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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (53 page)

BOOK: El número de la traición
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A Faith no se le ocurrió otra cosa que decir más que su nombre.

—Will.

Will soltó una risa forzada.

—Tenemos que dejar de hablar de esto antes de que a uno de los dos nos suba la leche. —Sacó su móvil—. Son casi las ocho. Amanda estará esperándote en la sala de interrogatorios.

—¿Vas a estar mirando?

—Voy a hacer unas cuantas llamadas a Michigan a ver si les doy la brasa para que se pongan con lo de las huellas de la salida de emergencia de Anna. ¿Por qué no me llamas cuando salgas del médico? Si Sam ha localizado al verdadero Jake Berman podemos ir juntos a hablar con él.

Faith se había olvidado de su cita con el médico.

—Si es el auténtico Jake Berman, empezaremos desde cero como habíamos planeado.

—Los Coldfield, Rock Sigler y el hermano de Olivia Tanner —enumeró.

—Ahí tenemos trabajo más que suficiente.

—¿Sabes qué es lo que me molesta? —Will meneó la cabeza, y ella le dijo—: Que todavía no hemos recibido los informes de Rockdale.

Alzó las manos, sabiendo que el asunto de Rockdale era terreno pantanoso.

—Si vamos a empezar desde el principio tenemos que hacer precisamente eso: leer el informe de la primera escena del crimen desde el primer agente que atendió la llamada y repasar uno a uno todos los detalles. Sé que Galloway dijo que el agente está de pesca en Montana, pero si sus notas son buenas no será preciso hablar con él.

—¿Qué es lo que estás buscando?

—No lo sé. Pero me escama que Galloway no nos lo haya enviado todavía.

—No está lo que se dice muy pendiente de las cosas.

—No, pero todo lo que se ha guardado hasta ahora ha sido por algún motivo. Tú mismo lo dijiste. La gente no hace cosas estúpidas sin una explicación lógica.

—Llamaré a su despacho y veré si la secretaria lo puede resolver sin meter a Galloway de por medio.

—Deberías hacer que te miren también esos arañazos.

Will se miró la mano.

—Creo que tú ya los has mirado bastante.

Excepto por la charla con Anna Lindsey en el hospital el día anterior, Faith nunca había trabajado mano a mano con Amanda en un caso. Por lo general, la distancia a la que se relacionaban solía incluir un escritorio de por medio; Amanda a un lado con las manos juntas como una crítica maestra de escuela y ella revolviéndose en su asiento mientras recitaba su informe. Precisamente por eso Faith tendía a olvidar que Amanda había conseguido ascender en una época en la que las policías solían estar relegadas a llevar cafés y mecanografiar informes. Ni siquiera les permitían llevar armas, porque los jefes pensaban que, en caso de verse en la tesitura de elegir entre disparar a un delincuente y romperse una uña, darían más importancia a lo segundo.

Amanda había sido la primera oficial femenina en sacarles de su error. Estaba en el banco cobrando su cheque cuando un ladrón decidió hacer una retirada imprevista. Una de las cajeras se dejó llevar por el pánico y el ladrón empezó a golpearla con la pistola. Amanda le disparó un solo tiro en el corazón, lo que en los campos de tiro se denominaba un K-5 por el círculo correspondiente de la diana. Una vez le contó a Faith que después fue a hacerse la manicura.

A Otik Simkov, el portero del edificio de Anna Lindsey, le habría venido bien conocer esa historia. O quizá no. Aquel pequeño trol se daba muchos aires pese a estar atrapado dentro de un estrecho uniforme naranja fosforito como de preso y unas sandalias abiertas que habían usado cientos de reclusos antes que él. Tenía la cara llena de hematomas pero iba muy erguido, con los hombros rectos. Cuando Faith entró en la sala de interrogatorios la miró como un granjero miraría a una vaca.

Cal Finney, el abogado de Simkov, miró ostensiblemente su reloj. Faith le había visto muchas veces por televisión; sus anuncios tenían una musiquilla insoportable. Era tan guapo en persona como en pantalla. El reloj que llevaba en la muñeca podría financiar los estudios universitarios de Jeremy.

—Siento llegar tarde. —Faith se disculpó dirigiéndose a Amanda, sabiendo que era la única que importaba. Se sentó en la silla situada frente a Finney percibiendo la hostilidad en la expresión de Simkov, que la miraba fijamente. Era evidente que no era la clase de hombre que supiera respetar a las mujeres. Puede que Amanda consiguiera hacerle cambiar de actitud.

—Le agradezco que haya venido a hablar con nosotros, señor Simkov —comenzó Amanda.

Por el momento se mostraba amable, pero Faith había asistido a las suficientes reuniones con su jefa como para saber que Simkov lo iba a pasar mal. Amanda tenía las manos apoyadas sobre un expediente. La experiencia le decía a Faith que, en algún momento, su jefa abriría la carpeta y, con ella, las puertas del infierno.

—Solo queremos hacerle algunas preguntas en relación con… —dijo Amanda.

—Que le den por saco, señora —ladró Simkov—. Hable con mi abogado.

