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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (29 page)

BOOK: El número de la traición
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Con Jake Berman no había rastro documental alguno. Ni siquiera había presentado la declaración de la renta el año anterior; al menos no con el nombre de Jake Berman. Esto trajo a su mente el espectro del hermano de Pauline McGhee. Quizá Berman había cambiado de nombre, igual que Pauline Seward. Tal vez Faith había compartido mesa con el asesino la primera noche en la cafetería del hospital Grady. O puede que fuera un defraudador y por eso no usaba nunca tarjetas de crédito ni teléfonos móviles, y que Pauline McGhee hubiera decidido marcharse de este mundo porque sí, porque a veces las mujeres se marchan sin más.

Faith empezaba a comprender que esa opción tenía sus ventajas.

En uno de los trayectos entre casa y casa, Will había llamado a Beulah, Edna y Wallace O’Connor, de Tennessee. Max Galloway no les había engañado en cuanto al padre; el anciano estaba en una residencia y no andaba muy bien de la cabeza. Las hermanas se mostraron muy comunicativas y era evidente que querían ayudar, pero lo único que pudieron decirles sobre el sedán blanco que habían visto pasar a toda velocidad en sentido contrario es que tenía el parachoques manchado de barro.

Rick Sigler, el hombre que acompañaba a Jake Berman aquella noche, tampoco les había ayudado mucho más. Cuando Faith lo llamó y se identificó, el hombre se llevó un susto de muerte, como si le fuera a dar un infarto. Estaba en una ambulancia, trasladando a un paciente al hospital, y todavía tenía que pasar a recoger a otros dos. Faith concertó una cita con él para la mañana siguiente, a las ocho, cuando terminara su turno.

Se quedó mirando su portátil. Sabía que debía escribirle un e-mail a Amanda para mantenerla informada, aunque su jefa se las arreglaba muy bien para enterarse de todo. Finalmente decidió cumplir con su deber. Se acercó el portátil, lo abrió y pulsó la barra espaciadora para activarlo.

En lugar de abrir el programa de correo pinchó sobre el icono del navegador. Extendió sus manos sobre el teclado y sus dedos comenzaron a moverse de forma espontánea: «Sara Linton Condado de Grant Georgia».

El Firefox le devolvió casi tres mil resultados. Clicó en el primer enlace, que la llevó hasta una página de medicina pediátrica que le pedía un nombre de usuario y una contraseña para acceder al artículo de Sara Linton sobre malformaciones del septo ventricular en niños desnutridos. El segundo enlace remitía a otro sitio igualmente fascinante y Faith fue hasta el final de la página, donde encontró un artículo sobre un tiroteo en un bar de Buckhead cuyas víctimas habían sido atendidas por Sara en el Grady.

Era consciente de que lo que estaba haciendo era absurdo. Hacer una búsqueda general estaba bien, pero incluso los artículos publicados en los periódicos solo recogían una parte de la historia. Cuando mataban a un oficial de policía, siempre se recurría al DIG. Faith podía acceder a los archivos policiales a través de la base de datos internacional de la agencia. Abrió el programa e hizo una búsqueda genérica; de nuevo el nombre de Sara aparecía por todas partes, había testificado en cientos de casos en calidad de perito forense. Faith redujo el ámbito de la búsqueda eliminando sus comparecencias como perito.

Esta vez obtuvo solo dos resultados. El primero era un caso de agresión sexual con más de veinte años de antigüedad. Como es habitual en la mayoría de buscadores había una breve descripción de los contenidos justo debajo del enlace, unas cuantas líneas que explicaban someramente el caso. Las leyó y colocó el puntero sobre el enlace, pero sin llegar a pinchar. Le vinieron a la cabeza las palabras de Will, su valiente defensa de la intimidad de Sara Linton.

Quizá tuviera una parte de razón.

Pinchó en el segundo enlace y accedió al expediente del caso de Jeffrey Tolliver. Saltaba a la vista que la víctima era un policía. Los informes eran largos y detallados; del tipo que escribes cuando quieres que todas y cada una de las palabras allí escritas se sostengan cuando subas al estrado a testificar. Ojeó el historial de Tolliver, sus años de servicio como representante de la ley. Había hipervínculos que permitían acceder a los casos en los que había trabajado. Faith conocía algunos de haberlos visto en las noticias, y otros porque había oído hablar de ellos a algún compañero en la cantina.

Continuó leyendo sobre la vida de Tolliver y, por el respeto con que la gente lo describía, se hizo una idea de la clase de hombre que debió de ser. No paró hasta que llegó a las fotos pertenecientes a la escena del crimen: Tolliver había muerto a consecuencia de la explosión de una bomba de fabricación casera. Sara estaba con él, lo había presenciado todo, le había visto morir. Las fotografías eran sobrecogedoras, el cuerpo había quedado destrozado. De algún modo las fotos de la escena del crimen habían terminado mezclándose: Sara con las manos extendidas para que la cámara pudiera captar las salpicaduras de sangre. El rostro de la doctora, en un primer plano muy corto, con los ojos tan inertes como los de su marido en las fotos tomadas en la morgue.

