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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (50 page)

BOOK: El número de la traición
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En ese momento a Will le parecía que Angie Polaski era el error más grande que había cometido en toda su vida.

—Dios —Angie seguía jadeando. Rodó sobre un costado, y deslizó la mano bajo su camisa. Tenía las manos calientes y sudorosas—. Sea quien sea, dale las gracias de mi parte.

Will miraba fijamente al techo, no quería mirarla porque no se fiaba de sí mismo.

—Llevo follando contigo veintitrés años, cielo, y es la primera vez que me lo haces de esta manera. —Le acarició la costilla, en el punto donde tenía la cicatriz de una quemadura de cigarrillo—. ¿Cómo se llama?

Will continuó callado.

—Dime cómo se llama —le susurró Angie.

Will notó que le dolía la garganta al tragar saliva.

—No hay nadie.

Ella soltó una carcajada.

—¿Enfermera o policía? —Se echó a reír otra vez—. ¿Una puta?

Will no dijo nada. Intentó apartar a Sara de su mente, no quería pensar en ella ahora porque sabía lo que venía a continuación. Se había anotado un punto, así que Angie tenía que anotarse diez.

Angie encontró un nervio sensible en su lastimada piel y Will se estremeció de dolor.

—¿Es normal? —le preguntó.

«Normal.» En el orfanato empleaban esa palabra para referirse a la gente que no era como ellos: a los que tenían familia, una vida, padres que no les pegaban ni les obligaban a prostituirse ni les trataban como si fueran basura.

Angie siguió acariciando el contorno de la cicatriz con el dedo.

—¿Conoce tu problema?

Intentó tragar saliva de nuevo. Le rascaba la garganta. Se encontraba mal.

—¿Sabe que eres idiota?

Will se sentía atrapado bajo su dedo, el modo en que le acariciaba la cicatriz había derretido su carne. Justo cuando pensaba que no podía soportarlo más ella se detuvo, le acercó los labios a la oreja y deslizó los dedos por debajo de su manga. Llegó hasta el punto en que la hoja de afeitar había cortado carne.

—Recuerdo la sangre —le dijo—. Cómo te temblaba la mano, la hoja cortando tu piel. ¿Te acuerdas?

Will cerró los ojos, pero se le escaparon las lágrimas. Naturalmente que se acordaba. Si se concentraba mucho todavía podía sentir el filo de la navaja arañándole el hueso porque sabía que el corte tenía que ser profundo, lo suficientemente profundo como para cortar la vena, lo suficientemente profundo para hacerlo bien.

—¿Recuerdas cómo te abracé? —le preguntó, y Will sintió sus brazos alrededor de su cuerpo, aunque ella no le estaba abrazando. El modo en que le arropó con su cuerpo, como si fuera una manta—. Había tanta sangre…

La sangre goteó por sus propios brazos, por sus piernas, por sus pies.

Le había abrazado tan fuerte que Will casi no podía respirar, y él la había querido tanto. Ella entendía por qué lo había hecho, por qué tenía que acabar con toda esa locura que le rodeaba. Cada cicatriz que tenía en el cuerpo, cada quemadura, cada corte; Angie los conocía tan bien como se conocía a sí misma. Todos los secretos de Will Angie los guardaba en lo más hondo de su ser. Se agarraba a ellos como a un clavo ardiendo.

Ella era su vida.

Will tragó saliva, pero tenía la boca seca.

—¿Cuánto tiempo más?

Angie puso su mano sobre la barriga de Will. Sabía que volvía a tenerlo en sus manos, que solo tenía que chasquear los dedos.

—¿Cuánto tiempo más, qué, cielo?

—Cuánto tiempo más tengo que seguir queriéndote.

Angie no respondió de inmediato, y Will estaba a punto de repetir la pregunta cuando ella dijo:

—¿No es el título de una canción country?

Will se volvió para mirarla buscando en sus ojos algún indicio de la ternura que jamás había encontrado.

—Solo dime cuánto tiempo más, para que pueda ir tachando los días, para que pueda saber cuándo se va a acabar esto de una vez.

Angie le acarició la mejilla.

—¿Cinco años? ¿Diez? —Se le cerraba la garganta, como si hubiera comido cristales—. Dímelo, Angie. ¿Cuándo voy a poder dejar de quererte?

Angie se inclinó y le susurró al oído:

—Nunca.

Se levantó del suelo, se colocó la falda y cogió sus zapatos y su ropa interior. Will se quedó allí tumbado mientras ella abría la puerta y se marchaba sin molestarse en mirar atrás. Sabía muy bien lo que dejaba, del mismo modo que siempre sabía lo que le esperaba.

Will no se levantó al oír sus pasos en el porche ni tampoco cuando arrancó el coche. No se levantó cuando oyó a
Betty
arañando la gatera, que Will había olvidado dejarle abierta. No se movió por nada. Se quedó tumbado en el suelo toda la noche, hasta que el sol que entraba por las ventanas le anunció que ya era hora de volver al trabajo.

