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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (6 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—Las catástrofes tienen ese efecto, compañero. Volcanes, inundaciones, avalanchas… masacres sangrientas. Entierran a los muertos y luego se apresuran a reconstruir en la zona de peligro… Londinium nunca tuvo personalidad.

—Comerciantes —rezongó Silvano—. Vino, pieles, grano, esclavos. Los malditos comerciantes. Destruyen el lugar.

—No puedes esperar buen arte y cultura. —Yo hablaba despacio y arrastraba las palabras como hacía él. Me resultaba bastante fácil—. Esto no es más que un cruce de caminos. Un conjunto de industrias en la ribera sur, un par de transbordadores estrafalarios que cruzan de un lado a otro. Al norte, unos cuantos almacenes apestosos de poca monta…; todo indica lo anodino del lugar.

—¡El final del camino! —exclamó Silvano. Farfullado por un centurión borracho, sonaba menos atrayente aún que cuando Petronio se había quejado.

—¿Eso te causa problemas?

—Patrullar es una mierda.

—¿Y eso por qué? Los nativos parecen dóciles.

—¿Cuando no se arrojan unos a otros a los pozos? —Se le quebró la voz del alborozo y me indigné. Yo había conocido a Verovolco, aunque no me cayera bien. Siívano no se dio cuenta de la expresión de mi rostro. Estaba ampliando sus teorías. Me dije que eso era lo que yo quería—. Este lugar es una atracción para la escoria, Falco.

—¿Cómo es eso?

—No hay más que oportunistas que se han perdido o que quieren encontrarse a sí mismos.

—Sin duda es demasiado remoto para los turistas de mirada soñadora, ¿no?

—No para los ineptos. Todo tipo de borrachos de personalidad retorcida. Cuando ya han probado todas las otras provincias sin futuro, olfatean el aire y siguen el rastro hasta aquí. Sin dinero, sin posibilidades de trabajo, sin sentido común.

—Es un lugar frío e inhóspito, eso seguro que a los trotamundos no les gusta nada, ¿no?

—El sol y la seducción no son para los perdedores. Ellos anhelan espacios abiertos y vacíos, quieren soportar las privaciones, creen que sufrir en los páramos expandirá sus vidas.

—¿Así que buscan la neblina en el extremo del mundo entre los legendarios hombres pintados de añil? Y ahora tenéis una población de gente harapienta con los ojos desorbitados que vive en casuchas…, individuos irresponsables y desarraigados que tal vez la diñen.

—Eso es. No encajan.

—¿Huyen de la ley?

—Algunos.

—Eso es divertido.

—Hilarante.

—Y aquí están, esperando empezar de nuevo.

—Aprovechándose de los inocentes britanos que lo único que quieren es vender bandejas de esquisto a los visitantes. Todo lo que los britanos quieren ver llegar aquí son importadores del dudoso caldo que se está haciendo pasar por vino de Falerno. Y ahora —exclamó Silvano, que estaba a punto de perder el conocimiento, lo cual, en teoría, era lo que me hacía falta— empezamos a tener a los otros.

—¿Quiénes son ésos?—murmuré.

—Ah, esa gente sabe exactamente lo que está haciendo —balbuceó.

—Es a ésos a los que hay que vigilar, ¿no es cierto? —Lo has entendido, Falco.

—¿Y quiénes son, Silvano?—pregunté pacientemente. —Los que vienen a aprovecharse del resto —dijo. Entonces se tumbó, cerró sus nublados ojos y empezó a roncar.

Lo había emborrachado. Ahora tenía que hacer que se despejara de nuevo. Eso es porque la teoría no funciona. Cuando llevas a un testigo al extremo de desmayarse y no sabe que tendría que contártelo todo antes de irse, él sigue adelante y se sumerge en la inconsciencia.

Aquel agujero en el que servían alcohol era un establecimiento gris, frío e higiénico para uso de los soldados. Los britanos, germanos y galos, por naturaleza, no llevaban una vida callejera con tabernas y puestos de comida al aire libre. De manera que aquel bar era el gran regalo de Roma a una nueva provincia. Les estábamos enseñando a los bárbaros a comer fuera. Cuando los soldados llegaban a un nuevo territorio, el ejército mandaba enseguida a alguien para que se encargara de organizar las áreas de descanso y recuperación. «Quiero una buena habitación limpia, con bancos que no se vuelquen y un caballito de labor pardo en el patio…» Sin duda el comandante local seguía pasándose por allí una vez al mes para probar la bebida y examinar a las camareras y comprobar que no tuvieran enfermedades.

Contaba con las habituales y lóbregas instalaciones. Tablones desnudos, mesas bien restregadas de madera blanca de las que se podía limpiar fácilmente el vómito y una letrina de tres asientos fuera, en la parte de atrás, donde los beodos estreñidos, que añoraban su hogar, podían sentarse durante horas. Estaba situado bastante cerca de sus barracones, cosa que les permitía escabullirse y regresar fácilmente cuando ya estaban como una cuba. Hacía años que yo no engullía veneno en un bar como aquél y no había echado de menos la experiencia.

El dueño era un tipo educado. Eso no lo soporto.

