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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (8 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—¿Qué quieres decir?

—Cadáveres.

—Está corriendo la voz —replicó el dueño de forma desabrida.

—Dime, ¿qué pasó?

—Nadie lo vio. —Rechazó el cotilleo. Podría haber sido por el bien de su establecimiento, de haber tenido éste alguna reputación que proteger.

—No pudimos evitar el venir a ver el lugar de los hechos… ¿Tienes zumo de fruta fresca?—Incluso yo puse mala cara. Helena estaba olvidando que se encontraba en Britania.

—Sólo servimos vino. —La petición de Helena estaba fuera de lugar, pero él contuvo cualquier réplica sarcástica. Demasiado sofisticado para él… o más bien suponía demasiado esfuerzo —Bueno, pues nos arriesgaremos!

—No le pasa nada a nuestro vino. El hombre se ahogó en el pozo —la corrigió el tipo, adusto.

—¡Oh! ¿Podemos verlo? — le preguntó con excitación.

Él hizo un gesto hacia la puerta del patio, empujó una jarra hacia ella y dejó que nos las arregláramos solos.

Helena salió para inspeccionar rápidamente el pozo y luego volvió a nuestra mesa con la jarra.

—¿Vasos, cariño? —dije en son de burla, actuando para una audiencia inexistente, pero el dueño del local los había traído con una eficiencia más que evidente—. ¡Gracias, legado! —Serví un vaso y lo alcé hacia él. Me respondió con un brusco movimiento de la cabeza—. Lo siento —murmuré en tono comprensivo—. Debes de estar más que harto de los visitantes.

No hizo ningún comentario, se limitó a sorberse un diente ennegrecido. Volvió a quedarse de pie en silencio entre sus ánforas en una esquina, mirándonos fijamente. Normalmente yo hubiera tratado de charlar con otros clientes, pero no había ninguno. Y era imposible hablar con Helena mientras aquel hombre estuviera escuchando.

Estábamos estancados. Estancados en un oscuro cuchitril donde se servían bebidas y en el que faltaba el aire: una pequeña habitación cuadrada con un par de asientos, unos tres tipos diferentes de jarras de vino, ningún indicio de tentempiés y un camarero que podría resquebrajar el mármol con su mirada. Una vez más, me pregunté por qué Verovolco, un tipo alegre y demasiado cordial, habría venido a este lugar. Por la mañana la mujer había jurado que nadie se acordaba de él ni sabía quién era. Pero si el movimiento que había aquella noche era una muestra de la clientela habitual, sería imposible olvidarse. El dueño debía de haber tenido tiempo de contar las puntadas de los ribetes de la túnica de Verovolco.

Desde luego, de mí sí que se iba acordar, hasta de que tenía cuarenta y siete pelos en la ceja izquierda. Con gran incomodidad terminamos nuestras bebidas y nos dispusimos a marcharnos.

Como no tenía nada que perder, mientras le pagaba le dije bromeando:

—La Lluvia de Oro… ¡Ojalá Zeus se asomara a mi ventana con un montón de dinero! Por mí podría dormir con quien se le antojara. —El dueño puso cara de desconcierto—. Le pusiste a tu taberna el nombre de un mito —señalé.

—Ya se llamaba así cuando yo vine —replicó con un gruñido.

Cuando llegamos a la puerta salieron unas personas de un oscuro pasadizo que parecía conducir al piso de arriba. Uno era un honibre que pasó junto a mí y se dirigió directo a la salida mientras se ajustaba la hebilla del cinturón de un modo perfectamente reconocible. Debía de estar desesperado: su compañera era la camarera del bar. Era tan fea como la recordaba. Ese pequeño monstruo retaco hizo tintinear un par de monedas al echarlas en el insignificante cuenco de la recaudación y el dueño apenas levantó la vista.

Hacerles servicios a los clientes podía formar parte de las obligaciones de una camarera, pero en general las chicas tenían mejor aspecto. No bueno, pero sí mejor. A veces muchísimo mejor.

Ella me había visto.

—Mi novia quería ver la escena del crimen —le dije disculpándome.

—Vamos a tener que cobrar entrada —replicó bruscamente la camarera. Y, dirigiéndose al dueño, añadió de manera desagradable—: Estuvo aquí esta mañana con los encopetados. ¿Ha estado haciendo más preguntas?— No había necesidad de que lo advirtiera, él ya sabía cómo negarse a cooperar. Se volvió de nuevo hacia mí—. Ya te contamos todo lo que sabemos, que es nada. No vuelvas… y no te molestes en mandar a tus compinches.

—¿De qué compinches hablas? Yo no he mandado a nadie.

En aquellos momentos tanto la camarera como el dueño estaban un tanto malhumorados y agresivos. Captamos la indirecta y nos fuimos.

—¿Fue una pérdida de tiempo, Marco?—preguntó Helena con prudencia.

—No lo sé.

Probablemente sí.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Utilizar uno de los trucos del oficio.

—¿Cuál? —inquirió Helena.

—Cuando no saques nada en claro en la primera taberna, prueba en otra.

