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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (4 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Eso no los hacía precisamente populares entre sus colegas. Nunca ocurre así. Ellos no parecían darse cuenta y nunca se quejaban. Su pericia en la situación britana los animaba. Bajo otro emperador distinto bien podrían haberse visto relegados al olvido. Con Vespasiano prosperaron de forma sorprendente.

La leve tirantez entre Elia Camila y mi hermana favorita Maya nos causaba pesar a Helena y a mí. El hecho de haber sido madres varias veces no era algo en común que bastara para crear afecto. Maya —moderna, pizpireta, colérica y sin pelos en la lengua— era otro tipo de mujer. En realidad, Maya brillaba en un cielo distinto al de la mayoría de personas. Ése era su problema.

Aquella escena tenía lugar después de comer. Todos los funcionarios vivían en la residencia del procurador, pues el palacio del gobernador aún no se había construido. La vida en el extranjero es comunitaria. Los diplomáticos están acostumbrados a ello. La comida transcurría sin la presencia del gobernador; Frontino se llevaba una bandeja a su despacho. (Mientras que sí presidía la cena, que siempre era formal y más bien una tribulación.) Así, pues, en aquellos momentos, el procurador y su esposa estaban comiendo un pan arenoso y unas aceitunas hartas de viajar únicamente en compañía de los cuatro adultos de mi grupo. Era una pareja hospitalaria. La primera vez que insistieron para que trajera de visita a Helena Justina sabían que estábamos con nuestras dos hijas pequeñas… si bien desconocían que también me acompañaban mi temperamental hermana, sus cuatro hijos traviesos y llenos de vida, dos nerviosos perros y mi malhumorado amigo Petronio. Afortunadamente, los dos pendencieros hermanos de Helena y un escandaloso sobrino mío se habían quedado en el sur para ir de caza y emborracharse. Podían aparecer en cualquier momento, pero eso no lo había mencionado.

Hilaris, a quien había prometido más detalles (mientras esperaba poder evitarlo), estaba apartado de los demás, tendido en un diván de lectura y aparentemente absorto en unos pergaminos. Yo sabía que estaba escuchando. Su mujer hablaba por él, igual que Helena a menudo interrogaba a mis propias visitas… tanto si yo estaba presente como si no. El procurador y su señora compartían sus pensamientos, tal como hacíamos nosotros. El y yo constituíamos la otra mitad de un verdadero matrimonio romano: confiábamos a nuestras serias y sensibles mujeres cosas que ni siquiera contábamos a nuestros amigos del género masculino. Eso podía haber hecho dominantes a las mujeres, pero las hembras de la familia Camila eran obstinadas de todas formas.

Por eso me gustaba la mía. No me preguntéis por Hilaris y la suya.

Petronio Longo, mi mejor amigo, no estaba de acuerdo. De todos modos, aquellos días se mostraba amargado. Habiendo partido hacia Britania tanto para verme a mí como a mi hermana, había viajado hasta Londinium con nosotros, pero al parecer lo único que quería era volver a casa. En aquel momento se hallaba encorvado en un taburete con aspecto de estar aburrido. Estaba empezando a hacerme sentir incómodo. Antes, nunca se había mostrado antisocial o se había sentido violento en compañía. Helena pensaba que estaba enamorado. Lo tenía crudo. Hubo un momento en el que había ido detrás de Maya, pero ahora rara vez hablaban.

—Así, pues, Marco, Verovolco estaba en apuros. Cuéntanos qué le pasó al arquitecto —me animó Elia Camila. Para ser la esposa de un diplomático se comportaba de manera informal, pero era una persona tímida y yo ni siquiera había deducido todavía cuál de sus dos nombres prefería para uso privado.

—Me temo que es confidencial.

