El Oráculo de la Luna (44 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Transcurrieron las semanas. La suavidad de los primeros días de septiembre había sucedido al sofocante calor de las jornadas de agosto. Los días se acortaban y las noches eran cada vez más frescas, lo que no desagradaba a Giovanni, que tanto había sufrido durante el verano a causa del calor en los dormitorios del presidio. Ahora podía circular a su antojo por la Jenina.

El palacio del bajá, heredado del desdichado Selim al-Tumi, no era inmenso, pero tenía un encanto particular y a Giovanni le gustaba deambular por los jardines frescos y perfumados de los diferentes paseos que se sucedían hasta los aposentos privados del hijo de Barbarroja y de su harén. Era el único lugar de acceso prohibido para los esclavos y Giovanni jamás pudo entrever a una sola de las numerosas mujeres del soberano de Al-Yazair, que estaban celosamente vigiladas por una decena de eunucos negros.

Las conversaciones entre Ibrahim y Giovanni se habían espaciado un poco, pues el intendente estaba muy absorbido por su trabajo, pero no pasaban tres o cuatro días sin que este invitara al joven a cenar con él.

Giovanni estaba impresionado por la piedad del intendente, que respetaba al pie de la letra los cinco pilares fundamentales del islam: profesaba su fe en la unicidad de Dios, era fiel a las cinco oraciones diarias, daba limosna a los pobres, había hecho ya dos veces la peregrinación a La Meca y los esclavos le aseguraron que practicaba un ayuno muy estricto durante el mes del Ramadán.

Una noche, acabada la cena, Ibrahim hizo una extraña propuesta a Giovanni:

—Voy a ir a ver a mi maestro espiritual, que vive a dos días de aquí a caballo, en el camino de Tremecén. Es un gran sufí. Saldré mañana, ¿quieres acompañarme?

—¿Qué es un sufí? —preguntó Giovanni.

—El sufismo es una rama mística del islam. Poco tiempo después de la muerte del Profeta, ciertos hombres, algunos sin educación, vivieron experiencias espirituales intensas. Su santidad era tan manifiesta que la gente acudía en masa a verlos. Varios de ellos fundaron hermandades, llamadas
turuq
, en sinquear
tariqa
, donde sus discípulos siguen las enseñanzas del maestro y se consagran a numerosas artes sacras y ejercicios espirituales. Algunos sufíes han sido perseguidos por los ulemas, los doctores de la Ley, pues tienen una libertad total y desarrollan un discurso que en ocasiones puede parecer que contradice las prescripciones religiosas clásicas. Mi maestro espiritual es un gran sufí que ha fundado una
tariqa
en una pequeña ciudad situada entre al-Yazair y Tremecén.

—Me complacería acompañarte y conocer a tu maestro, pero ¿estás seguro de que no se sentirá incomodado por la presencia de un cristiano?

Ibrahim se echó a reír.

—¡Lo estaría más por la de un cadí o un
ulema
!, Mi maestro no hace ninguna diferencia entre los hombres y le gusta relacionarse con todos los que buscan a Dios, sea cual sea su religión.

A la mañana siguiente, sin ninguna escolta, Ibrahim y Giovanni tomaron el camino de Tremecén. Cabalgaron todo ese día y el siguiente. Cuando llegaron a la
tariqa
, un joven les dispensó un buen recibimiento y los condujo a una sala donde los visitantes podían comer.

Giovanni se sintió agradablemente sorprendido por el aspecto jovial de los numerosos discípulos del jeque Selim al-Aquba. La mayoría eran muy jóvenes y todos llevaban una amplia túnica blanca de algodón. Una vez que hubieron comido, los dos huéspedes fueron convidados a asistir a la oración de la noche. Pese a ser cristiano y no ocultarlo, Giovanni fue autorizado a entrar en la pequeña mezquita de la
tariqa
. Se descalzó y se quedó al fondo del edificio. Unos cincuenta discípulos y una decena de invitados asistieron a la ceremonia, en la que se alternaba oración silenciosa, lectura de suras del Corán y cantos acompañados de violas y cítaras cuya belleza emocionó a Giovanni. Ibrahim y el joven italiano pasaron la noche en el dormitorio de la
tariqa
. Todos los invitados, cualquiera que fuese su origen social, eran alojados en un gran dormitorio sin comodidades.

Al día siguiente, inmediatamente después de la oración del alba, Ibrahim fue invitado a reunirse con el maestro sufí. Al cabo de dos horas largas, un discípulo fue a buscar al italiano y lo introdujo en la pequeña habitación del jeque Selim. El maestro, un hombre mayor, de estatura media y rostro fino e imberbe, estaba sentado con las piernas cruzadas. Vestía una túnica blanca sin costuras y tenía una luminosa mirada azul. Recibió a Giovanni con una amplia sonrisa.

—Salam alikum.


