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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (5 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—Tienen a un camarero griego que sabe tocar la tibia.

—¡La doble flauta! Podíamos hacernos con uno. No nos haría falta una nueva niñera si lo tuviéramos a él para que acostara a las niñas con su música.

—¡No hay duda de que anoche éste te calmó tanto que empezaste a cabecear! —se mofó Helena.

—Toca pésimamente. En cualquier caso, confieso que me pasé un poco bebiendo con Petro antes de la cena. Trataba de animarlo.

—Pues no lo lograste, Marco.

—Lucio Petronio no es un muchacho feliz.

—¡Sólo faltaría! Va por el mal camino, ¿no es cierto? El lo quiso así —dijo Helena resueltamente—. Lo menos que podría hacer es disfrutarlo.

—Ir por mal camino era muy divertido cuando yo lo probé. Lo que no sé es por qué él es tan incompetente …

—No ha encontrado aún a la funámbula adecuada.

Helena se refería a una antigua novia que tuve. Ni siquiera la había conocido, pero no permitía que me olvidara de que ella sabía cosas de mi pintoresco pasado.

Como represalia, cerré los ojos con una sonrisa de supuesta y gozosa evocación en mis labios. Un error, por supuesto. En verdad, mis pensamientos fueron en la dirección que no debían. Helena lo sabía. Me pegó con un cojín justo en el punto donde mi estómago estaba digiriendo su deficiente comida britana.

Realmente Petronio había dejado de ser una vergüenza social desde entonces. Desapareció por completo. Me dejó una nota mal redactada para decirme que se marchaba solo. No decía que fuera a abandonar la provincia ni me daba pista alguna sobre dónde podía contactar con él. Lo comprobé discretamente con el personal del procurador: a Petro lo habían visto abandonar la residencia del gobernador vestido con lo que mi remilgado esclavo informante describió como una túnica muy, muy sucia. (Así, pues, por lo menos no había ido a tirarse a ninguna mujerzuela de cabello color zanahoria que hubiera dejado en adobo diez años atrás.) Encontré toda su ropa de diario dentro de su mochila, bajo la cama del cuarto de invitados que había ocupado. Cuando Petro emprendía el mal camino, se lanzaba a él con estilo sórdido.

Intenté no sentir envidia.

En Roma, hubiera supuesto que Petro estaba de servicio con los vigiles y no le hubiese dado importancia. Allí, en un continente alejado de su territorio oficial, aquella explicación no servía. Que se hubiera esfumado sin discutirlo me tenía preocupado; me preguntaba si se sentiría aún más desdichado de lo que yo suponía.

Maya fue menos comprensiva.

—Ahora ya sabes cómo se siente Helena cuando tú no vuelves a casa y no le explicas por qué —me reprendió — . De todas formas, es un hombre. Es egoísta y desconsiderado. No podemos esperar otra cosa.

Ella le había dado calabazas, por lo que era de suponer que le daba igual, pero sus hijos se habían encariñado muchísimo con Petro durante el largo viaje que habían hecho juntos para cruzar Europa; estaban mortificando a su madre, inquietos y preocupados por saber dónde estaba. Maya no tenía respuestas (una situación que no encajaba con ella).

—¿He de ponerle un cubierto en la mesa para la cena? —preguntó Elia Camila, más preocupada y desconcertada que enojada. Era una buena mujer.

—No, no lo hagas. De hecho —se mofó Maya—, no le pongas cubierto aunque regrese ahora mismo.

Petronio no volvió.

VI

Abandonado por Petronio, aquella tarde me puse a trabajar. El hecho de que me hubieran pedido que investigara el caso de Verovolco me iba a retener en Londinium más tiempo del que yo quería, pero no podía decirles que no al procurador y al gobernador.

Por lo pronto, al gobernador le pareció divertido endilgarme el trabajo. Sexto Julio Frontino tenía unos cuarenta y tantos años y era un ex cónsul de gran dedicación al que había conocido un par de años antes en Roma. Habíamos trabajado juntos para resolver una cruel serie de muertes femeninas. La mayoría de los cónsules apestan; él parecía distinto y me gustó. Frontino poseía todos los ingredientes de un antiguo romano en el poder: marcial, culto, con gran curiosidad por los problemas administrativos de todo tipo, decente y honesto a carta cabal. Había oído hablar de mí y quiso que fuera yo el que resolviera el problema de la auditoría en el palacio de Togidubno. El éxito que tuve allí me hizo aún más popular.

—Si alguien puede descifrar lo que le ocurrió al amigote del rey ése eres tú, Falco.

—¡Melifluas palabras! —Nunca trataba a los hombres de rango con falso respeto. Si mis modales parecían bruscos, mala suerte. Frontino sabía que yo haría un buen trabajo. Tenía una idea bastante aproximada sobre aquel crimen y fui directo—: Yo supongo que Verovolco fue a esconderse a Londinium con la esperanza de pasar desapercibido. Quería quedarse en Britania. Luego atajó a algunos lugareños en el bar. Ese exaltado los trató con prepotencia. Ellos se ofendieron. Alguien lo metió de cabeza en ese abrevadero revestido con toneles. Mientras gorgoteaba (o justo antes de que lo sumergieran) aprovecharon para robarle el torques. Se largaron. Cualquier oficial a su servicio con conocimientos del lugar debería poder averiguar su paradero. Encuentra el torques y eso los condenará.