X

Nos costó encontrar otra. En consideración a mi dama lo probé dirigiéndome colina arriba, hacia lo que pasaban por ser mejores zonas de la ciudad. No hubo suerte. En cualquier caso, «mejores» era un calificativo poco apropiado.

Nos vimos obligados de nuevo a poner rumbo hacia el río y hasta hubo un momento en el que aparecimos en un muelle de tablones. Nada se movía en el agua, nos encontrábamos justo al lado de un punto de desembarco del transbordador y aun así parecía un lugar solitario. Pusimos pies en polvorosa. Al subir hacia la próxima entrada empinada nos topamos con una hilera de tiendas. La mayoría parecían vender o bien cerámica o aceite de oliva, el aceite que iba en esas grandes ánforas de base circular que Helena y yo tan bien conocíamos de un viaje que habíamos hecho a la Bética. El vino era un producto que escaseaba más en el mercado, pero había indicios de que todo el mundo en Londinium tenía acceso al selecto aceite dorado proveniente de Córdoba e Hispalis. Si todo el mundo lo tenía, era de suponer que lo vendían a un precio razonable. Entonces, desde la esquina de una calle divisamos un pequeño laurel que tenía un matiz marrón; las palomillas habían destrozado la mitad de sus hojas y tenía roto el brote principal, pero parecía servir para el mismo propósito publicitario que las plantas que hay en la puerta de cualquier figón del Mediterráneo.

Mientras nos acercábamos, un camarero o el propietario salió afuera y habló con un bulto que estaba hurgando en busca de algo junto a la fachada. No fue grosero, pero ella se escabulló rápidamente. Interpreté como una buena señal el hecho de que aquel hombre ahuyentara a los vagabundos. Entramos.

El calor nos envolvió de golpe: cuerpos y lámparas. Era mucho más grande y mejor iluminado que el primer sitio en el que estuvimos. Había una lista de vinos escrita con tiza en una pared, pero nada en ella que yo reconociera. El hombre que nos sirvió no hizo ninguna alusión a la lista, tan sólo nos ofreció tinto o blanco, o cerveza como opción adicional. Helena, que seguía interpretando su personaje, pensó que sería divertido probar la cerveza britana.

Petro y yo lo habíamos hecho en nuestra juventud; yo pedí tinto. También quería una jarra de agua. Con la cabeza aún dolorida de la tarde, me lo estaba tomando con calma. El camarero se las arregló para no mostrar su desdén. Estaba claro que las costumbres romanas no eran una novedad para él.

En aquella ocasión nos sentamos en silencio, relajados, mientras esperábamos que nos trajeran la bebida. Miramos a nuestro alrededor. Los dos camareros que había allí eran unos tipos trabajadores, delgados, menudos, de mejillas hundidas, con una calvicie incipiente en la coronilla, un brillante vello oscuro en el rostro y lúgubre mirada. No tenían aspecto de britanos, más bien parecía que provinieran de Hispania o de Oriente. Así que se trataba de otro establecimiento con personal extranjero. Quién sabe los kilómetros que habían recorrido acarreando sus posesiones, sus esperanzas y su historia pasada para acabar dirigiendo una taberna barata situada al otro lado de cualquier parte. Sus clientes también representaban una población cambiante. Algunos de ellos eran comerciantes a juzgar por su aspecto: hombres de negocios bronceados y competentes enfrascados en conversaciones en grupos de dos o tres personas. Ninguno de ellos tenía apariencia de ser britano. Los nativos se habían ido a su casa. En aquella ciudad los lugares de entretenimiento encomendaban el servicio a los forasteros. Mientras las cosas continuaran así, difícilmente se podría civilizar la provincia. No pasaría de ser un establecimiento comercial en un lugar poco poblado.

La persona más cercana a nosotros era un hombre que me recordó la afirmación de Silvano acerca de Londinium: la ciudad estaba atrayendo a los bichos raros. Iba envuelto en muchas capas de ropa, con una vieja cuerda a guisa de cinturón alrededor de unos bastos pantalones de tela escocesa, tenía suciedad incrustada en la piel y el pelo lacio y desgreñado.

—¿Queréis un perrito?—preguntó cuando Helena cometió el error de mirar cómo le daba de comer exquisiteces a un flaco perro callejero que tenía a sus pies. El can ofrecía un aspecto repugnante y aullaba tristemente.

—No, ya tenemos uno, gracias. —Me sentí aliviado de que hubiésemos encerrado a
Nux
en el dormitorio antes de salir. Nacida en la calle,
Nux
había prosperado en la vida cuando me adoptó, pero todavía le gustaba hacerse compañera de juegos con chuchos de muy mal carácter.

—Es un chico muy listo.

—No, de verdad. La nuestra ya nos da mucho trabajo.

Tiró de su taburete y se acercó más, arrastrándolo de lado sobre dos de sus patas. Una sanguijuela que había encontrado nuevas víctimas.