—¿Han echado tierra sobre el asunto?— saltó la tia de Helena de nuevo. Era imposible eludir sus grandes ojos oscuros. Siempre me ha parecido difícil hacer el papel de hombre duro en su presencia. Parecía una persona dulce y vergonzosa, y mientras tanto me sonsacaba toda clase de respuestas—. Bueno, todos estamos al servicio del gobierno, Marco. Sabemos cómo funcionan las cosas.

—Ah… fue una tontería. —Mientras cedía, noté que Helena esbozaba una sonrisa. Le encantaba ver a su tía sacar lo mejor de mí—. Una disparidad de opiniones. El rey y su arquitecto estaban a matar y Verovolco asumió la responsabilidad de defender los gustos de su señor real de un modo extremo.

—Yo conocí a Pomponio —dijo Elia Camila—. Era el típico diseñador. Sabía exactamente lo que el cliente tenía que querer.

—Así es. Pero el rey Togidubno ya va por la tercera remodelación importante del palacio; tiene firmes opiniones y sabe mucho de arquitectura.

—¿Eran demasiado caras sus exigencias? ¿O no paraba de hacer cambios?—Elia Camila conocía todos los escollos de las obras públicas.

—No. Simplemente se negó a aceptar cualquier detalle del diseño que no le gustara. Verovolco era el más afectado; se suponía que tenía que actuar de enlace entre ellos, pero Pomponio lo despreciaba. Verovolco se convirtió en un cero a la izquierda. Eliminó a Pomponio para que un arquitecto más tratable pudiera ocupar su puesto. Parece una estupidez, pero creo que era la única manera que tenía de poder reafirmar su propia autoridad.

—Esto nos muestra un aspecto interesante sobre la situación en Britania. —Helena se hallaba sentada en una silla de mimbre, las que más le gustaban. Con las manos juntas sobre su cinturón entretejido y los pies apoyados en un pequeño escabel, bien podría estar posando para un monumento en memoria de las esposas sumisas. Yo no era tan ingenuo. Alta, grácil y seria, Helena Justina leía mucho y se mantenía al tanto de los asuntos mundanos. Nacida para dar a luz y educar a unos hijos senatoriales, les estaba proporcionando cultura y sentido común a los míos. Y a mí me mantenía bajo control—. Representando al progreso tenemos al gran rey: un monarca ideal para una provincia… civilizado, con muchas ganas de formar parte del imperio y decididamente emprendedor. Luego Verovolco, su asistente más allegado, que en el fondo seguía siendo un guerrero tribal. Al rey le repugnó el asesinato del romano director del proyecto, pero Verovolco honraba a unos dioses más oscuros.

—Nunca pensé demasiado en el móvil del crimen — admití—. ¿Así que tan sólo fue una contienda artística que se salió de madre… o fue algo más político? ¿Estaba expresando Verovolco el odio de los bárbaros hacia Roma?

—¿Cómo reaccionó cuando lo acusaste del crimen?— preguntó Elia Camila.

—Se puso hecho una furia. Lo negó. Juró que me lo haría pagar.

—Igual que cualquier sospechoso acorralado —observó Helena. Nuestras miradas se encontraron. Las discusiones comunitarias no me hacían sentir nada cómodo. Hubiera preferido mil veces un intercambio en el tocador privado.

—Entonces, Marco, a ver si lo entiendo —su tía siguió adelante apasionadamente. Se arrellanó contra el cojín bordado que tenía a la espalda, de manera que sus pulseras temblaron y unos reflejos dorados motearon el ornamentado techo encofrado—. Le dijiste a Verovolco que no se le iba a juzgar por asesinato, sino que debía marchar al exilio. El castigo para un romano sería la exclusión del Imperio.

—Pero para él yo sugerí la Galia.

Todos sonreímos. La Galia formaba parte del Imperio hacía más tiempo que Britania, pero éramos romanos y para nosotros incluso la Galia era un territorio provinciano.

—Hubiera podido zarpar directo a la Galia desde Novio. —Procedente de su diván, la seria voz de Gayo demostró que yo tenía razón: estaba escuchando.

