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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (54 page)

BOOK: El número de la traición
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—¿Le despidieron?

—Me dijeron que tenía quince días para irme, que me darían referencias. —Se encogió de hombros otra vez—. Yo ya tenía otro trabajo a la vista. Una urbanización cerca del Phipps Plaza. Vigilancia veinticuatro horas. Un sitio con mucha clase. Turnos con otro tío: él hace el turno de día y yo el de noche.

—¿Cuándo reparó usted en que Anna Lindsey no estaba?

—Todos los días a las siete en punto sale con su bebé. Y de repente un día no apareció. Miré mi buzón, que es donde los vecinos me dejan notas y sobre todo quejas: no puedo abrir tal ventana, no puedo sintonizar los canales de televisión… cosas que no tienen nada que ver con mi trabajo, ¿entiende? El caso es que vi una nota de la señora Lindsey diciéndome que se iba de vacaciones dos semanas. Imaginé que se habría ido ya. Normalmente me dicen adónde van, pero a lo mejor pensó que yo ya no estaría allí cuando volviera y que no merecía la pena.

Aquello coincidía con lo que les había dicho Anna Lindsey.

—¿Es así cómo se comunicaba normalmente con usted, por medio de notas? —preguntó Amanda.

Simkov asintió.

—No le caigo bien. Dice que soy muy descuidado. —Torció el gesto—. Hizo que la comunidad me comprara un uniforme que me hace parecer un mono. Me obligaba a decir «sí, señora» y «no, señora» como si fuera un niño.

Eso parecía encajar con el perfil de las víctimas.

—¿Cómo supo que se había ido? —le preguntó Faith.

—No la vi bajar. Normalmente va al gimnasio, o a la tienda, saca al bebé a pasear. Me suele pedir ayuda para sacar y meter el cochecito en el ascensor. —Se encogió de hombros—. Pensé que se habría ido.

—Así que usted dio por supuesto que Anna Lindsey estaría fuera dos semanas —dijo Amanda—, y las fechas coincidían perfectamente con sus últimos quince días en ese edificio.

—Me lo puso muy fácil —admitió.

—¿A quién llamó usted?

—Al chulo. Al que encontraron muerto. —Por primera vez Simkov perdió algo de su arrogancia—. No era tan malo. Le llamaban Freddy. No sé cuál era su verdadero nombre, pero siempre fue honesto conmigo. No como otros: si le decía dos horas, se quedaba dos horas. Y pagaba a la criada. Así de fácil. Hay otros que intentan apretarme las tuercas… intentan negociar, no se van cuando se tienen que ir. Yo también lo hago; no les llamo cuando tengo un apartamento disponible. Freddy grabó un vídeo musical una vez en un apartamento. Esperaba poder verlo en la tele, pero nunca lo vi. A lo mejor es que no pudo encontrar un agente. La música es un negocio muy duro.

—La fiesta en casa de Anna Lindsey se les fue de las manos —dijo Amanda, constatando lo que era evidente.

—Sí, sí —admitió—. Freddy es un buen tipo. Yo no subo allí a ver lo que pasa. Cada vez que cojo el ascensor alguien me dice: «Ah, señor Simkov, podría arreglarme esto», «podría sacar a pasear a mi perro», «¿podría usted regarme las plantas?». No es mi trabajo, pero me tienen atrapado en el ascensor, ¿qué les voy a decir? ¿«Que le den por culo»? No, no puedo. Así que me quedo en mi puesto, les digo que no puedo hacer nada porque mi trabajo es vigilar el portal y no pasear a sus perritos. ¿No?

—El apartamento parecía una cuadra —le dijo Amanda—. Me cuesta creer que adquiriera ese aspecto en solo una semana.

Simkov se encogió de hombros.

—Esa gente no respeta nada. Cagan en los rincones como si fueran perros. Pero a mí no me sorprende. Son como animales, hacen lo que sea para meterse un pico.

