos hornos que llegaban hasta el techo, con la boca abierta como antiguas gárgolas. Sin embargo, las llamas no provenían de los hornos, pues se abalanzaban sobre las paredes. Tal vez una chispa en el depósito de combustible hubiera sido la causa del siniestro.

Detuve a un espectador.

—¿Hay alguien ahí dentro?

—No, está vacío —respondió, libre de cualquier preocupación. Giró sobre sus talones y se marchó para reunirse con un compañero a unas diez zancadas de mí. Volvieron la vista hacia la panadería y entonces uno de ellos le dio unas palmaditas en el hombro al otro; los dos iban sonriendo mientras se alejaban. Entonces los reconocí: eran los dos matones que habían hecho enfadar a los camareros del segundo bar en el que habíamos estado. No era un buen momento para salir tras ellos. Pero los reconocería de nuevo.

Como si hubiera estado esperando a que esos dos se marcharan, la gente empezó entonces a congregarse y a sofocar el incendio. No fue nada fácil. Colaboré tirando algunos cubos de agua. Alguien debía de estar trayéndolos de un pozo … ¿otro barril de vino reutilizado? Mientras trabajábamos, una de las puertas plegables se salió de los goznes y se derrumbó entre una lluvia de chispas. Aquello no tenía que haber ocurrido; debían de haberla dañado. ¿Deliberadamente? Cayó cerca de un grupo de perros aterrorizados que estaban atados a una columna con una cuerda cada uno. Armaron un buen escándalo, desesperados por escapar. La puerta continuó ardiendo, de modo que era imposible acercarse a los perros. Lo intenté, pero estaban demasiado asustados y gruñían con agresiva ferocidad.

Uno de los sabuesos que respingaban ya tenía el pelaje ardiendo. Eso hizo que empezara a dar violentos tirones con la cabeza para tratar de liberarse. Los demás se alarmaron aún más cuando empezó a saltar encima de ellos.

—¡Marco, haz algo!

—¡Por el Hades! ¿Qué?

Alguien pasó corriendo junto a mí y de un tirón me quitó la daga de la vaina que llevaba en la cintura. Aquella figura menuda se lanzó como una flecha en medio de los perros, haciendo caso omiso de sus dientes, y le dio una cuchillada a alguna cuerda maestra que los tenía atados a la columna. Salieron disparados al instante. La persona que los había salvado, agarrada todavía al nudo principal, fue arrastrada cruelmente por el suelo lleno de baches. El grupo de canes, ladrando, rodeó a toda velocidad otra columna en dos direcciones distintas, se enredó de mala manera, y entonces, un hombre al que reconocí como el sucio vendedor de perros, los atrapó.

Tomó las riendas y asumió el control. No puedo decir que su presencia calmara a los animales, pero era lo bastante fuerte como para sujetarlos mientras se inclinaba para ver si habían sufrido daños. Sus ladridos se convirtieron en gañidos.

Helena se había acercado al salvador; se trataba de otro rostro familiar: la patética criatura que removía entre las basuras. El perrero no le demostró ninguna gratitud. Les propinó golpes y puntapiés a sus sabuesos para someterlos y daba la impresión de que en cualquier momento iba a golpear y patear también a la chica. Sus andrajos no evitaron que sufriera graves rasguños y estaba llorando. Reacio a mostrarse en público, enseguida se adentró en la oscuridad, rezongando, inclinado hacia atrás para contrarrestar la fuerza que lo arrastraba, en medio de una jauría de perros que trataban de liberarse.

Recuperé la daga de donde había caído durante la persecución, luego volví para ayudar a extinguir el fuego. Me encontré con que teníamos ayuda profesional: habían llegado algunos soldados.

—¡La panadería ya no puede salvarse … limitaos a proteger los locales a ambos lados! —Se ocuparon del asunto de forma rápida y eficiente, al parecer nada sorprendidos por el fuego. Bueno, los incendios son muy corrientes en los pueblos y ciudades. Yo ya había observado que el aceite era muy fácil de conseguir. Las lámparas y los hornos siempre constituyen un peligro.

—Ha sido una suerte que aparecierais —le dije al oficial al mando a modo de cumplido.

—Sí, ¿verdad? —replicó. Entonces tuve la sensación de que su llegada no era ninguna coincidencia.

