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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (4 page)

BOOK: El número de la traición
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—¿Qué?

—Yo diría que seguramente hace ya un tiempo que es usted prediabética. Tiene el colesterol y los triglicéridos muy altos. Y la tensión también está un poco alta. El embarazo y esos kilos que ha cogido de repente (cinco kilos es mucho para nueve semanas de embarazo), sumados a los malos hábitos dietéticos, han sido la gota que ha colmado el vaso.

—Pero en mi primer embarazo todo fue perfectamente.

—Entonces era usted muy joven. —Sara le dio una gasa para detener la sangre—. Quiero que vaya a ver a su médico mañana a primera hora. Tenemos que asegurarnos de no pasar por alto ninguna otra cosa. Mientras tanto, procure controlar sus niveles de azúcar. De lo contrario, desmayarse en un aparcamiento no es lo peor que le podría suceder.

—¿Y no será simplemente…? Últimamente no estoy comiendo como Dios manda, en eso tiene razón, y…

Sara cortó en seco sus divagaciones.

—Cualquier cifra por encima de 140 se considera síntoma indiscutible de diabetes. De hecho, en el primer análisis la cifra no era tan alta.

Faith se tomó un tiempo para asimilar la información.

—¿Y es crónica?

Era un endocrino quien debía responder a esa pregunta.

—Tendrá que hablar con su médico para que le siga haciendo pruebas.

No obstante, en su opinión, y según su experiencia, el pronóstico de Faith no era muy alentador. Siempre podía ser gestacional, pero no le parecía el caso.

Sara miró su reloj.

—Yo la dejaría esta noche en observación, pero para cuando terminemos de hacer el ingreso y de buscarle una habitación, su médico ya estará pasando consulta. De todos modos, algo me dice que usted no quiere quedarse aquí. —Había pasado suficiente tiempo entre policías como para saber que, a la menor oportunidad, Faith saldría pitando del hospital. Continuó hablando—: Tiene que prometerme que llamará a su médico a primera hora… y a primera hora quiere decir exactamente eso. Una de nuestras enfermeras le enseñará cómo utilizar el glucosómetro y cuándo debe usted inyectarse, pero mañana mismo tiene que ver a su médico.

—¿Tendré que pincharme yo misma? —preguntó, bastante alarmada.

—La medicación oral está contraindicada durante el embarazo. Precisamente por eso debe usted ver a su doctor cuanto antes. Hay mucho de ensayo y error en esto. Su peso y sus niveles hormonales sufrirán cambios a lo largo del embarazo. Su médico será su mejor amigo durante los próximos ocho meses, al menos.

Faith parecía avergonzada.

—La verdad es que no tengo médico de cabecera.

Sara sacó su cuadernillo de recetas y escribió el nombre de la doctora con la que había hecho las prácticas.

—Delia Wallace pasa consulta en las afueras de Emory. Tiene una doble especialidad en ginecología y endocrinología. La llamaré esta noche para que le hagan un hueco mañana.

Faith no parecía muy convencida.

—¿Cómo es posible que me haya pasado esto así, de repente? Sé que he cogido algunos kilos, pero no estoy gorda.

—No es necesario que esté gorda —le explicó Sara—. Ahora es usted mayor. El embarazo afecta a su sistema hormonal y a su capacidad para producir insulina. Además, últimamente no ha comido usted bien. Todos estos factores han precipitado la aparición de la enfermedad.

—Es por culpa de Will —masculló Sara—. Come como si tuviera doce años. Donuts, pizza, hamburguesas. Siempre que para en una gasolinera tiene que comprar unos nachos o un perrito caliente.

Sara volvió a sentarse en el borde de la cama.

—Faith, esto no es el fin del mundo. Está usted en buena forma. Y tiene un buen seguro médico. Se las arreglará perfectamente.

—Pero ¿y si…? —Faith se puso pálida y bajó la mirada—. ¿Y si no estuviera embarazada?

—No estamos hablando de una diabetes gestacional, sino de una diabetes en toda regla, de tipo dos. Un aborto no haría que desapareciera como por arte de magia. Mire, probablemente hace tiempo que empezó a desarrollarla; el embarazo simplemente ha hecho que se le declare antes. Al principio será todo un poco más complicado, pero nada más.

—Yo solo… —Faith no parecía capaz de terminar una sola frase.

Sara le dio unos golpecitos en la mano y se puso en pie.

—La doctora Wallace es una excelente profesional. Y sé que trabaja con el seguro médico municipal.

—Estatal —la corrigió Faith—. Pertenezco al DIG.

Sara imaginó que el seguro del Departamento de Investigación de Georgia sería muy parecido, pero aceptó la corrección. Era evidente que a Faith le estaba costando asimilar la noticia, y ella no se lo había puesto precisamente fácil. Pero lo hecho, hecho está. Le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo:

—Mary le pondrá una inyección. Se sentirá usted mejor enseguida. —Se dispuso a marcharse, no sin antes recordarle—: Hablaba en serio con lo de la doctora Wallace. Quiero que llame a su consulta mañana a primera hora, y tiene que dejar de alimentarse a base de bollitos pringosos. Una dieta baja en hidratos, sin grasas, y cinco comidas sanas al día, ¿estamos?