Ua alikum esalatn
—contestó Giovanni, que empezaba a dominar los saludos árabes.

—Marhaba bika ya ualadi.

— Shukran laka ya Sidi.

— Allah yahfadhuka!

Giovanni volvió la cabeza hacia Ibrahim, el cual leyó en sus ojos que no podía llegar más lejos en la conversación. El sufí comprendió la situación y rompió a reír alegremente. Luego empezó a hacer preguntas en árabe dirigidas a Giovanni e Ibrahim las traducía. Durante media hora larga, la conversación giró en torno a la vida de Giovanni, a su condición de esclavo, a su país, a su religión y a su formación intelectual y espiritual.

Después, Ibrahim preguntó a Giovanni si tenía alguna pregunta que hacer al maestro. Como se había preparado para el encuentro, Giovanni dijo sin vacilar:

—¿Cuál es, según vos, el mayor mal que habita el corazón del hombre y que puede frenarlo en su camino espiritual?

El sabio miró a sus interlocutores con una sonrisa divertida.

—¿Qué pensáis vosotros al respecto?

—El orgullo —respondió Ibrahim.

Las miradas se dirigieron hacia Giovanni, que permanecía en silencio.

—El miedo —dijo el joven.

—Cada uno ha respondido según su propio corazón —dijo el místico musulmán.

Todos rieron con ganas.

—Sin embargo, si bien las dos respuestas son verdaderas, la de nuestro joven amigo cristiano está quizá más universalmente extendida, pues el miedo habita todos los corazones sin excepción mientras que algunos hombres están desprovistos de orgullo.

El sufí miró a Giovanni a los ojos.

—¿Sabes cuál es nuestro mayor miedo?

Esa pregunta pilló desprevenido a Giovanni. El italiano reflexionó unos instantes.

—El miedo a morir, me parece.

El hombre permaneció un momento en silencio antes de proseguir, con una voz ligera y firme a un tiempo:

—Durante mucho tiempo creí eso. Luego, con el paso de los años, me di cuenta de algo evidente. Por sorprendente que pueda parecer, no es la muerte lo que más miedo nos da…, sino la vida.

—¡La vida! —dijo Ibrahim, desconcertado—. Por dolorosa que pueda ser la vida, ¿no es nuestro bien más precioso? Todos nos aferramos a ella con fervor.

—Sí, nos aferramos a ella, pero no la vivimos. O, más bien, nos agarramos a la existencia. Pero existir es un hecho, mientras que vivir es un arte.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Giovanni.

—Esta sencillísima cosa: sin pedirnos nuestra opinión, Dios nos creó, nos dio el Ser. Luego existimos. Eso es un hecho y no podemos hacer nada para evitarlo. Ahora debemos vivir. Y eso depende de nosotros, pues somos llamados a convertirnos en los autores de nuestra vida. Como si se tratara de una obra de arte, para empezar, debemos quererla; luego, imaginarla, pensarla; y por último, modelarla, esculpirla, y hacerlo a través de todos los acontecimientos, dichosos o desgraciados, que sobrevienen sin; que podamos impedirlo. Aprendemos a vivir como aprendemos a filosofar o a cocinar. Y el mejor educador de la vida es la propia; vida y la experiencia que podemos sacar de ella.

—Eso lo entiendo. Pero ¿en qué nos da miedo la vida?

—Nos da miedo abrirnos plenamente a la vida, acoger su flujo impetuoso. Preferimos controlar nuestras existencias llevando: una vida estrecha, acotada, con las menores sorpresas posibles. Eso es así tanto en las moradas humildes como en los palacios. El ser humano tiene miedo de la vida y busca sobre todo la seguridad de la existencia. En resumidas cuentas, intenta sobrevivir más que vivir.Y sobrevivir es existir sin vivir… y es ya morir.

El sabio miró a sus interlocutores desplegando una amplia sonrisa. Luego continuó:

—Pasar de la supervivencia a la vida es una de las cosas más difíciles que hay. Asimismo, es muy difícil y aterrador aceptar ser los creadores de nuestra vida. Preferimos vivir como ovejas, sin reflexionar demasiado, sin correr demasiados riesgos, sin atrevernos demasiado a avanzar hacia nuestros sueños más profundos, que son, sin embargo, nuestras mejores razones para vivir. Tú existes, mi joven amigo, desde luego, pero la pregunta que debes hacerte es: ¿estoy vivo?

Las palabras del sabio, que Ibrahim le iba traduciendo simultáneamente, encontraban un profundo eco en Giovanni. Pensó que tiempo atrás, al marcharse de su pueblo para ir en busca de Elena, había elegido la vida. Había abandonado la seguridad de una existencia apacible después de todo para perseguir sus sueños, para seguir los dictados de su corazón.