Según todos los archivos, el caso seguía abierto. No había ninguna resolución. Ningún arresto. Ninguna condena. Resultaba extraño, teniendo en cuenta que se trataba del asesinato de un policía. ¿Qué era lo que había dicho Amanda sobre Coastal?

Faith abrió otra ventana. Entre las competencias del DIG estaba la de investigar todas las muertes ocurridas en instituciones públicas. Faith buscó las muertes sucedidas en la cárcel de Coastal en los últimos cuatro años. Eran dieciséis en total. Tres de ellas habían sido homicidios: un racista de extrema derecha había muerto por apaleamiento en la sala común y dos afroamericanos se habían apuñalado mutuamente con el mango de un cepillo de plástico afilado. Faith ojeó rápidamente los otros trece: ocho suicidios y cinco muertes debidas a causas naturales. Pensó en lo que Amanda le había dicho a Sara Linton: «Nosotros cuidamos de los nuestros».

Los guardias de las instituciones penitenciarias lo llamaban «liberar a un preso bajo la custodia del Altísimo». La muerte tenía que ser discreta, poco llamativa y, sobre todo, verosímil. Un policía sabía perfectamente cómo cubrir sus huellas. Faith imaginó que alguno de los que habían muerto por sobredosis o suicidio debía de ser el asesino de Tolliver; era una muerte triste y lamentable, pero un acto de justicia, al fin y al cabo. Sintió una especie de alivio al saber que el asesino había sido castigado y que le habían ahorrado a la viuda un largo y penoso juicio.

Faith cerró los archivos uno por uno y volvió a abrir el Firefox. Escribió el nombre de Jeffrey Tolliver al lado del de Sara Linton en la barra de búsquedas e inmediatamente aparecieron en la pantalla varios artículos en el periódico local. El
Grant Observer
no era exactamente un periódico de primera línea: publicaba en su portada el menú diario de la escuela de primaria y las noticias más destacadas glosaban las proezas del equipo de fútbol del instituto.

Dado que ahora ya conocía las fechas exactas no tardó mucho en localizar los artículos relacionados con el asesinato de Tolliver. Coparon las páginas del periódico durante varias semanas. A Faith le sorprendió descubrir que era un hombre muy guapo. Había una foto del matrimonio en un evento formal: él iba de esmoquin y Sara lucía un vestido negro y ceñido. Junto a su marido se la veía radiante, parecía otra mujer. Curiosamente fue esa foto la que le hizo sentirse culpable por andar fisgoneando en la vida privada de Sara. Parecía insultantemente feliz en ella, como si absolutamente toda su vida fuera perfecta. Faith miró la fecha: la fotografía había sido tomada dos semanas antes de la muerte de Tolliver.

Con este último descubrimiento, cerró el portátil. Se sentía abatida y levemente asqueada de su comportamiento. Al menos en esto Will tenía toda la razón: no debería haber curioseado.

En penitencia sacó el glucosómetro. Le había subido el azúcar, y tuvo que pararse un momento a pensar para recordar lo que debía hacer. Tenía que pincharse otra vez. Miró en su bolso. Solo le quedaban tres dosis de insulina y aún no había pedido cita con Delia Wallace.

Se subió la falda para pincharse en el muslo. Todavía tenía la marca de la inyección que se había puesto en el baño a la hora de comer. Un pequeño hematoma rodeaba la marca de la aguja, y pensó que lo mejor era pincharse en la otra pierna. La mano no le tembló tanto como la vez anterior, y solo tuvo que contar hasta veintiséis antes de clavar la aguja en su muslo. Se recostó en la silla, esperando a que la inyección le hiciera efecto. Pasó un minuto entero y se sintió aún peor.

«Mañana», pensó. Lo primero que haría al levantarse sería pedir cita con Delia Wallace.

Se levantó y se estiró la falda. La cocina estaba hecha un desastre: los platos se acumulaban en el fregadero y el cubo de la basura estaba desbordado. No era demasiado ordenada, pero normalmente su cocina estaba impecable; había tenido que visitar demasiadas escenas del crimen en las que la víctima yacía en el suelo de una mugrienta cocina y la escena siempre despertaba en ella un sentimiento de hostilidad hacia la mujer, como si se mereciera que su novio la matara a palos o que un desconocido le pegara un tiro por tener el fregadero lleno de platos sucios.

Se preguntó qué pensaría Will cuando contemplaba la escena de un crimen. Habían investigado juntos muchos homicidios, pero cuando estaban frente a un cadáver su rostro era siempre inescrutable. Había empezado su carrera en el DIG. Nunca había llevado uniforme, nunca le habían llamado para investigar un olor extraño y se había encontrado con una anciana muerta en su sofá, no sabía lo que era salir a patrullar, ni había tenido que parar a un conductor por exceso de velocidad sin saber de antemano si sería un adolescente inofensivo o un pandillero armado el que iba al volante.