Faith asintió, un poco aturdida aún, y Sara salió de la habitación sintiéndose como una bruja. Sin duda, en los últimos años había perdido la costumbre de tratar a los pacientes, pero esta vez había sido especialmente torpe. ¿No era precisamente el anonimato lo que la había llevado a aceptar ese puesto en el Grady? Excepto por algunos vagabundos y prostitutas, raras veces veía al mismo enfermo dos veces. Eso era lo que realmente le atraía de aquel trabajo, que no tenía ocasión de involucrarse personalmente con los pacientes. En ese punto de su vida no quería establecer vínculos con nadie. Cada caso era una oportunidad para empezar de nuevo. Si tenía suerte —y si Faith se cuidaba un poco—, probablemente nunca volvería a verla.

En lugar de ir hacia la sala de médicos para terminar sus informes, Sara pasó por el puesto de enfermeras, atravesó la puerta de doble hoja, la sala de espera abarrotada de gente y, por fin, salió a la calle.

Había un par de terapeutas cardiorrespiratorios fumando un cigarrillo junto a la salida, así que Sara siguió caminando hacia la parte trasera del edificio. Se sentía culpable por no haber sabido comunicarle la noticia a Faith Mitchell como es debido, y buscó el número de Delia Wallace en su móvil antes de que se le olvidara. Dejó un mensaje en el contestador exponiéndole brevemente el caso de Faith y, al colgar, se sintió más tranquila.

Se había encontrado con Delia Wallace hacía un par de meses, cuando vino a visitar a uno de sus pacientes ricos, ingresado en el Grady tras un grave accidente de tráfico. Delia y Sara se habían graduado juntas en la facultad de medicina de Emory, y fueron las únicas mujeres incluidas en el cinco por ciento de los estudiantes que obtuvieron las mejores calificaciones. En aquella época existía una ley no escrita según la cual las mujeres que terminaban medicina solo tenían dos opciones: ginecología o pediatría. Delia se había inclinado por la primera, Sara por la segunda. A ambas les faltaba un año para cumplir los cuarenta. Delia parecía tenerlo todo; Sara la sensación de que no tenía nada.

La mayoría de los médicos —incluida Sara— eran arrogantes en mayor o menor medida, pero Delia siempre había sabido venderse muy bien. Mientras tomaban café en la sala común, Delia la había puesto al corriente de su vida: tenía una próspera consulta con dos despachos, un marido bróker y tres niños que sobresalían en casi todo. Le había enseñado a Sara algunas fotos, y parecían la familia perfecta, como sacados de un catálogo de Ralph Lauren.

Sara no le había contado nada de lo que había hecho al acabar la carrera; no le había dicho que regresó al condado de Grant, a su casa, para trabajar como pediatra rural. No le habló de Jeffrey, ni de por qué se había mudado a Atlanta o por qué trabajaba en el Grady cuando podía haber abierto su propia consulta y tener una vida más o menos normal. Se había limitado a encogerse de hombros y a decir: «Al final acabé volviendo aquí», y Delia la había mirado con una mezcla de decepción y solidaridad. Ambas emociones tenían que ver con el hecho de que Sara siempre había ido por delante de Delia en Emory.

Se metió las manos en los bolsillos y tiró de su fino abrigo hacia adelante para protegerse del intenso frío. Sintió la carta contra el dorso de su mano al pasar por la entrada de ambulancias. Se había presentado voluntaria para hacer un turno extra esa misma mañana, y había trabajado dieciséis horas seguidas para poder tomarse el día siguiente libre. El frío de la noche le hizo reparar en que estaba agotada, y se quedó allí, con las manos metidas en los bolsillos, inspirando con deleite aquel aire frío y relativamente limpio. Podía distinguir el olor de la lluvia entre el tufo de los coches y el de lo que fuera que hubiera en el contenedor. Quizás esa noche lograra dormir. Siempre dormía mejor cuando llovía.

Miró los coches que pasaban por la Interestatal. Ya casi había pasado la hora punta; hombres y mujeres regresaban a casa con su familia después del trabajo. Sara estaba en lo que se conocía como la «curva del Grady», la que los reporteros utilizaban como referencia cuando tenían que hablar de retenciones en la desviación que pasaba por el centro de Atlanta. La carretera estaba iluminada por las rojas luces de freno esa noche, pues una grúa estaba retirando un todoterreno del arcén de la izquierda. Había coches de policía bloqueando la escena, con las sirenas encendidas iluminando la oscuridad con su fantasmagórica luz. Aquello le recordó la noche en que murió Jeffrey: la policía irrumpiendo en la escena, los de estatal poniéndose al mando y varias docenas de hombres vestidos con trajes blancos peinando la zona para recoger las pruebas.

—¿Sara?

Se volvió. Mary estaba en la puerta y le hacía señas para que volviera al hospital.

—¡Deprisa, ven!