Cuando le pedí un cubo de agua me condujo hasta el aljibe. Nos encontrábamos en un terreno mucho más elevado que el de la Lluvia de Oro, y debía de haber una buena distancia por encima del nivel freático. El dueño confirmó que no había manantiales en aquella parte de la ciudad. Así que la fuente consistía en un asqueroso montón de piedras que estaba verde debido a las algas con décadas de antigüedad. Unas cosas serpenteantes rizaban la superficie del agua y los mosquitos merodeaban allí, revoloteando entre las piedras. Si a Verovolco lo hubieran puesto cabeza abajo en ese lugar, no habría sufrido más que un siniestro lavado de pelo. Arrastramos un cubo hacia un lado y conseguimos llenarlo hasta la mitad.

—¿Esto es todo lo que puedes conseguir? —Yo había tenido una mala experiencia con un pozo el año pasado en Roma. Estaba sudando ligeramente.

—No tenemos mucha demanda de agua en el bar. La voy a buscar a los baños cuando la necesito. —No se ofreció para hacerlo en ese momento.

—¿Y de dónde obtienen el suministro los baños?

—Invirtieron en un pozo profundo.

—Ya veo que a ti no te saldría muy económico… ¿Y cómo se lavan las letrinas?

—Ah, el agua de la colada baja por ahí de vez en cuando. Va bien excepto cuando dan una gran fiesta por el cumpleaños de algún centurión…

Me abstuve de imaginar las consecuencias que para aquella letrina tendrían treinta legionarios grandotes que habrían engullido cuencos enteros de estofado de cerdo caliente, todos con una ración extra de salsa de escabeche de pescado, tras dieciocho jarras de cerveza celta cada uno y un concurso de comer higos…

Arrojé el agua encima de Silvano.

Con unos cuantos cubos más llegamos a la fase de las maldiciones. Era yo el que maldecía. El no hizo otra cosa que quedarse apoltronado dando muestras de debilidad y manteniendo un silencio malhumorado y agresivo. Hay informantes que presumirán de su eficiente empleo de la técnica «emborráchalos para que te cuenten cosas». Es mentira. Tal como he dicho, los testigos pierden pronto el conocimiento. A menudo ni siquiera son los testimonios los que se quedan fuera de combate; es el informante.

—¡Silvano! —La única manera de acabar con aquella situación era gritando—. ¡Despierta, fardo de gelatina! Quiero saber si habitualmente has tenido problemas por la zona de la Lluvia de Oro.

—¡Que te jodan, Falco!

—Agradezco la oferta. Contesta a la pregunta.

—Dame algo de beber. Quiero otra copa.

—Ya te la has bebido. Te daré una más cuando me respondas. ¿Qué es lo que pasa detrás de los muelles, Silvano?

—Que te jodan, Falco…

Esta rutina continuó un buen rato.

Pagué la cuenta.

—¿Te vas? —inquirió el dueño—. Pero si no te ha dicho nada.

No iba a hacerlo nunca.

—Puede esperar —le contesté con toda tranquilidad.

—¿De qué va todo esto entonces? —Era un entrometido. Valía la pena dedicarle un momento.

Lo estudié con la mirada. Era un pelotillero calvo que llevaba una túnica muy azul con un cinturón innecesariamente ancho. Traté de mantener la mirada fija. A esas alturas yo también estaba tan adormilado que no podría haber intimidado ni a un tímido ácaro del papel.

—Problemas en otro bar —hipé.

—¿Serios?

—Un visitante de fuera de la ciudad fue asesinado.

—¡Eso es horrible! ¿Quién era?

—Oh…, un hombre de negocios.

—Que intentó meterse por medio en algún tinglado —sugirió el dueño en tono de complicidad.

—¿En Britania? —Al principio pensé que bromeaba. El propietario pareció ofendido ante aquel insulto al escenario que había elegido. Modifiqué mi incredulidad dando un silbido—. ¡Vaya! Esto sí que es una sorpresa. ¿Qué estás sugiriendo? ¿Chantaje? Juego? ¿Corrupción?

—Bueno, en realidad yo no sé nada de todo eso. —Se quedó callado como una tumba y empezó a limpiar mesas. Se movió alrededor de Silvano con sumo cuidado, sin tocarlo.

—¿Tienes problemas aquí arriba?—pregunté.

—¡Nosotros no! —Bueno, era de esperar. Era un bar casi militar.

—Ya veo. —Hice ver que cambiaba de tema—. ¿Eres de por aquí?

Se le crispó el rostro.

—¿Tengo aspecto de serlo? —Tenía aspecto de ser insoportable. Ya lo había pensado incluso antes de emborracharme—. No, crucé para llevar este bar.

—¿Cruzaste?¿Desde la Galia? —Así que formaba parte del inmenso enjambre de parásitos que se mueven a la sombra del ejército. El beneficio era mutuo, si las cosas funcionaban bien. Los muchachos obtenían entretenimiento y bienestar; los nativos encontraban un medio de vida con los suministros y la comida, un medio de vida que hubiera sido imposible sin Roma. En otros tiempos, aquel hombre se hubiera pasado la vida alrededor de un montón de chozas circulares; ahora podía viajar y adoptar un aire sofisticado. Además estaba ganando dinero—. Gracias de todos modos.