Había tomado una decisión importante, se había arriesgado, había confiado en la vida. Y la vida le había hecho regalos inestimables: había puesto en su camino a Pietro y al maestro Lucius. Le había permitido encontrar y amar a Elena. Pero él lo había estropeado todo matando a aquel hombre. Después se había ido a un monasterio, sin duda para huir de la vida, porque tenía miedo de sí mismo. ¿Y por qué razón se había convertido en esclavo? Porque había embarcado en una nave con el objetivo de vengarse, se dijo. A fin de cuentas, ¿su situación actual no reflejaba el estado interior de su corazón? Seguía siendo esclavo de sus pasiones. Sí, quizá rechazaba la vida para seguir un camino de muerte. Quizá, desde su marcha de Venecia y su separación de Elena, ya no estaba vivo.

Giovanni respondió al sabio con una sonrisa, una sonrisa que era mucho más elocuente que todas las palabras. Después formuló otra pregunta:

—En el monte Athos conocí a un gran stárets ruso que afirmaba que la finalidad última de la vida humana era la divinización del hombre. ¿Compartís esa convicción?

—¡Desde luego! A uno de los más grandes maestros sufíes, al-Hallaj, lo crucificaron por haber proclamado a los cuatro vientos: «¡Soy Dios! ¡Soy Dios!».Y tenía toda la razón. La voluntad de aquel que está totalmente volcado en Dios forma una unidad con la voluntad de Alá. La mística musulmana enseña lo mismo que la mística judia y la mística cristiana. Pero eso no se le puede decir a todo el mundo, pues la vía mística es una vía peligrosa.

Giovanni frunció el entrecejo en señal interrogativa.

—Es peligrosa para los que tienen el espíritu frágil y creerán que se han convertido en Dios cuando simplemente están un poco más locos. Y es peligrosa también para los doctores de la Ley, a quienes no les gustan los que tienen la experiencia de lo divino y discuten sus decretos jurídicos.

El sabio volvió a reír de manera franca y alegre. Entonces, Ibrahim hizo una pregunta que le interesaba enormemente:

—Si es ese el objetivo de la vida espiritual, ¿cuál es el mejor camino para alcanzarlo? ¿Cuál es el camino que, sea cual sea nuestra religión, nos conduce con más seguridad al final?

—¿Qué piensas tú sobre eso? —repuso el sabio.

—Que es amar a Dios y respetar sus mandamientos —respondió espontáneamente Ibrahim.

—Sí, pero te estás refiriendo al camino del hombre religioso. El camino del hombre espiritual es más amplio y más sencillo. Atañe a los creyentes y a los no creyentes, a los judíos, a los cristianos, a los musulmanes y a los paganos. Ese camino no está descrito en ningún libro de ninguna religión, pero coincide en la cima con los mejores itinerarios descritos por los libros sagrados. Todos, hombres, mujeres, niños, ricos y pobres pueden seguirlo.

Ibrahim y Giovanni se miraron. No tenían ni idea de lo que el sufí iba a decirles. Este dirigió la mirada por encima del rostro de Giovanni, como si mirara algo a lo lejos, antes de proseguir con voz lenta y pausada:

—Veréis, amigos míos, la esencia de la vida espiritual no es conocer bien la Biblia o el Corán y honrar a Dios según los preceptos religiosos. No es ir escrupulosamente todos los días a la iglesia o a la mezquita, ni recitar oraciones y cánticos. Todo eso está muy bien, pero es la virtud de religión. Tampoco es vivir de acuerdo con las buenas normas, cumplir cada uno con su deber y no cometer faltas. Eso es muy importante, pero es más bien moral.

»La esencia de la vida espiritual está más allá de la moral y de la religión. Es a la vez mucho más sencilla y mucho más difícil de cumplir. La esencia de la vida espiritual es… decir «sí» a la vida. No con resignación, sino con confianza y amor. Así distinguimos la presencia de Dios oculta en el corazón de todo acontecimiento. Mi oficio es el de tejedor, y todo hombre debe hacer suya la confianza de los tejedores. Cada uno, a lo largo de su vida, trabaja la tela al revés, viendo solo el punto y la aguja. La belleza del tapiz no se manifiesta hasta el final, al darle la vuelta a la obra. Entonces aparece una imagen que solo Dios conocía, cuya forma y cuyo esplendor nosotros no podíamos sospechar. La confianza en ese futuro ya en marcha es el motor del camino espiritual. Y su fundamento es la apertura a la vida, a lo bueno y a lo aparentemente menos bueno que esta nos ofrece. Todas nuestras respuestas a los acontecimientos de la vida, estén inspiradas por nuestro corazón, por nuestra religión o por nuestra moral, y por mínimas que sean, trazan la línea de una forma misteriosa que nos supera y cuyo sentido solo percibiremos después de la muerte…, cuando estemos por fin en el seno de Dios. Entonces solo habrá amor.

VI Venus

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