—Doctora Wagner —dijo Finney—, seguro que está usted enterada de que hemos presentado una demanda contra la ciudad por brutalidad policial esta misma mañana.

Finney abrió su maletín y sacó un legajo que soltó pesadamente sobre la mesa. Faith notó que se ruborizaba, pero Amanda no se inmutó.

—Estoy al corriente, señor Finney, pero su cliente se enfrenta a un cargo por obstrucción a la justicia en un caso especialmente atroz. Durante su turno de vigilancia secuestraron a una de las inquilinas. Ha sido torturada y violada, y ha logrado escapar in extremis. Estoy segura de que lo habrá visto en los informativos. Dejaron a su hijo abandonado y expuesto a morir de inanición, una vez más, mientras su cliente estaba de guardia. La víctima se ha quedado ciega y no va a recuperar la visión. De modo que entenderá usted por qué en cierto modo nos sentimos frustrados ante la poca intención de colaborar que tiene su cliente a la hora de ayudarnos a averiguar lo que sucedió en ese edificio.

—Yo no sé nada —insistió Simkov, con un acento tan marcado que resultaba cómico. Miró al abogado—. Sáqueme de aquí. ¿Por qué me tienen prisionero? Dentro de poco seré rico.

Finney ignoró a su cliente y le preguntó a Amanda:

—¿Cuánto tiempo va a durar esto?

—No mucho. —Su sonrisa indicaba más bien lo contrario.

Finney no se dejó engañar.

—Tienen diez minutos. Y limiten sus preguntas al caso de Anna Lindsey. —Le advirtó a Simkov—. Si coopera ahora le beneficiará en la demanda civil.

La perspectiva del dinero que esperaba ganar le hizo cambiar de actitud.

—Sí, entendido. ¿Cuáles son sus preguntas?

—Dígame, señor Simkov —continuó Amanda—, ¿cuánto tiempo lleva en nuestro país?

Simkov miró a su abogado, que asintió para indicarle que podía contestar.

—Veintisiete años.

—Habla muy bien el idioma. ¿Cree usted que tiene la fluidez necesaria, o prefiere que llame a un intérprete para que se sienta más cómodo?

—Estoy perfectamente cómodo con mi inglés —dijo sacando pecho—. Leo libros y periódicos americanos constantemente.

—Es usted de Checoslovaquia —dijo Amanda—, ¿es correcto?

—Sí, soy checo —respondió, probablemente porque su país ya no existía—. ¿Por qué me hace preguntas? Soy yo quien les ha puesto una demanda. Usted debería responder a las mías.

—Tiene que ser usted ciudadano americano para poder demandar al gobierno.

—El señor Simkov es un inmigrante legal —terció Finney.

—Ustedes cogieron mi tarjeta de residencia —añadió Simkov—. Estaba en mi cartera. Usted la vio.

—Por supuesto que lo vio. —Amanda abrió la carpeta y el corazón de Faith dio un vuelco—. Le agradezco que lo mencione. Eso me va ahorrar tiempo. —Se puso las gafas de cerca y empezó a leer—: «Las tarjetas de residencia expedidas entre 1979 y 1989 que carecen de fecha de caducidad deberán ser renovadas en un plazo no superior a 120 días a partir del recibo de la presente. Los residentes permanentes de pleno derecho deberán cumplimentar una solicitud para renovar la tarjeta de residencia permanente, formulario I-90, con el fin de reemplazar su tarjeta de residencia actual o su permiso de residencia permanente les será revocado». —Dejó el folio sobre la mesa—. ¿Le suena de algo esta notificación, señor Simkov?

Finney alzó una mano.

—Déjeme ver eso.

Amanda le pasó el papel.

—Señor Simkov, me temo que el departamento de inmigración no tiene constancia de que haya presentado usted el formulario I-90 para renovar su situación legal como residente en este país.

—Tonterías —replicó Simkov, pero sus ojos buscaban desesperadamente los de su abogado.

Amanda le pasó a Finney otro folio.

—Esta es una fotocopia de la tarjeta de residencia del señor Simkov. Como verá, no tiene fecha de caducidad. Su situación legal es irregular. Me temo que tendremos que ponerlo a disposición del departamento de inmigración. —Amanda sonrió con candidez—. Además, esta mañana he recibido una llamada del departamento de seguridad nacional. La verdad es que no tenía ni idea de que en estos momentos los terroristas estuviesen aprovisionándose de armas de fabricación checa. Señor Simkov, tengo entendido que usted trabajó en el sector metalúrgico antes de venir a Estados Unidos.

—Era herrador —replicó de inmediato—. Ponía herraduras a los caballos.

—De modo que posee usted conocimientos específicos sobre la fabricación de herramientas metálicas.

Finney maldijo entre dientes.

—Son ustedes de lo que no hay, ¿lo sabía?

Amanda se recostó en su silla.

—No recuerdo bien sus anuncios, señor Finney; ¿está usted familiarizado con las leyes de inmigración? —Se puso a silbar la melodía de los anuncios televisivos de Finney.

—¿Cree usted que se va a salir por la tangente con un tecnicismo? Mire a este hombre.

