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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (31 page)

BOOK: El número de la traición
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—¡Socorro! —gritó—. ¡Que alguien me ayude!

Nada. Nadie venía a ayudarla. Nadie respondía. El cinturón se le clavaba en la piel y le hacía daño en las caderas. Si no estuviera tan asquerosamente gorda podría escabullirse tranquilamente.

«Agua», pensó. ¿Cuándo había bebido por última vez? Podías estar sin comer varias semanas, incluso meses, pero no sin beber. Podías aguantar tres o cuatro días hasta que aparecieran los primeros síntomas: calambres, delirio, fuertes dolores de cabeza. ¿Pensarían darle agua? ¿O iban a dejar que se debilitara para poder hacerle lo que quisieran mientras ella estaba indefensa como un niño?

«Un niño.»

No. No quería pensar en Felix. Morgan cuidaría de él; no permitiría que a su hijo le pasara nada malo. Era un cabrón y un mentiroso, pero cuidaría de Felix, porque en el fondo no era una mala persona. Pauline sabía distinguir a la gente mala, y Morgan Hollister no lo era.

Oyó ruido de pasos a su espalda, al otro lado de la puerta. Se detuvo aguantando la respiración para poder escuchar mejor. Escaleras, alguien estaba bajando por las escaleras. Pese a la oscuridad podía ver las paredes que la rodeaban. ¿Qué era peor: estar sola allí abajo o estar atrapada en compañía de otra persona?

Sabía muy bien lo que venía a continuación. Lo sabía perfectamente. Nunca se conformaba con una sola. Siempre quería dos: cabello oscuro, ojos oscuros y un corazón solitario para poder destrozarlo. Las había mantenido separadas de momento, pero ahora quería tenerlas a las dos juntas. Enjauladas como dos animales. Forcejeando desesperadamente, como animales.

La primera ficha del dominó estaba a punto de caer, y detrás irían cayendo todas las demás. Una mujer sola, dos mujeres solas, y después…

Oyó una voz que decía: «No-no-no-no», y se dio cuenta de que era su propia voz lo que oía. Se echó hacia atrás y se pegó a la pared; las rodillas le temblaban de tal manera que, de no haberse apretado contra el rugoso bloque de cemento, se habría caído al suelo. Sus manos también temblaban y hacían tintinear la cadena de las esposas.

—No —murmuró, solo una palabra, para no sucumbir al miedo. Era una superviviente. No se había esforzado tanto durante los últimos veinte años para acabar muriendo en un maldito zulo subterráneo.

La puerta se abrió. Vio un fogonazo de luz por debajo de la venda.

—Aquí tienes a tu amiga —dijo el hombre.

Oyó algo que caía al suelo y, a continuación, un angustiado suspiro, ruido de cadenas y, por fin, el silencio. Oyó también otro sonido, más suave; un ruido sordo que resonó por toda la habitación.

La puerta se cerró. La luz desapareció. Se oía un ruido sibilante, como de alguien que respiraba con dificultad. A tientas, Pauline encontró el cuerpo del que provenía la respiración. Cabello largo, los ojos vendados, el rostro delgado, senos pequeños y las manos esposadas por delante. La mujer tenía la nariz rota, de ahí el sonido sibilante.

Pero no había tiempo para preocuparse de eso. Registró los bolsillos de su compañera, esperando encontrar algo que las ayudara a salir de allí. Nada. Solo otra persona más que también necesitaría agua y comida.

—Mierda —masculló, y se sentó sobre sus talones, tratando de reprimir las ganas que tenía de ponerse a aullar a pleno pulmón. Sus pies chocaron con algo duro y alargó la mano, recordando que había oído caer algo más.

Pasó las manos por los bordes de la caja de cartón, calculando que mediría unos quince centímetros cuadrados. Pesaba lo menos un par de kilos. Tenía una línea troquelada en uno de los lados, así que presionó el cartón y abrió la caja. En el interior encontró algo resbaladizo.

—¡No! —exclamó.

«Otra vez no.»

Cerró los ojos y notó que una lágrima se escapaba por debajo de la venda. Felix, su trabajo, su Lexus, su vida… Todo se desvaneció cuando sus dedos acariciaron el plástico de las bolsas de basura.

TERCER DÍA
Capítulo trece

Will se había obligado a salir de la cama a las cinco de la mañana, su hora habitual. Había salido a correr con desgana y la ducha no le había espabilado mucho más. Estaba apoyado en el fregadero de la cocina mientras sus cereales se ablandaban en el cuenco cuando
Betty
se puso a lamerle el tobillo para sacarle de su estupor.

Cogió la correa de la perra, que estaba junto a la puerta, y se agachó para engancharla al collar.
Betty
le lamió la mano y él acarició su minúscula cabeza. Salir a la calle con el chihuahua le resultaba muy embarazoso. Era la clase de perro que una joven estrella podía sacar a pasear dentro de un bolso de piel, pero apenas podía seguirle el paso a Will. Para más inri, no levantaba ni quince centímetros del suelo, y cuando fue a comprar la correa la única lo suficientemente larga para que pudiera llevarla con comodidad era de color rosa chillón. En el parque, muchas mujeres atractivas le habían hecho notar que hacía juego con su collar de
strass
justo antes de intentar arreglarle una cita con sus hermanos.