Sara corrió hacia la puerta mientras la enfermera le iba enumerando datos.

—AT, accidente de tráfico de un solo vehículo y un peatón. Krakauer está con el conductor, que presenta posible infarto de miocardio, y su acompañante. Tú te ocupas de la mujer atropellada: fractura abierta en brazo y pierna derechos, pérdida de consciencia en el lugar del accidente. Posible agresión sexual y tortura. Un TES, técnico de emergencias sanitarias, pasaba por allí e hizo lo que pudo, pero está muy mal.

Sara pensó que la había entendido mal.

—¿Fue violada y atropellada?

Mary no se lo aclaró y se limitó a apretarle el brazo muy fuerte mientras corrían por el pasillo. La puerta de la sala de urgencias estaba abierta. Sara vio la camilla y a tres médicos en torno a ella. Todos los allí presentes eran hombres, incluido Will Trent, que estaba inclinado sobre la mujer.

—¿Puede decirme su nombre? —le preguntaba.

Sara no dejó de correr hasta que estuvo al pie de la cama, y la mano de Mary seguía agarrándole el brazo. La paciente estaba tumbada sobre un costado, en posición fetal. Su cuerpo iba sujeto a la camilla con esparadrapo, y le habían puesto sendas férulas neumáticas en el brazo y la pierna derechos. Estaba despierta, le castañeteaban los dientes y murmuraba algo que resultaba ininteligible. Tenía una chaqueta doblada bajo la cabeza, y un collarín alrededor del cuello. Un lado de su cara estaba cubierto por una costra de sangre y suciedad; un trozo de cinta aislante colgaba de su mejilla y se pegaba a su oscuro cabello. Tenía la boca abierta y los labios cortados y llenos de sangre. Habían retirado la sábana que la cubría, dejando al descubierto un corte en el costado, a la altura de uno de sus pechos; era tan profundo que se podía distinguir perfectamente la amarilla capa de grasa.

—Señora —preguntó Will—, ¿sabe dónde está?

—Apártese —le ordenó Sara, empujándole con más fuerza de la que pretendía.

Will Trent perdió momentáneamente el equilibrio y se tambaleó. Sara continuó a lo suyo. Había visto la pequeña grabadora digital que tenía en la mano y no le gustaba nada lo que estaba haciendo. Se puso unos guantes mientras se arrodillaba y hablaba a la paciente.

—Soy la doctora Linton. Está usted en el hospital Grady. No se preocupe, la vamos a cuidar muy bien.

—Ayúdeme… Ayúdeme… —repetía la mujer, y su cuerpo temblaba con tal violencia que hacía traquetear la estructura metálica de la camilla. Miraba fijamente al frente, pero sin enfocar. Estaba demacrada y tenía la piel descamada y seca—. Ayúdeme…

Sara le apartó el cabello de la cara con la mayor delicadeza que pudo.

—Hay muchos médicos aquí y todos vamos a ayudarla. Usted quédese conmigo, ¿de acuerdo? Ahora ya está a salvo.

Se puso de pie y apoyó la mano sobre el hombro de la mujer para que supiera que no estaba sola. Dos enfermeras más se habían incorporado al equipo y esperaban instrucciones.

—Que alguien me ponga al día.

Se dirigió a los técnicos de emergencias, pero fue el hombre que estaba al otro lado de la camilla el que empezó a hablar, recitando a toda velocidad las constantes vitales de la paciente y los primeros auxilios que habían realizado por el camino. El hombre iba vestido de calle y sus ropas estaban manchadas de sangre; debía de ser el TES que la había socorrido en el lugar del accidente.

—Herida penetrante entre las costillas once y doce. Fracturas abiertas en brazo y pierna derechos. Contusión en la cabeza. Estaba inconsciente cuando llegamos, pero recuperó la conciencia cuando empecé a atenderla. No pudimos tumbarla de espaldas —explicó con creciente pánico—; no dejaba de gritar. Teníamos que meterla en la ambulancia, así que la inmovilizamos con esparadrapo. No sé por qué no… No sé qué…

El hombre intentaba contener las lágrimas. Su angustia era contagiosa. El aire de la sala estaba cargado de adrenalina; no era de extrañar, teniendo en cuenta el estado de la víctima. Sara tuvo también un momento de pánico, le costaba asimilar los terribles daños que había sufrido aquel cuerpo, las múltiples heridas, los evidentes signos de tortura. Más de uno en aquella sala tenía los ojos llenos de lágrimas. Intentó serenarse para rebajar la histeria a un nivel más asumible.

—Muchas gracias, caballeros. Han hecho ustedes cuanto han podido para traerla viva hasta aquí, pero ahora es mejor que despejemos un poco la sala para poder atenderla como es debido —dijo para despedir a los TES. A continuación, dirigiéndose a Mary—: Ponle suero intravenoso y prepara una vía central, por si acaso. —Y a otras dos enfermeras—: Trae un aparato de rayos, pide un TAC y llama al cirujano de guardia. Haz una gasometría, prueba de tóxicos, análisis metabólico completo, CSC y panel de coagulación.

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