—Cierto. Yo di por sentado que lo haría.

—¿Quizá cabalgar hasta Londinium pareciera menos evidente ante sus amigos? ¿Menos vergonzoso, digamos? —Maya disfrutaba con los misterios.

—¿O se dirigía a alguna otra parte? —probó Helena—. No, si tomas un medio de transporte en Londinium siempre atraviesa la Galia. No ganaba nada con venir aquí. Petronio habló con la severidad propia de un oráculo malhumorado:

—No hay nada más allá de Britania. ¡El único camino es el de vuelta! —Odiaba Britania. Yo también. Lo disimulaba cuando era el invitado del procurador. Hacía tanto tiempo que Hilaris estaba en Britania que había perdido su nostalgia por el mundo real. Trágico.

—Si Verovolco vino a Londinium —reflexionó Elia Camila— ¿tendría que haberse escondido?

—¿De mí? —Solté una carcajada. Era lo mismo que hacían muchos de mis amigos y parientes, más bien demasiados.

—Creía ser un fugitivo, pero en realidad —dijo Elia Camila con recato— ¡tú no se lo habías contado al gobernador! —Traté de no sentirme culpable—. Eso Verovolco no lo sabía. De manera que, ¿no podría ser que merodease por aquel horrible barrio para tratar de pasar desapercibido?

—¿Cuál es el feo escenario, Falco? —inquirió Petronio. Una pregunta profesional. En Roma era miembro de los vigiles.

—Un bar.

—¿Qué bar? —Al menos se había reanimado y había mostrado interés. Petro era un hombre grandote y activo que parecía sentirse incómodo en los lugares elegantes bajo techo. Hubiera podido relajarse sobre un acolchado diván con patas en forma de cabeza de león como hice yo, pero él prefirió no hacer ni caso de lo que allí pasaba por conveniencia y se abrazaba las rodillas, molesto, dejando marcas en las listadas alfombras de lana con sus sólidas y resistentes botas paramilitares.

Sentí una extraña renuencia a hablarle del escenario del crimen.

—Un pequeño y oscuro conjunto de chozas que hay detrás de los muelles.

—¿Dónde, Falco? —Sus ojos castaños me interrogaron. Petronio sabía reconocer cuándo me andaba con rodeos por algún motivo—. ¿Cómo llegaste allí?—¡No me dirás que quieres echar un vistazo!

—Toma el camino que baja desde el foro, tuerce a la izquierda y métete por los peores callejones que veas —explicó Hilaris—. Se llamaba la Lluvia de Oro… de manera incongruente. Había una oscura pintura en la pared exterior. ¿Te fijaste en eso, Falco? —No lo había hecho. Ese tugurio difícilmente habría sido el tipo de lugar donde Júpiter habría entrado de repente por la ventana disfrazado de lluvia de oro (o de cualquier otra cosa) para llegar a los brazos de una dama amiga suya. La camarera que nos encontramos allí seguramente repugnaría a las divinidades—. ¿Qué es lo que te interesa, Lucio Petronio? —preguntó entonces Hilaris. Lo dijo con educación, pero me pareció que consideraba a Petro como una incógnita que debía vigilarse.

—Nada en absoluto. —Petro perdió todo el interés que hubiera tenido. Aparentemente.

—Está fuera de tu jurisdicción —le dije en tono comprensivo. Petro echaba de menos Roma.

Me ofreció una amarga sonrisa bastante ambigua. Al parecer hasta añoraba su trabajo. Tal vez sentía el aguijón de la conciencia. Yo todavía no había averiguado cómo se las arregló para irse de permiso durante un par de meses. Sabía que se encontraba entre dos destinos, pero su propia petición para que lo trasladaran fuera del Aventino habría agotado la buena voluntad que le quedara a su antiguo tribuno de los vigiles. Era de suponer que lo único que quería el nuevo era ver a Petro en el banco del cuartel del escuadrón lo antes posible.