Era asquerosamente «pasivo». Faith no podía entenderlo. Pese a su actitud, Will era un hombre fuerte y grande. Salía a correr todos los días, así cayeran chuzos de punta o hiciera un sol se justicia, levantaba pesas, incluso había excavado un estanque en su jardín. Había tanto músculo bajo esos trajes que tanto le gustaban que su cuerpo parecía estar labrado en piedra. Y sin embargo, esa misma tarde se había quedado sentado, con el bolso de Faith en el regazo, suplicándole a Galloway un poco más de información. Si ella hubiera estado en su lugar habría arrinconado al cretino de Galloway contra la pared para estrujarle los testículos hasta que cantara
La Traviata
.

Pero ella no era Will, y este nunca haría una cosa así. Él se limitaba a estrecharle la mano a Galloway y a agradecerle la cortesía profesional como un gorila corto de luces.

Se agachó para sacar el detergente en polvo de debajo del fregadero, pero la caja estaba vacía. Volvió a dejarla en su sitio y fue hacia la nevera para apuntarlo en la lista de la compra. Llevaba tres letras escritas cuando vio que ya lo había apuntado. Dos veces.

—Mierda —murmuró, y se llevó la mano al vientre. ¿Cómo iba a hacerse cargo de un niño si ni siquiera era capaz de cuidar de sí misma? Quería a Jeremy, lo adoraba, pero había tenido que esperar dieciocho años para empezar a hacer su vida, y ahora que por fin lo había conseguido tendría que volver a esperar otros dieciocho. Para entonces tendría ya más de cincuenta, sería casi una abuela con derecho a descuentos para la tercera edad.

¿Era eso lo que quería? ¿Estaba realmente en condiciones de hacer frente a algo así? No podía pedirle otra vez a su madre que le echara una mano. Evelyn quería mucho a Jeremy, y jamás se había quejado por tener que cuidar de su nieto —ni durante el tiempo que Faith estuvo en la academia de policía ni cuando tenía que doblar el turno para poder llegar a fin de mes—, pero a estas alturas no podía esperar que su madre la ayudara como la ayudó entonces.

¿Con quién más podía contar?

Con el padre de la criatura no, desde luego. Víctor Martínez era alto, moreno, guapo… y completamente incapaz de cuidar de sí mismo. Era jefe de estudios en la politécnica de Georgia y tenía casi veinte mil alumnos a su cargo, pero ni siquiera era capaz de encontrar un par de calcetines limpios por las mañanas. Habían salido juntos seis meses antes de que él se mudara a su casa, cosa que a ella le había parecido increíblemente impulsiva y romántica hasta que empezaron a convivir realmente. Al cabo de una semana, Faith ya le hacía la colada a Víctor, le recogía la ropa del tinte, le preparaba la comida y limpiaba lo que él ensuciaba. Era como tener que criar a Jeremy otra vez, aunque a su hijo al menos lo podía castigar si no cumplía con sus obligaciones. Un día, Faith acababa de fregar la pila cuando llegó Víctor y le dejó un cuchillo pringado de manteca de cacahuete en el escurridor; fue la gota que colmó el vaso. Si hubiera tenido a mano la pistola en ese momento le habría pegado un tiro.

A la mañana siguiente se fue de su casa.

A pesar de todo, Faith no pudo evitar enternecerse pensando en Víctor mientras cerraba la bolsa de la basura. Esa era otra diferencia entre su hijo y su ex amante: a este no había que pedirle seis veces que sacara la basura. Era una de las tareas que más odiaba Faith, y —por ridículo que pueda parecer— sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras pensaba que tenía que sacar la basura, bajar con la bolsa por las escaleras y tirarla en el contenedor.

Alguien llamó a la puerta: tres golpes cortos y luego el timbre.

Se enjugó las lágrimas de camino a la puerta; tenía las mejillas tan húmedas que tuvo que usar la manga. Todavía llevaba encima la pistola, así que no se molestó en mirar por la mirilla.

—Esto sí que es nuevo —dijo Sam Lawson—. Normalmente las mujeres lloran cuando me voy, no cuando llamo a su puerta.

—¿Qué quieres, Sam? Es tarde.

—¿No vas a invitarme a entrar? —preguntó moviendo las cejas—. Lo estás deseando.

Faith estaba demasiado cansada para discutir, así que se dio media vuelta y le invitó a seguirla hasta la cocina. Había estado saliendo unos años con Sam Lawson, pero ya ni siquiera sabía qué había visto en él. Bebía demasiado, estaba casado, no le gustaban los críos. Le resultaba cómodo y sabía cuándo marcharse, lo cual significaba que se iba en cuanto había cumplido su función.

Vale, ahora ya recordaba qué era lo que había visto en él.

Sam se sacó el chicle de la boca y lo tiró a la basura.

—Me alegro de haber tropezado hoy contigo. Tengo que contarte algo.

Faith se preparó para escuchar las malas noticias.

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