Betty
había llegado a su vida como una especie de herencia, cuando su vecino la dejó abandonada un par de años antes. Angie odió a la perra a primera vista y castigó a Will por lo que ambos sabían era la pura verdad: que un hombre que se había criado en un orfanato no iba a arrojar al estanque a un animal abandonado, por muy ridículo que se sintiera cada vez que tenía que sacarlo a pasear.

No era ese el único detalle vergonzoso de su vida con la perra, había algunos más que ni siquiera Angie conocía. Los horarios de trabajo de Will eran bastante irregulares y a veces, cuando una investigación empezaba a avanzar, apenas tenía tiempo de pasar por casa para cambiarse de camisa. Había puesto el estanque en el jardín para
Betty
, pensando que así podría distraerse viendo nadar a los peces. Los primeros días se dedicaba a ladrarles, pero luego se había olvidado de ellos y prefería quedarse tumbada en el sofá a esperar a Will.

Will sospechaba que en realidad le tomaba el pelo, que se subía corriendo al sofá cuando oía las llaves y fingía haberse pasado todo el tiempo esperándolo allí tumbada cuando en realidad había estado entrando y saliendo por la gatera, jugando con las carpas del estanque y escuchando sus discos.

Se palpó los bolsillos para asegurarse de que llevaba la cartera y el móvil y se colocó la funda de la pistola en el cinturón. Salió de casa y cerró la puerta con llave. De camino al parque,
Betty
llevaba el rabo tieso y lo agitaba alegremente. Will miró la hora en el móvil: había quedado con Faith al cabo de treinta minutos en la cafetería del otro lado del parque. Cuando un caso estaba en pleno apogeo, normalmente prefería encontrarse con ella en la cafetería que pasar a recogerla por su casa. Si Faith había reparado alguna vez en que la cafetería estaba justo al lado de un centro de día para perros llamado Mr. Ladrador había tenido el buen gusto de no mencionarlo.

Cruzaron la calle con el semáforo en rojo; Will iba despacio para que la perra pudiera seguirle el paso, más o menos como con Amanda el día anterior. No sabía qué le preocupaba más, si el caso, en el que seguían sin tener muchas pistas con las que trabajar, o el hecho de que Faith estuviera enfadada con él. No era ni mucho menos la primera vez que ocurría, pero en esta ocasión su enfado tenía un punto de decepción.

Había notado cierta presión por su parte, aunque Faith no hubiera llegado a verbalizarlo. El problema radicaba en que eran dos tipos de policía completamente distintos. Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que su falta de agresividad a la hora de encarar el trabajo chocaba frontalmente con el enfoque de Faith, pero lejos de ser una fuente de conflicto, siempre había sido un contraste beneficioso para los dos. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Faith quería que se comportara como la clase de policía que Will detestaba: los que primero sacan los puños y dejan los remordimientos para después. Will odiaba a esos policías, en más de una ocasión había tenido que sacarlos a patadas de un caso. No podías ir por ahí diciendo que eras de los buenos si te comportabas exactamente igual que los malos. Faith no podía ignorar eso: venía de una familia de policías. Pero a su madre la habían expulsado del cuerpo por conducta impropia, así que a lo mejor sí lo sabía y no le importaba.

Él no podía aceptar ese razonamiento. Faith no era solo una buena policía, era una buena persona. Todavía seguía insistiendo en la inocencia de su madre, creía que existía una línea perfectamente definida que separa el bien del mal. Will no podía explicarle sin más que su método era mejor; tendría que descubrirlo por sí misma.

Él nunca había patrullado las calles como Faith, pero se había movido mucho en comunidades pequeñas y había aprendido a fuerza de golpes que era mejor no enfrentarse con la policía local. Por ley, eran los jefes los que solicitaban la ayuda del DIG, no los detectives ni los agentes. Ellos seguían trabajando en sus casos, pensando que podían resolverlos por sus propios medios, y se mostraban hostiles a cualquier interferencia que viniera de fuera. Pero lo más probable era que antes o después necesitaras su colaboración, y si los dejabas en evidencia y no mantenías siquiera un resquicio que les permitiera salvar la cara se dedicaban a sabotear tu trabajo por todos los medios a su alcance sin pensar en las consecuencias.

Lo que había sucedido con la policía de Rockdale era un buen ejemplo. Amanda se había puesto en contra a Lyle Peterson, el jefe superior de policía, en un caso anterior en el que habían tenido que trabajar juntos. Ahora que necesitaban la colaboración del departamento de policía local, Rockdale les estaba saboteando el caso por mediación de Max Galloway, cuya gilipollez rayaba en la negligencia.