—Es una buena teoría —replicó el gobernador, impasible—. Puedo aceptarla. Ahora demuéstrala, Falco, antes de que Togidubno se entere de la trágica noticia y venga galopando hasta aquí echando chispas.

Era un hombre muy realista. Debieron de haberlo elegido para Britania porque el emperador lo consideraba una persona tan eficiente como adaptable. Por las conversaciones que mantuve con él sabía que tenía un apretado programa por delante. Para los tres años de su administración en Britania, Frontino planeaba romanizar completamente la provincia. Tenía intención de embarcarse en una importante expansión militar mediante una gran campaña contra las indómitas tribus del oeste y luego tal vez otra campaña más en el norte. En el estabilizado interior quería crear diez o doce nuevos centros cívicos, unas
coloniae
con autogobierno en las que las tribus serían semiautónomas. Londinium, su cuartel general de invierno, iba a convertirse en un municipio pleno y un importante programa de obras engrandecería el lugar. Si todo ello se concretaba, como yo creía que iba a suceder, Britania se transformaría. Julio Frontino levantaría aquella provincia bárbara y marginal y la adecuaría al Imperio.

Britania era un destino duro. Se cobraba víctimas de todos los rangos. Flavio Hilaris se hizo cargo del papel financiero después de que su predecesor, el galo que restauró el orden tras Boadicea, muriera con las botas puestas. El cargo de gobernador tenía una historia peor. A Suetonio Paulino lo habían denunciado formalmente por incompetencia. El Año de los Cuatro Emperadores, Turpiliano fue destituido por sus legados militares que entonces (inconcebiblemente) dirigieron Britania en forma de comité. Petilio Cerealis, el titular del cargo inmediatamente anterior, poseía un historial de errores ridículos; había obtenido el puesto sólo porque era pariente de Vespasiano.

Frontino lo haría bien. Era a la vez activo y conciliador. Pero lo que menos necesitaba mientras se habituaba era una situación dificil, con un britano importante muerto.

—Este asunto tiene muchas posibilidades de complicarse, Falco.

—Lo sé, señor. —Hice uso de mi mirada sincera y digna de confianza. Era una mirada que en otros tiempos había reservado para las mujeres y que todavía empleaba con los acreedores. Bien podría ser que Frontino se hubiese dado cuenta de que yo era un tipo taimado que siempre andaba con dobles juegos, pero lo toleró. Mi siguiente pregunta fue directa—: Flavio Hilaris mencionó algunos problemas administrativos. ¿Hay alguna posibilidad de que se me explique qué es lo que ocurre?

—Será mejor que se lo preguntes a él. —Lo sabe todo al dedillo. —El gobernador tomó la clásica salida. Era imposible saber si tenía al menos conocimiento de dichos problemas.

Le pregunté a Hilaris. Ahora parecía incapaz de recordar haberlos mencionado.

Perfecto. ¡Gracias, muchachos! Vosotros, poderosos legados de Augusto, quedaos sentados en vuestras oficinas pintadas al fresco mientras os encargáis de despachar el correo, que yo ya saldré a empujones del fango.

¿Por qué optaba siempre por los clientes que trataban de ocultar los asuntos sucios? Pasaba más tiempo en indagaciones sobre las personas que me contrataban que ocupándome de lo que me habían pedido que investigara.

Como de costumbre, me negué a que las reservadas personas que me habían empleado se salieran con la suya. Si había barro sobre el mármol, era perfectamente capaz de pisarlo yo solito. Y en ese caso todo el mundo tendría que soportar el pringue.

VII

Primero probé con el centurión.

Se me ocurrió que lo iría a buscar al fuerte. Era más fácil decirlo que hacerlo. Antes que nada tenía que encontrarlo. Me acordé de un recinto hecho con madera y turba que se levantó apresuradamente tras la Rebelión al este del foro. Lo habíamos utilizado para proteger a los supervivientes y a todo aquello que pudiéramos acoger. Cuando encontré el lugar comprobé que hacía años que estaba abandonado.

Nunca hubo legiones emplazadas de forma permanente en la capital; siempre hacían falta en la vanguardia, para vigilar las fronteras. Treinta años después de haber sido conquistada por Roma, Britania todavía tenía cuatro legiones en activo, más que cualquier otra provincia. Era desmesurado y resultaba caro. Demostraba los temores de Roma tras la tentativa de ser derrocada por Boadicea.