—¿Y qué me dice del bebé? —le preguntó Amanda.

—La puta… Lola. Pensé que quería subir para hacer algún servicio. Freddy estaba allí. Lola tenía debilidad por él. Yo no sabía que estaba muerto, ni que habían dejado el apartamento de la señora Lindsey como un estercolero. Obviamente.

—¿Con qué frecuencia subía Lola?

—No llevo la cuenta de esas cosas. Un par de veces al día. Yo pensé que hacía algún servicio de vez en cuando. —Se tocó la nariz y aspiró, el gesto universal para indicar que esnifaba cocaína—. No es mala chica. Una buena chavala descarriada por las malas circunstancias.

Simkov no parecía darse cuenta de que él era una de esas malas circunstancias.

—¿Ha visto algo fuera de lo habitual en el edificio en estas dos últimas semanas? —preguntó Faith.

Apenas se dignó mirarla y le preguntó a Amanda:

—¿Por qué me hace preguntas esta chica?

No era la primera vez que la ninguneaban, pero Faith pensó que aquel tipo necesitaba que lo ataran en corto.

—¿Prefiere que llame a mi compañero para que le haga él las preguntas?

Simkov gruñó, como si no tuviera miedo de que le dieran otra paliza, pero respondió a la pregunta de Faith.

—¿Qué quiere decir con «fuera de lo habitual»? Está en pleno Buckhead. No existe lo habitual.

El ático de Anna Lindsey debía de haberle costado tres millones de dólares. La mujer no vivía precisamente en una zona deprimida.

—¿Vio usted a algún desconocido merodeando? —insistió Faith.

El hizo un gesto con la mano.

—Hay desconocidos por todas partes. Es una gran ciudad.

Faith pensó en su asesino. Tenía que tener acceso al edificio para poder dejar a Anna inconsciente con la Taser y llevársela del apartamento. Obviamente Simkov no se lo iba a poner fácil, así que intentó amedrentarle.

—Sabes perfectamente a qué me refiero, Otik. No me jodas o llamaré a mi compañero para que termine de reventarte esa cara tan fea que tienes.

Simkov se encogió de hombros, pero su expresión era ahora muy diferente. Faith esperó y el hombre se decidió a hablar.

—A veces salgo a fumarme un cigarrillo en la parte de atrás.

La escalera de incendios que llegaba hasta la azotea estaba en la parte de atrás.

—¿Qué es lo que viste?

—Un coche —dijo—. Plateado, de cuatro puertas.

Faith trató de no perder la calma. Tanto los Coldfield como la familia de Tennessee habían visto un sedán blanco alejándose a toda velocidad del lugar del accidente. Estaba anocheciendo. Quizá les había parecido blanco y en realidad era plateado.

—¿Anotaste la matrícula?

Simkov dijo que no con la cabeza.

—Vi que habían desbloqueado la escalera de incendios y subí a la azotea.

—¿Por la escalera?

—En el ascensor. No puedo subir por esa escalera. Son veintitrés pisos, y tengo una rodilla mal.

—¿Qué vio al llegar a la azotea?

—Había una lata de refresco que alguien había utilizado como cenicero. Había un montón de colillas dentro.

—¿Dónde estaba?

—En la cornisa, justo al lado de la escalera.

—¿Y qué hiciste con ella?

—Le di una patada —dijo encogiéndose de hombros—. Vi cómo se estrellaba contra el suelo. Explotó como… —Simkov junto las manos y las volvió a separar—. Muy espectacular.

Faith había estado en la parte trasera del edificio, lo había registrado a fondo.

—No encontramos ninguna colilla ni ninguna lata de refresco detrás del edificio.

—A eso me refiero. Al día siguiente no había nada. Alguien lo había limpiado.

—¿Y el coche plateado?

—Tampoco estaba.

—¿Estás seguro de que no viste a ningún tipo sospechoso merodeando por el edificio?