Silvano no dirigía aquella tropa; quizás aún andaba con dolor de cabeza después de nuestra borrachera, y en cualquier caso ellos eran la patrulla nocturna. Conocían aquel territorio y sin duda esperaban encontrarse con problemas. Los destacamentos tenían órdenes de vigilar aquellas calles a intervalos. En cualquier momento podían asaltar un negocio. Las intervenciones para ayudar al público se habían convertido en rutina.

¿Formaba parte de la rutina quedarse sin hacer nada y dejar que un edificio en llamas se incendiara mientras se protegían ostentosamente los locales cercanos? ¿Estaban los militares haciendo la vista gorda frente a los mañosos? Sólo lo harían en el caso de que les ofrecieran un fuerte soborno.

Por supuesto, nadie iba a admitir lo que estaba sucediendo.

—Una chispa que ha saltado —decidió el oficial—. No había nadie en casa para dar la alarma.

¿Por qué no había nadie en un establecimiento que contaba también con vivienda? Yo lo podía explicar. Por algún sitio de aquella ciudad merodeaba un panadero que, en un arrebato, había luchado para mantener su independencia y que ahora sabía que su medio de vida estaba arruinado. Debió de hacer algún gesto desafiante… y luego, sabiamente, salió corriendo.

Por regla general, los chanchullos de las mafias operan en ámbitos específicos. Los bares eran una cosa; que una panadería hubiera sido amenazada era muy poco usual. Si todas las tiendas, de todas las calles, se habían convertido en un objetivo, eso sí que eran malas noticias.

Los soldados fingían apuntar los nombres y direcciones de los testigos. Irían a parar a las listas de los servicios secretos, por supuesto. Cualquiera que apareciera en una lista militar con demasiada frecuencia (dos veces, digamos) sería catalogado como elemento perturbador. Los britanos parecían haberse enterado de eso: los curiosos desaparecieron de las calles. Eso nos dejó a Helena y a mí. Tuve que decirles a los chicos de rojo quiénes éramos. Muy atentamente se ofrecieron a conducirnos de nuevo sin problemas a la residencia del procurador: nos estaban echando de allí.

En otra época hubiese protestado. Bueno, en otra época hubiese dado un nombre falso, le hubiera propinado una patada en sus partes al oficial y hubiera puesto pies en polvorosa. Puede que hasta lo hubiese hecho aquella noche para practicar de no haber estado Helena conmigo. Ella no vio ningún motivo para salir corriendo. A las hijas de los senadores las educan para que confíen en los soldados, aunque a ellas rara vez las atrapan en un interrogatorio callejero, cuando esto ocurre siempre dicen enseguida quién es su papá y luego esperan que las escolten allí adonde quieran ir. Y lo consiguen. Sobre todo las guapas. A la hija de un senador que tuviera los labios como una liebre y el pecho caído le dirían sencillamente que se fuera, pero incluso en ese caso quizá la llamasen señora y seguro que no se arriesgarían a pellizcarle el trasero.

—Yo diría que ya hemos tenido demasiadas emociones por esta noche. Helena Justina, estos amables señores van a acompañarnos a casa.

Cuanto antes mejor: Helena quería cuidar de la ensangrentada y llorona rebuscadora de basuras.

—Esta herida. No podemos dejarla aquí.

Los soldados se agruparon y observaron mi reacción. Sabían que aquella encorvada y lastimera criatura era una vagabunda de las calles. Sabían que si Helena la recogía nos contagiaría enfermedades y pulgas, nos mentiría, nos traicionaría siempre que fuera posible y luego, cuando esa enclenque flacucha decidiera largarse, nos robaría. Sabían que yo preveía todo aquello. Se abstuvieron de sonreír burlonamente.

Helena estaba arrodillada junto a esa desdichada. Levantó la vista y miró a los soldados, luego a mí.

—¡Sé lo que me hago! —anunció—. No me mires de esa forma, Falco.

—¿Conoces a la chica?—le pregunté al oficial en un murmullo.

—Siempre está por aquí. Se cree que es una superviviente de la Rebelión.

—Tiene aspecto de no ser más que una adolescente, por aquel entonces debía de ser tan sólo un bebé.

—Ah, bueno… Pues es una tragedia viviente. —Entendí a lo que se refería.

Traté de no inquietar a nadie. La chica se encogió de todas formas. Helena le hablaba en voz baja, pero la muchacha no hacía otra cosa que temblar. Al parecer no hablaba latín. Yo no la había oído hablar en ningún momento, en ningún idioma. Tal vez fuera muda. Otro problema.

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