Podía haberle dado más propina, pero el tipo me irritaba, de manera que no lo hice. En cualquier caso, esperaba no tener que volver.

Apoyé a Silvano contra la pared y entonces sí que me marché.

VIII

Ahora ya sabía que había asuntos muy turbios.

Me había llevado casi toda la tarde extraer una información con la que preferiría no haberme tropezado. Para llegar a ello había bebido hasta alcanzar un estado en el que era mejor no seguir esa clase de pista.

Tan sólo estaba lo suficientemente sobrio como para darme cuenta de ello. Un trago más podía haber sido fatal.

Fue una buena idea no regresar a casa en ese estado. Ni tampoco a los acanalados salones de la residencia con vistas al río de un procurador. No me importaba lo que pensara el bien situado personal, pero mi mujer y mi querida hermana eran otra cosa. Tanto Helena como Maya ya me habían visto borracho otras veces y ambas podrían pronunciar oportunos discursos sobre el tema. Yo me sentía bastante cansado y poco dispuesto a escuchar una sarta de reproches. Necesitaba un refugio para serenarme. Roma estaba llena de rincones donde podía pasar una hora charlando con amigables compañeros mientras se me despejaba la cabeza. Londinium no ofrecía nada adecuado.

Así, pues, ¿qué clase de empresario se trasladaría en serio a una ciudad como aquélla? Sólo un estúpido.

Yo era un chico de ciudad. Hice lo que hacemos nosotros. Me dirigí al foro. La primera parte del paseo fue cuesta abajo. Eso sirvió de ayuda. Tras cruzar el riachuelo en el que las hordas de Boadicea habían arrojado las cabezas decapitadas de los colonos asesinados, ya fue cuesta arriba. Un error, me parecía a mí.

Hasta Rómulo tenía más idea de dónde colocar un foro. En Roma, después de pasarte la hora de la comida bebiendo, puedes largarte a trompicones del Palatino o el Esquilmo, con muchísima debilidad, y ya no tienes que ir más lejos. En el valle de la Vía Sacra puedes tumbarte en el antiguo adoquinado y contemplar templos formidables y edificios municipales adornados con estatuas sabiendo que te encuentras en el centro de todo. Si te desplomas de manera conveniente te dejarán en paz, encorvado en un largo y sombreado pórtico o sujetándote la espalda contra alguna imponente columna de Carrara en la que, tal vez, se hubiera apoyado ese noble borrachín de Marco Antonio. Basílicas y santuarios bordean un tramo de gloria de más de kilómetro y medio de largo en el que siglos de serios generales y príncipes han levantado arcos de triunfo; la densa sombra protege al soñoliento del implacable ardor del sol. Las fuentes y pilones cercanos brindan agua fresca a los que están muertos de sed. Para situaciones extremas existe el último refugio: en el templo de Isis, mujeres de vida alegre se ofrecerán a llevarte a casa para que te eches un rato.

De momento, Londinium sólo ofrecía un recinto de cuatro lados con una silenciosa basílica. Almacenes, tiendas y oficinas se hallaban vacíos en los otros tres lados. Una columnata aparecía desierta. Fuera del perímetro se alzaba la flamante estructura de un templo solitario. Eso era todo. Al menos no hacía sol.

Me senté en una baliza respirando con dificultad. Estábamos a principios de agosto. Mientras me encontraba bebiendo con Silvano debía de haber caído un prolongado y fuerte aguacero. En aquellos momentos ya había terminado, y el día era lo bastante cálido como para sentirse cómodo con zapatos abiertos y una túnica de manga corta; pero el brillo del agua en los caminos peraltados había ido disminuyendo a medida que iba andando hacia allí. Entre la poca gente con la que me crucé, vi que algunas personas, realmente deprimidas, seguían de pie en las entradas como si se estuvieran cobijando. Una fina llovizna flotaba en el aire, mientras que agitadas ráfagas de viento bramaban alrededor de los edificios. El cielo era de un gris uniforme, y aunque todavía era media tarde, la luz parecía estar desapareciendo tristemente. Era algo característico de Britania que me hacía añorar los interminables, radiantes y perfumados días de verano en casa.

Julio Frontino había tratado de impresionarme con charlas sobre la expansión a largo plazo de la zona cívica. Según él existía un plan general que tenía en cuenta la posibilidad de añadir nuevas instalaciones al foro poco a poco, a medida que la ciudad fuera creciendo en tamaño y expectativas. No me lo creí. Desde el sitio donde estaba sentado en aquel lugar público sobre una cima desierta, con la ropa húmeda y la moral por los suelos, daba la impresión de que no tenía sentido que ninguno de nosotros estuviera allí. Los romanos habíamos venido con la esperanza de extraer metales preciosos; tendríamos que haber abandonado apenas murió nuestra fe en las riquezas de Britania. El peor legado de la rebelión de las tribus fue que ahora nos sentíamos encadenados por la sangre y el dolor a aquel lamentable, poco interesante y deprimente territorio.

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