—¡Cualquier bar es un buen refugio para Lucio Petronio! —Mi grosera hermana fue mordaz. No habían dejado de pelearse desde que Petro nos había encontrado, trayendo a sus hijos para que se reunieran con ella. Le había hecho un favor… aunque no puede decirse que mi hermana pensara lo mismo.

—Buena idea —le espetó Petronio al tiempo que se ponía en pie de un salto y se dirigía hacia la puerta con paso lento pero decidido. En otros tiempos me hubiera ido tras él, pero entonces yo era un buen marido y padre. (Bueno, casi siempre me las arreglaba para parecer uno de ellos en público.) Helena se sorbió los dientes con preocupación. Maya le lanzó a Petro una mirada de superioridad. A propósito, o sin querer, él cerró la puerta de un portazo al marcharse.

El procurador y su esposa intentaron no demostrar lo hartos que estaban ya de las peleas entre los invitados de sus visitas.

Yo cerré los ojos y fingí quedarme dormido. No se lo creyó nadie.

V

—Antes creía —se quejó Helena en privado conmigo más tarde— que Lucio Petronio y Maya estaban tratando de decidir qué quería cada uno. Lamentablemente creo que ahora ya lo saben… y no es el uno al otro.

Tanto mi hermana como mi amigo tenían una historia trágica. Petro —que aparentemente antes era respetable, estaba domesticado y era bueno con los gatitos atigrados— se había metido en un feo asunto. Ya se había alejado de su casa otras veces, pero en aquella ocasión lo hizo con la mujer de un gángster, lo cual fue desastroso. Hasta su tribuno se mostró susceptible con el tema, y su esposa se divorció de él. Silvia se llevó a sus hijas a Ostia, y allí vivía entonces con un vendedor callejero de comida de poca monta; humilló a Petronio cuanto pudo.

Maya, que al parecer estaba igualmente asentada, había enviudado. Esta situación a menudo es motivo de alegría, aunque hasta los gorrones y gandules con los que mis hermanas se casaban raramente acababan en las fauces de los leones de la arena en Tripolitania tras ser juzgados por blasfemia. Pocas eran las familias del Aventino que pudieran alardear de tanta emoción, y nosotros tratábamos de no decir nada sobre aquella deshonra por el bien de los hijos de Maya. Sin duda, mentir sobre ello incrementaba su sensación de aislamiento. También había cometido otros errores. Graves. Para empezar se puso en ridículo con Anácrites, el jefe de los servicios secretos. Sobre esa situación tan delicada no podíamos hablar en absoluto.

—Creía que tan sólo les hacía falta tiempo —suspiró Helena.

—Bueno, tal vez se les pueda empujar un poco para que se acerquen el uno al otro… pero vas a necesitar un palo largo.

Petronio Longo era un muchacho grandote, y mi hermana podía ser imprevisible.

—Mejor será no interferir, Marco.

—De acuerdo.

Si lo malo de alojarse en una residencia oficial eran las constantes conversaciones sobre ternas triviales, lo bueno, en las ocasiones en las que Helena y yo nos escabullíamos solos, era que podíamos gozar de nuestra soledad.
Nux
, mi perra, se hallaba en aquel momento escarbando al otro lado de la puerta, pero podíamos hacer como si no la oyéramos. Nuestras dos hijitas, junto con los hijos de Maya, estaban a salvo bajo la custodia del personal de la guardería de Elia Camila. Hasta nuestra inútil niñera se había integrado y era de alguna utilidad; yo soñaba con que se quedara cuando nos marcháramos.

—Esto está muy bien — dije, estirándome perezosamente—. Lo que necesitamos es una casa con tantas habitaciones que nadie pueda encontrarnos, y con cohortes de personal obediente entrenado para limpiar con una esponja y en silencio los restos esparcidos de puré de los niños con una sonrisa tolerante.

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