Simkov resopló.

—No, señora, ya se lo he dicho. Solo la cerveza de raíz.

—¿Qué cerveza de raíz?

—La lata de refresco. Era cerveza de raíz Doc Peterson.

La misma que habían encontrado en el sótano de la casa que estaba detrás de la de Olivia Tanner.

Capítulo veintidós

Will iba de camino a casa de Jake Berman, en Coweta, preguntándose hasta qué punto se enfadaría Faith cuando descubriese que le había engañado. No estaba seguro de qué le iba a cabrear más: el hecho de que le hubiera mentido descaradamente por teléfono al decirle que Sam no había localizado al verdadero Jake Berman, o el hecho de que fuera a hablar con él sin nadie que le cubriera. Sabía que se saltaría la cita con la médico si le hubiera dicho que el verdadero Jake Berman estaba vivo y coleando y vivía en Lester Drive. Habría insistido en ir con él, y Will no habría sido capaz de inventar una excusa para evitarlo, salvo que estaba embarazada y era diabética y ya tenía bastantes problemas como para poner su vida en peligro interrogando a un testigo que bien podía ser un sospechoso.

Eso le habría sentado estupendamente a Faith.

Will le había pedido a Caroline, la secretaria de Amanda, que cotejara los datos de Jake Berman con la dirección de Lester Drive. Gracias a esa información clave habían podido reconstruir fácilmente su historial. La hipoteca estaba a nombre de su mujer, al igual que sus tarjetas de crédito y las facturas. Lydia Berman era maestra de escuela, y Jake había agotado su subsidio por desempleo y aún no había encontrado trabajo. Hacía dieciocho meses que se había declarado en bancarrota. Arrastraba una deuda de cerca de medio millón de dólares. Quizás esa fuera la razón por la que les había costado tanto localizarlo, algo tan simple como que intentaba eludir a sus acreedores. Teniendo en cuenta que había sido detenido unos meses antes por escándalo público, no era de extrañar que Jake Berman prefiriera mantener un perfil bajo. Pero también tendría sentido si era su sospechoso.

El Porsche no resultaba cómodo en viajes de larga distancia, y para cuando llegó a Lester Drive a Will le dolía la espalda. El tráfico estaba peor de lo normal, un tractor-tráiler había volcado en mitad de la interestatal y la circulación había quedado bloqueada durante casi una hora. Will no quería quedarse a solas con sus pensamientos, así que para cuando llegó al condado de Coweta había escuchado prácticamente todas las emisoras del dial.

Will se detuvo junto a un Chevy Caprice aparcado a la entrada de Lester Drive. Por el maletero asomaba una cortadora de césped. El hombre que iba al volante llevaba un mono de trabajo y una gruesa cadena de oro alrededor del cuello. Will reconoció a Nick Shelton, el agente de campo regional del Distrito 23.

—¿Cómo va la cosa? —le preguntó Nick apagando la radio. Will lo había visto varias veces. Era tan de campo que tenía la nuca quemada por el sol, pero era un buen investigador y sabía muy bien cómo hacer su trabajo.

—¿Sigue Berman en la casa? —le preguntó Will.

—A menos que se haya escaqueado por la puerta de atrás, sí —le respondió Nick—. No te preocupes. Me da la impresión de que es más bien perezoso.

—¿Has hablado con él?

—Me hice pasar por un jardinero en busca de trabajo. —Le di una tarjeta de visita—. Le dije que solo le costaría doscientos dólares al mes, y me contestó que era perfectamente capaz de ocuparse de su jardín, muchas gracias. —Soltó una carcajada—. Eran las diez de la mañana y el tío estaba todavía en pijama.

Will miró la tarjeta, y vio unos dibujos de un cortador de césped y unas flores.

—Muy bonita —le dijo.

—El número de teléfono falso es muy útil con las damas. —Nick se echó a reír otra vez—. Lo he mirado bien mientras me daba una clase magistral sobre precios y competitividad. Es el tipo que buscas, no me cabe duda.