Finney señaló a su cliente y Faith tuvo que admitir que el abogado tenía razón. Simkov tenía la nariz torcida en el punto en que Will le había destrozado el cartílago. Tenía el ojo derecho tan hinchado que apenas podía abrirlo. Incluso la oreja estaba hecha una pena; había varios puntos en el lóbulo, que Will le había roto en dos.

—Su oficial le dio una paliza de muerte —dijo Finney—, ¿y a usted le parece bien? —No esperó a que Amanda respondiera—. Otik Simkov huyó de un régimen comunista y vino a este país para poder empezar desde cero. ¿Cree usted que lo que está haciendo respeta el espíritu de nuestra Constitución?

Amanda tenía respuesta para todo.

—La Constitución es para los inocentes.

Finney cerró bruscamente su maletín.

—Voy a convocar una rueda de prensa.

—Será un placer poder contarles a los medios que el señor Simkov obligó a una puta a que le hiciera una mamada antes de dejarla subir para dar de comer a un bebé moribundo de seis meses. —Se inclinó sobre la mesa—. Dígame, señor Simkov: ¿le ofreció unos minutos más con el niño si se lo tragaba?

Finney se tomó unos segundos para rearmarse.

—No niego que este hombre sea un cabrón, pero incluso los cabrones tienen derechos.

Amanda le dedicó a Simkov una gélida sonrisa.

—Solo si son ciudadanos de Estados Unidos.

—Es increíble, Amanda. —Finney parecía realmente asqueado—. Algún día esto se va a volver en tu contra. Lo sabes, ¿no?

Amanda mantenía una especie de duelo de miradas con Simkov, dejando al margen a todos los demás. Finney se volvió entonces hacia Faith.

—¿A usted le parece bien todo esto, agente? ¿Le parece bien que su compañero le haya dado una paliza a un testigo?

A Faith no le parecía nada bien, pero no era el momento de andarse con evasivas.

—En realidad soy agente especial. «Agente» es un término que se utiliza para referirse a un policía uniformado de a pie.

—Esto es genial. Atlanta es ahora Guantánamo. —Se volvió hacia Simkov—. Otik, no te dejes intimidar. Tienes tus derechos.

Simkov seguía mirando fijamente a Amanda como si pensara que podía desarmarla con la mirada. Movía los ojos de un lado a otro, percibiendo su resistencia. Finalmente asintió con brusquedad.

—Muy bien. Retiro la demanda. Y a cambio se olvida usted de todo esto.

Finney no quería ni oír hablar de ello.

—Como su abogado le aconsejo que…

—Ya no es usted su abogado —le interrumpió Amanda—. ¿No es cierto, señor Simkov?

—Correcto —confirmó. Se cruzó de brazos y miró al frente.

Finney volvió a maldecir entre dientes.

—Esto no se acaba aquí.

—Yo creo que sí —le dijo Amanda, recogiendo el legajo con los detalles de la demanda contra la ciudad.

Finney maldijo de nuevo, incluyendo esta vez a Faith, y abandonó la sala.

Amanda tiró los papeles de la demanda a la papelera. Faith percibió el ruido de los folios al volar por los aires. Se alegraba de que Will no estuviera presente, porque por más remordimientos de conciencia que esto le provocara a ella, a su compañero prácticamente le estaban matando los suyos. Finney tenía razón: Will se había librado del correspondiente castigo por un mero tecnicismo. Si Faith no hubiera estado ayer en ese pasillo vería las cosas de un modo muy diferente.

Rememoró la imagen de Balthazar Lindsey tendido en el cubo del reciclaje a escasos metros del apartamento de su madre, y todo lo que se le venía a la mente excusaba el comportamiento de Will.

—Muy bien —dijo Amanda—. ¿Podemos dar por supuesto que hay honor entre delincuentes, señor Simkov?

Simkov asintió ostensiblemente.

—Es usted una mujer muy dura.

Amanda parecía halagada por el cumplido, y Faith se dio cuenta de lo contenta que estaba de volver a verse en la sala de interrogatorios. Probablemente le aburría soberanamente pasarse la vida en reuniones administrativas discutiendo presupuestos y remodelando organigramas. No era de extrañar que aterrorizar a Will fuera su único
hobby
.

—Hábleme del chanchullo que tenía usted montado con los apartamentos.

Simkov extendió las manos y se encogió de hombros.

—Esta gente rica se pasa la vida viajando. A veces les alquilo los apartamentos a otras personas. Ellos entran allí, se dedican a… —hizo un gesto obsceno con las manos— …y yo me saco un dinerito. La criada va al día siguiente y todos contentos.

Amanda asintió, como si fuera algo totalmente comprensible.

—¿Qué pasó con el apartamento de Anna Lindsey?

—Pensé que por qué no sacarle partido. El cabrón del señor Regus, el del 9.°, sabía que estaba pasando algo. Él no fuma, y volvió de uno de sus viajes de negocios y se encontró una quemadura de cigarrillo en su moqueta. Yo la vi, casi no se notaba. No era para tanto. Pero me causó problemas.

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