Lo que tenía que entender Faith era que los policías no siempre actuaban de forma desinteresada. Tenían su ego, su propio territorio. Eran como animales que iban marcando su terreno: si lo invadías iban a por ti sin importarles lo más mínimo cuántos cadáveres pudieran dejar por el camino. Para algunos no era más que un juego, un juego que tenían que ganar a toda costa.

Como si pudiera leerle la mente,
Betty
se paró a la entrada del parque Piedmont a hacer sus cosas. Will esperó, recogió las heces y tiró la bolsa en una papelera. Había mucha gente corriendo, unos con perro y otros solos. Corrían en grupo para combatir el frío, pero por el modo en que el sol fundía la niebla Will anticipó que hacia las doce tendría el cuello irritado por el roce de la camisa.

Hacía veinticuatro horas que habían abierto el caso y Faith y Will iban a tener un día muy ajetreado: debían hablar con Rick Sigler, el técnico sanitario que había atendido a Anna en el lugar del accidente; buscar a Jack Berman, el acompañante de Sigler; interrogar a Joelyn Zabel, la odiosa hermana de Jacquelyn. Will sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas, pero había visto a la mujer en todos los informativos, tanto locales como nacionales, la noche anterior. Por lo visto le gustaba hablar. Y al parecer le encantaba despotricar. Will se alegró de haber estado en la autopsia el día anterior y de haber podido quitarse de encima el remordimiento por la muerte de Zabel, porque si no, los comentarios de su hermana se le habrían clavado en lo más profundo del alma.

Le hubiera gustado poder registrar la casa de Pauline McGhee, pero seguramente Leo Donnelly se habría opuesto. Tenía que haber algún modo de sortear la cuestión, y si había algo que Will quería hacer ese día era encontrar el modo de meterlo en el caso. Apenas había dormido, se había pasado la noche pensando en Pauline McGhee. Cada vez que cerraba los ojos se le fundían la imagen de la cueva y la de Pauline, y la veía en aquella cama de madera, atada como un animal, mientras él la miraba impotente. Su instinto le decía que algo estaba pasando con ella. Se había escapado una vez hacía veinte años, pero ahora tenía raíces. Felix era un buen chico. Su madre no le abandonaría.

Se rio para sus adentros. Él debería saber mejor que nadie que las madres abandonaban a sus hijos continuamente.

—Vamos —dijo, tirando de la correa de
Betty
para apartarla de una paloma que era casi tan grande como ella.

Se metió la mano en el bolsillo para calentarse sin dejar de pensar en el caso. Will no era tan idiota como para adjudicarse todo el mérito de los arrestos que había llevado a cabo. De hecho, la mayor parte de los delincuentes eran bastante idiotas. La mayoría de los asesinos cometían errores porque por lo general se dejaban llevar por sus impulsos. Se producía una pelea, había un revólver de por medio, los ánimos se exaltaban y, una vez que todo había acabado, la única duda era si el fiscal le acusaría de homicidio en primer o segundo grado.

Sin embargo, los secuestros a manos de un extraño eran diferentes, más difíciles de resolver, sobre todo cuando había más de una víctima. Los asesinos en serie, por definición, eran buenos en su trabajo: sabían de antemano que iban a asesinar a alguien, a quién y cómo iban a hacerlo. Habían practicado sus habilidades una y otra vez y las habían ido perfeccionando. Sabían cómo evitar que los descubrieran, ocultando las pruebas o simplemente no dejándolas. Dar con ellos tenía más que ver con que la policía tuviera un golpe de suerte que con que el asesino se confiara demasiado.

A Ted Bundy lo habían detenido gracias a un control de rutina. Dos veces. A BTK —que firmaba irónicamente sus cartas con dichas iniciales para indicar que le gustaba atar, torturar y matar a sus víctimas (
Bind, torture and kill
)— lo cogieron por un CD que le pasó accidentalmente a su pastor. A Richard Ramírez lo atrapó un ciudadano cuyo coche había intentado robar. A todos ellos les pillaron por casualidad, y tenían ya varios crímenes a sus espaldas cuando los detuvieron. Para la mayoría de los asesinatos en serie pasaban los años, y lo único que podía hacer la policía era esperar a que aparecieran más cadáveres y rezar para que el azar llevara a los criminales ante la justicia.

Will pensó en lo que sabían de su hombre: un sedán blanco a toda velocidad por la carretera, una cámara de tortura en mitad de la nada, unos testigos bastante mayores que no habían podido aportar nada útil. Jake Berman podía ser una pista, pero igual no lo encontraban nunca. Rick Sigler estaba limpio como una patena, salvo por los dos meses de hipoteca que debía, cosa que no era de extrañar dado el mal momento que atravesaba la economía. Los Coldfield eran —según los papeles, al menos— un matrimonio de jubilados absolutamente ejemplar. A Pauline McGhee le preocupaba su hermano, pero su preocupación podía deberse a motivos que nada tenían que ver con el asunto. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que Pauline tuviera algo que ver con su caso.

BOOK: El número de la traición
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