—¿Has entrado en su casa?

—No ha sido tan idiota. ¿Quieres que me quede por aquí?

Will sopesó la situación y pensó que si le hubiera preguntado a Faith habría tenido razón: no te metas en una situación que no controlas sin que alguien te cubra las espaldas.

—Si no te importa… Quédate aquí y asegúrate de que no me vuelan la cabeza.

Los dos se rieron un poco más alto de lo que el comentario exigía, probablemente porque en realidad Will no estaba bromeando.

Will subió la ventanilla y continuó su camino. Para facilitarle las cosas, Caroline había llamado a Jake Berman antes de que Will se marchara de la oficina. Se había hecho pasar por una operadora de una compañía local de televisión por cable. Berman le había asegurado que estaría en casa para atender al técnico que estaba llevando a cabo una revisión de todas sus instalaciones para cerciorarse de que el servicio no quedara interrumpido. Había muchos trucos para asegurarse de que alguien estaba en casa, y la treta del cable era la mejor. La gente podía prescindir de un montón de cosas, pero eran capaces de esperar en casa durante días a que llegara el técnico de la tele.

Will comprobó los números en el buzón para confirmar que coincidían con los de la nota que Sam Lawson le había dado a Faith. Con la ayuda de MapQuest, que utilizaba grandes flechas para señalar las direcciones, y después de parar a preguntar en un par de tiendas, Will había conseguido orientarse por la ciudad sin equivocarse más que en un par de giros.

Aun así comprobó el número del buzón por tercera vez antes de salir del coche. Vio el corazón que Sam había dibujado alrededor de la dirección y volvió a preguntarse por qué habría hecho eso un hombre que no era el padre del hijo de Faith. Will solo había visto al periodista una vez, pero no le caía bien. Víctor no estaba mal, en cambio; había hablado por teléfono con él un par de veces y se había sentado a su lado en una aburridísima entrega de premios a la que Amanda había insistido en invitar a su equipo, más que nada porque quería asegurarse de que alguien la aplaudiera cuando pronunciaran su nombre. Víctor quería hablar de deportes, pero no de fútbol americano ni de béisbol, que eran los dos únicos deportes que Will seguía. El hockey era para los yanquis del norte, y el fútbol para los europeos. No estaba muy seguro de cómo había llegado a interesarse por esos dos deportes, pero fue una conversación de lo más aburrida. Fuera lo que fuese lo que Faith había visto en él, Will se alegró mucho cuando unos meses antes se dio cuenta de que el coche de Víctor ya no estaba delante de la casa de su compañera.

Desde luego no era el más indicado para juzgar las relaciones de nadie; todavía le dolía todo el cuerpo después de haber pasado la noche con Angie. Pero no era un dolor agradable, sino esa clase de dolor que hace que te entren ganas de meterte en la cama y dormir una semana entera. Sabía por experiencia que no importaba, porque en el mismo instante en que empezara a poner un pie detrás de otro y a reconstruir mínimamente su vida Angie regresaría y él volvería a sentirse exactamente igual. Nada iba a cambiar eso.

La casa se veía habitada en el peor sentido de la palabra: el césped estaba demasiado crecido y los parterres estaban llenos de malas hierbas. El Camry verde aparcado a la entrada tenía mugre. En los neumáticos había costras de barro y la carrocería tenía una capa de polvo tan gruesa que daba la impresión de no haberse movido de allí en mucho tiempo. Había dos sillas para niños en el asiento de atrás y algunos Cheerios pegados al parabrisas. Dos carteles en forma de rombo colgaban en las ventanillas de atrás, probablemente de esos que decían: «Bebé a bordo». Will puso la mano sobre el capó. El motor estaba frío. Miró la hora en su móvil y vio que eran casi las diez. Probablemente Faith ya estaría en el médico.

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