—Los perros britanos son mágicos —afirmó con orgullo el espantoso parásito. ¿Acaso él era britano, o sólo fiel a la mercancía que pregonaba? A diferencia de otros clientes que había en el lugar, pensé que podía ser sincero. ¿A qué tribu miserable pertenecía? ¿Se trataba de algún veterano no querido que los trinovantes habían echado a patadas del recinto, o de un depravado sacado a empujones de un poblado fortificado por los exigentes duboni? En cualquier cultura sería el espeluznante tipo que ha desaparecido de la escena desde hace mucho tiempo, aquel a quien todo el mundo teme. En las Saturnales, o en su equivalente tribal, sin duda hablarían de él y se estremecerían al tiempo que echarían un rápido vistazo por encima del hombro por si acaso regresaba cojeando por el sendero, chupando unas briznas de hierba que atravesarían el enorme espacio entre aquellos asquerosos dientes…—. Vendo todo lo que puedo conseguir, a buen precio. Maravillas. Si tú, refinada señora, compraras uno de éstos … —Una mano como una zarpa subió hasta el cuello de la túnica que llevaba debajo de todo lo demás y empezó a rascar lentamente. A sus pies, el perro, avejentado y demacrado por la sarna sarcóptica, lo imitó. Apenas le quedaba pelo en las ancas, se le veían todas las costillas. En. ambos casos el rascarse constituía una acción inconsciente y continua— te garantizo que podrías obtener cuatro o cinco veces más dinero del que pagarías por él si lo vendieras otra vez en Roma o en alguna otra ciudad importante.

—Eso es estupendo. De todas formas no, gracias.

Él hizo una pausa. Luego lo intentó de nuevo animosamente.

—Sería perfecto si tu marido fuera de caza.

—No, me temo que no es cazador.

¿Estás segura? —Ella estaba segura. Y yo también, maldita sea. Yo era un chico de ciudad, prefería mil veces ir a las carreras.

El mugriento vendedor me señaló con la cabeza a escondidas. Me estaba culpando por la resistencia de Helena.

—Un poco agarrado, ¿no?

Helena me sonrió mientras lo consideraba. Yo le devolví la sonrisa. Entonces le dijo a su nuevo amigo:

—Tal vez. Pero yo lo quiero. Cree que es un hombre de la calle, no le quites la ilusión.

—¡Ilusiones! —gorjeó el perrero.— Todos necesitamos ilusiones, ¿no es cierto? —Otros clientes miraron en nuestra dirección, nos compadecieron por estar atrapados y enterraron las narizotas en sus vasos—. ¡Conserva tus ilusiones, regio señor, no sea que los dioses oscuros se te lleven frustrado al Hades!

Estaba loco. Por otro lado, era capaz de manejar conceptos abstractos y definiciones polisílabas. Solté un gruñido. ¿Tendríamos ante nosotros al típico icono de un hombre antaño rico, un hombre con inteligencia y formación que atravesaba tiempos difíciles? ¿Se habrían degradado tanto él como su alma poética a causa de lo inadecuado de su carácter, la mala suerte financiera… o la bebida?

No, era de baja cuna, lo único que le gustaba era vender perros. Pensó que haría una fortuna endilgando sus rencos y agusanados sabuesos a romanos tontos. Hasta tenía la esperanza de que podría vendernos uno a Helena y a mí. ¡Mala suerte, listillo!

Entraron dos hombres. El que iba delante era bajo y robusto; el otro, más enjuto, no dejaba de mirar a su alrededor. Eran conocidos de los propietarios. Desaparecieron con el camarero de más edad a través de una cortina en algún lugar oculto del interior. Oí voces subidas de tono. Poco tiempo después los dos hombres reaparecieron y se fueron con expresión adusta, caminando con rapidez. Salió el camarero. Brevemente le refunfuñó algo a su compañero. Ambos parecían irritados y disgustados.

La mayoría de los clientes no se dieron cuenta. Todo fue muy discreto.

Helena había visto que los observaba.

—¿Qué crees que ha ocurrido?

—Jardineros del mercado que venden perejil.

—¿Chantajistas? ¿Prestamistas? —Helena pensaba de la misma manera que yo—. ¿Crees que el propietario les ha pagado?

—Es difícil de decir.

—Si lo hizo, no quería… y les ha hecho saber qué pensaba.

—Si ha pagado, cariño, a esos recaudadores no les importará cuál haya sido su actitud.

—¿Y si no lo ha hecho?

—Me imagino que volverán… para asegurarse de que cambia de opinión.

Hablábamos en voz baja, sin hacer caso del perrero. Era lo bastante listo como para dejarnos con nuestra charla confidencial. Tal vez escuchó lo que decíamos. A mí me daba igual. Si había matones que presionaban a los propietarios de los comercios, cuanto antes se enteraran de que alguien los estaba vigilando, mejor.

Los camareros fueron pasando por las mesas, manteniéndose ocupados. Sirvieron al perrero y a varias personas más de forma automática, por lo que debían de tratarse de clientes habituales. Parecía ser un lugar en el que hacerse una idea del ambiente local, así que nos quedamos un rato. Acepté otra copa y un refrigerio. Helena seguía adelante poco a poco con su cerveza; no iba a reconocer un error, aunque yo me imaginaba que le daba lo mismo. El camarero suponía que se iba a dejar la mitad de la jarra, pero ella se la iba a terminar. Luego daría las gracias muy amablemente al marcharse.

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