CUARTO DÍA
Capítulo veinte

Pauline tenía hambre, pero podía soportarlo. Entendía los dolores que tenía en el estómago y en los intestinos, el modo en que los espasmos reverberaban por todo su vientre intentando absorber cualquier atisbo de nutriente. Conocía bien esos dolores, y podía soportarlos. Pero la sed era algo diferente. No había manera de eludirla. Nunca antes había pasado tanto tiempo sin beber agua. Estaba desesperada, deseando poder hacer algo. Incluso había hecho pis en el suelo y había intentado beberlo, pero solo le había dado más sed, así que acabó sentándose sobre sus tobillos, aullando como un lobo.

No podía más. No podía seguir en aquel lugar tan oscuro por mucho tiempo. No podía dejar que se apoderara de ella, que la envolviera de tal modo que lo único que quería entonces era hacerse una bola y llorar por Felix.

Felix. Él era la única razón para salir de allí, para luchar, para detener a los cabrones que la alejaban de su niño.

Se tumbó de lado, con los brazos pegados a las caderas, haciendo fuerza con los pies para elevar el tronco, estirando el cuello para poder enderezarse. Se mantuvo en esa posición, con los músculos en tensión, sudando, con la venda raspándole la piel, mientras se concentraba en el objetivo. Las cadenas que llevaba en las muñecas tintineaban al moverse y, sin pensarlo, echó la cabeza hacia atrás y la golpeó contra la pared.

Un intenso dolor bajó por su cuello. Vio estrellas —literalmente— flotando ante sus ojos. Cayó sobre su espalda jadeando, tratando de no hiperventilar, deseando no desmayarse.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó la otra mujer.

¿La muy zorra había estado tendida de espaldas como un cadáver las últimas doce horas, inmóvil, indiferente, y ahora se ponía a hacer preguntas?

—Cállate —le espetó Pauline.

No tenía tiempo para esa mierda. Rodó una vez más sobre el costado, poniendo su espalda en paralelo a la pared, moviéndose unos centímetros más. Contuvo la respiración, cerró los ojos con fuerza y volvió a golpear la cabeza contra la pared.

—¡Joder! —gritó, le dolía tanto la cabeza que parecía que iba a estallar.

Volvió a tumbarse sobre la espalda. Tenía sangre en la frente, empezaba a gotear por debajo de la venda y se le estaba metiendo en los ojos. No podía parpadear, no podía limpiársela. Sentía como si tuviera una araña paseándose por sus párpados, filtrándose hasta sus globos oculares.

—No —dijo Pauline, y se encontró envuelta en una alucinación, con arañas caminando sobre su rostro, metiéndose dentro de su piel, poniendo huevos en sus ojos—. ¡No!

Se volvió a sentar rápidamente, y la cabeza le dio vueltas por el repentino movimiento. Estaba jadeando otra vez y colocó la cabeza entre las rodillas, tocando sus muslos con el pecho. Tenía que serenarse. No podía ceder a la sed. No podía dejar que la demencia se instalara de nuevo en su cerebro y le hiciera olvidar dónde estaba.

—¿Qué estás haciendo? —le susurró la extraña, asustada.

—Déjame en paz.

—Te va a oír. Va a bajar.

—No —le espetó Pauline. Entonces, para demostrarlo, se puso a gritar—. ¡Baja aquí, hijo de puta! —Tenía la garganta tan irritada que el esfuerzo le hizo toser, pero continuó gritando—: ¡Estoy intentando escapar! ¡Ven a detenerme, cabrón, hijo de puta!

Se quedaron esperando. Pauline contaba los segundos. No se oyeron pisadas en la escalera. No se encendió ninguna luz. No se abrió ninguna puerta.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó la extraña—. ¿Cómo sabes lo que está haciendo?

—Está esperando a que una de las dos se desmorone —le dijo Pauline—. Y no voy a ser yo.

La mujer le hizo otra pregunta, pero Pauline la ignoró y se colocó otra vez junto a la pared. De nuevo intentó golpear su cabeza contra la pared, pero no pudo hacerlo. No podía hacerse daño deliberadamente otra vez. No en ese momento. Más tarde. Descansaría unos minutos y volvería a intentarlo.

Rodó sobre su espalda, llorando. No abrió la boca porque no quería que su compañera supiera que estaba llorando. Pero la otra mujer la oyó, y oyó que se deslizaba por encima de su propio pis. Aquel espectáculo se había terminado. Ya no se venderían más entradas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la desconocida.

—¡No es asunto tuyo! —ladró Pauline. No quería hacer amigos. Quería salir de allí como fuera, y si para eso tenía que pasar por encima del cadáver de aquella mujer lo haría sin el menor reparo—. Cállate ya.

—Dime qué es lo que estás haciendo, a lo mejor puedo ayudarte.

—Tú no puedes ayudarme, ¿te enteras? —Pauline se retorció para volverse hacia la desconocida, pese a que estaban en medio de la más absoluta oscuridad—. Escúchame bien, zorra: solo una de las dos va a salir de aquí con vida y no vas a ser tú. ¿Me has entendido? La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que huela a cloaca cuando todo esto acabe, ¿vale?