Decir que había quinientos soldados en Londinium sería exagerar, pero sin duda eran de excelente factura. Las legiones se turnaban para enviar a algunos soldados destacados a la capital. En una provincia fronteriza hasta los heridos que podían andar y los inútiles que habían irritado a su legado serían capaces de proteger al gobernador y a su personal, de causar buena impresión a las visitas, de exhibir las espadas en el foro y de patrullar los muelles. Tenían que vivir en algún sitio. La información suministrada por un transeúnte me llevó derecho al otro extremo del foro, hacia el otro lado del riachuelo que dividía la ciudad y por el Decumano, la vía principal. Fui a parar a una remota calle, lejos del anfiteatro, una aburrida caminata. Allí me encontré con una situación caótica. La colina occidental había sido ocupada por todas las unidades apostadas allí para proteger al gobernador, y puesto que éste rara vez se detenía mucho tiempo en la capital, vivían en el más completo desorden. Era peor que un campamento itinerante: no tenían defensas adecuadas y había grupos separados de bloques de barracones por todo aquel escenario.

Encontré a mi hombre. Le molestó el hecho de que lo hubiesen hallado pero accedió a venir a jugar. Lo llevé a tomar una copa. Podía fingir ante sus amigos que me hacía falta el consejo de un especialista en privado. Y en privado, tal vez pudiera tentarlo a que revelara más de lo que debiera.

Se empeñó en llevarme a un bar que les gustaba a los soldados. Cuando llegamos ya sabía que se llamaba Silvano. Le ofrecí vino, pero prefirió cerveza.

—¡Esta porquería de los celtas fermentará en tu panza, Silvano! —le dije para tomarle el pelo. Fingir que era amigo de un hombre al que despreciaba suponía todo un esfuerzo—. Acabarás como un celta gordo y sonrosado.

—Podré soportarlo. —Siempre decía eso. En realidad nunca tendría un aspecto sonrosado. Mi invitado al banquete era un sureño de tez morena; tenía los brazos cubiertos de pelos negros como una alfombra de piel de cabra e iba tan toscamente afeitado que con el mentón podría haber eliminado la pintura de un trabajo de carpintería.

—He sacado la pajita más corta en ese asunto del asesinato del tonel —dije con pesimismo.

Eso le hizo gracia a ese cabrón perezoso. Significaba que él no tendría que moverse, y le gustó verme sufrir. La risa era descaradamente desagradable. Me alegré de no tener que trabajar con él.

Dejé que la cerveza fuera fluyendo ante él. Yo seguí con el vino, diluyéndolo con más agua cuando Silvano no miraba.

Hizo falta media cuba de cerveza para ablandarlo lo suficiente y que empezara a hablar, luego otra media para que, más despacio, expusiera lo mucho que detestaba el clima, la lejanía, las mujeres, los hombres y los pésimos juegos de gladiadores.

—Así que Londinium se ha hecho con su propio anfiteatro de mala muerte, ¿no? Si se me permite decirlo, aquí está un poco aislado y ¿las arenas no están normalmente cerca del fuerte? ¡Pero claro, yo no diría que tuvierais nada que pudiera llamarse fuerte!

—Harán uno nuevo, para evitar que confraternicemos.

—¡Como si alguien fuera a hacerlo! ¿Y qué les parece la arena a los muchachos?

—Es un desastre, Falco. Tenemos luchas de cachorros y chicas guapas con armadura.

—¡Qué descarado! Sexo y espadas… ¡Qué suerte tenéis! —Bebimos—. Háblame del ambiente que se respira por aquí estos días.

—¿Qué ambiente?

—Bueno, la última vez que estuve en Londinium fue cuando Boadicea estuvo peor que nunca.

—¡Eran buenos tiempos! —se regodeó Silvano. ¡Vaya un imbécil! Él no podía haber estado allí entonces. Hasta a un hombre tan burro como aquél se le hubiera grabado el dolor en el alma.

Si me preguntase por la legión en que estuve de servicio le mentiría. No podría soportar que ese don nadie supiera que había estado en la Segunda Augusta. Mi trágica legión, dirigida entonces por un idiota criminal, abandonó a sus colegas para que se enfrentaran solos a la arremetida tribal. Era mejor no pensar qué conclusiones sacaría de ello un centurión que en aquel tiempo estaba de servicio.

Tampoco tenía intención de preguntarle a Silvano cuál era el equipo que honraba con su presencia. La Vigésima o la Novena, tal vez; ambas legiones sí que lucharon contra Boadicea y yo no simpatizaba con ninguna de ellas. En esos días Britania también contaba con una de las nuevas unidades Flavias hechas de retazos, la Segunda Adiutrix. La descarté. Silvano no me parecía un soldado de una legión nueva; se le notaba a la legua que era un veterano, desde sus botas raspadas hasta su vaina que había personalizado con borlas que parecían trozos de rata muerta. Por lo menos sabía que no pertenecía a la espantosa y exultante Decimocuarta Gémina. A sus miembros los habían trasladado a Germania para reformar sus hábitos, si ello fuera posible. Yo me los había encontrado allí, intimidando aún a la gente y fanfarroneando sin ton ni son.

—Este lugar nunca debió de haberse reconstruido. —Silvano quería criticar la ciudad; en cualquier caso, eso impidió que me amargara pensando en el ejército.

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