La desconocida guardó silencio. Pauline se echó sobre su espalda, mirando hacia arriba en la oscuridad y tratando de acercarse a la pared de nuevo.

—Tú eres Delgada de Atlanta, ¿verdad? —le preguntó la mujer en un susurro.

A Pauline se le cerró la garganta como si le hubieran puesto una soga al cuello.

—¿Qué?

—«La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que acabe oliendo a cloaca» —repitió la mujer—. Lo dices muy a menudo. —Pauline se mordió el labio—. Yo soy Mia-Tres.

«Mia», una forma coloquial de referirse a la bulimia. Pauline reconoció el nombre de usuario, pero siguió en sus trece.

—No sé de qué me hablas.

—¿Enseñaste ese correo electrónico a la gente del trabajo?

Pauline abrió la boca para respirar un poco. Se puso a pensar en qué más cosas había dicho en aquel grupo Pro-Ana en Internet, todos aquellos pensamientos desesperados que de algún modo había acabado tecleando en su ordenador. Era casi como purgarse, solo que en lugar de vaciar el estómago se vaciaba tu cerebro. Contarle a alguien todos aquellos pensamientos horribles, saber que ellas también los tenían, hacía que fuese un poco más fácil levantarse por la mañana.

Y ahora la desconocida ya no era tal.

—¿Les enseñaste el correo? —repitió Mia.

Pauline tragó saliva, aunque en su garganta no había más que polvo. No podía creerse que estuviera atada como un puto cerdo y aquella mujer quisiera hablar de trabajo. Eso ya no importaba. Nada importaba ya. El mensaje de correo pertenecía a otra vida, una vida en la que Pauline tenía un trabajo que no quería perder, una hipoteca, una letra del coche. Estaban esperando a que las violaran, las torturaran y las asesinaran, ¿y a esa mujer le preocupaba un puto correo electrónico?

—No llegué a llamar a Michael, mi hermano —dijo Mia—. Quizá me esté buscando.

—No te va a encontrar —le dijo Pauline—. No aquí.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —dijo Pauline, y era verdad—. Cuando me desperté estaba en el maletero de un coche, encadenada. No estoy muy segura de cuánto tiempo estuve allí. El maletero se abrió, me puse a gritar y entonces me dio otra descarga. —Cerró los ojos—. Luego me desperté aquí.

—Yo estaba en el jardín trasero de mi casa —le contó Mia—. Oí un ruido. Pensé que a lo mejor era un gato… Cuando recobré el sentido estaba dentro de un maletero. No estoy segura de cuánto tiempo me tuvo allí. A mí me parecieron días. Intenté llevar la cuenta de las horas, pero….

Se quedó callada un rato, y Pauline no supo cómo interpretar ese silencio. Por fin Mia se decidió a hablar.

—¿Crees que fue así como nos encontró, a través del chat?

—Seguramente —mintió Pauline.

Pauline sabía cómo las había encontrado, y no había sido en aquel maldito chat. Había sido ella quien las había llevado hasta allí; había sido su enorme bocaza la que las había metido en aquel lío. No iba a contarle a Mia lo que sabía: solo serviría para que le hiciera más preguntas, y con las preguntas vendrían las acusaciones que Pauline sabía que no podría soportar.

No en ese momento. No cuando sentía que su cerebro estaba relleno de algodón, y la sangre que se le metía en los ojos era como las patas peludas de un millón de arañas.

Pauline respiró hondo, intentando no caer presa del pánico. Pensó en Felix y en cómo olía cuando lo bañaba con ese jabón que compró en Colony Square durante su pausa para comer.

—Todavía está en la caja, ¿verdad? —le dijo Mia— Encontrarán el mensaje en la caja y sabrán que le dijiste al tapicero que midiera el ascensor.

—¿Y qué coño importa eso ahora? ¿Es que no te das cuenta de dónde estamos, de lo que nos va a pasar? ¿Qué más da si encuentran el correo o no lo encuentran? Pues menudo consuelo. «Está muerta, pero tenía razón desde el principio.»

—Ya es más de lo que conseguiste en vida.

Compartieron un momento de mutua conmiseración. Pauline intentó recordar lo poco que sabía de Mia. La mujer no publicaba mucho en el chat, pero cuando lo hacía solía ser muy certera. Como a Pauline y a unas cuantas usuarias más, a Mia no le gustaban los lloriqueos, no tragaba con toda esa mierda.

—No pueden matarnos de hambre —dijo Mia—. Yo puedo aguantar hasta diecinueve días sin comer.

Pauline estaba impresionada.

—Yo más o menos igual —mintió. Su récord estaba en doce, y había acabado ingresada en el hospital, donde la habían cebado como si fuera un pavo de Acción de Gracias.

—El problema es el agua —continuó Mia.

—Sí. ¿Cuánto tiempo puedes…?

—Nunca he intentado prescindir del agua —le interrumpió Mia, terminando la frase por ella—. No tiene calorías.

—Cuatro días —le dijo Pauline—. En alguna parte leí que solo se puede sobrevivir unos cuatro días sin agua.

—Podremos aguantar más.

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