Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—Hace más de dos meses, por san Miguel.
Don Theodoro intentó leer las primeras líneas de la octava hoja, pero le ardían los párpados. Los ojos le dolían y le lloraban tanto que tuvo que parar varias veces.
No le quedaban fuerzas para finalizar la lectura de las dos últimas hojas. Pero, en el fondo, no le importaba. Así que, apretando la carta con sus dedos descarnados como garras de águila, el viejo alargó la mano hacia la chimenea y arrojó al fuego con rabia el estudio de Lucius. Envueltas en una alta llama amarilla, las hojas se abarquillaron. Se elevó una columna de humo y un olor de papel quemado empezó a extenderse por la habitación.
Jamás un olor había deleitado tanto el olfato de don Theodoro. El abad exhaló un profundo suspiro y alzó los ojos al cielo.
—¡Gracias, Señor, por haber accedido a mi súplica e impedido que esta carta maldita caiga en manos impías! ¡Aunque sean las del Papa! Ninguna mente perversa podrá ahora intentar rebajar la divinidad de Tu Hijo al rango de simple humano, cuyo carácter y cuyo destino estaban escritos en los astros. Porque es inconcebible que Tu divino Hijo, el Verbo hecho carne, el Redentor del mundo, pudiera haber estado sometido en su humanidad a las fuerzas del cosmos, contrariamente a lo que pensaba ese astrólogo hereje extraviado por su filosofía humanista.
Fray Gasparo entró precipitadamente en la cripta. Con el rostro encendido, corrió hacia el prior y Elena y les dijo sin preámbulos:
—¡Parece que la niña se ha salvado! La fiebre ha bajado de repente y la criatura ha recobrado el conocimiento. ¡Pregunta por su madre!
El corazón de Elena estuvo a punto de estallar de alegría. Aunque sintió deseos de ir inmediatamente al lado de su hija, permaneció unos segundos más recogida ante el icono. Como el viejo y fanático abad en el mismo instante, daba gracias a Dios por el milagro que sin duda alguna acababa de obrar.
L
os caballos se detuvieron en la linde del claro. Mientras los dos sirvientes y el campesino que los guiaba ataban las monturas a las ramas de un castaño, Elena avanzó en dirección a la cabaña abandonada.
Su hija estaba curada, pero, por precaución, la había dejado bajo los cuidados del médico y del monje enfermero. Era el último día que iba a pasar en los Abruzzos antes de regresar a Venecia y quería ir sin falta a ese lugar que tanto había influido en la vida de Giovanni. A cambio de unas monedas, el jefe del pueblo vecino había aceptado acompañarlos.
Elena inspeccionó los restos carbonizados de la casita.
—Aquí es donde lo encontramos —dijo el viejo Giorgio, señalando la trampilla cubierta de hojas secas y de tierra polvorienta—. Estaba totalmente desnudo y tumbado sobre un jergón. Una vez que lo sacamos de ahí, purificamos esta maldita cabaña mediante el fuego.
Elena insistió en que la dejaran sola unos instantes. Los tres hombres aprovecharon la ocasión para llevar los caballos al río. Ella caminó a paso lento por las inmediaciones de las ruinas de la casa.
Su mirada buscaba algo. De pronto, se detuvo sobre un pequeño montículo de tierra. Con el corazón palpitante, se acercó.
—¡Sin duda es aquí! —exclamó al ver la pequeña cruz de madera clavada en el suelo.
La miró largo rato antes de arrodillarse sobre la tumba. Permaneció unos minutos así, recogida, y luego murmuró:
—¡Amor mío, si supieras cómo siento la tristeza que te invadió cuando descubriste la tumba de tus amigos!
Elena rasgó la costura de una bolsita que llevaba escondida bajo el corpiño, escarbó un poco la tierra con las dos manos y esparció el contenido de la bolsa sobre la tumba. Mientras mezclaba las cenizas de Giovanni con la tierra, le dijo:
—Creo que te habría gustado que tu cuerpo repose junto al de ellos. Había guardado estas cenizas, pero prefiero conservarte vivo en mi memoria. Que se mezclen con la tierra que ha acogido a los que te dieron las llaves de la vida.
Cerró los ojos, tocando la tierra con las dos manos.
—¡Te veo tanto en tu hija! Tiene tus ojos, tu boca, tu sonrisa. Tengo muy a menudo la impresión de estar frente a ti. ¡Qué regalo me hiciste dándome esta niña e intercediendo por su curación! Así, un poco de ti estará siempre conmigo. Doy gracias en todo momento al Cielo por este presente, como también se las doy por el hijo que le has dado a Esther.
Un crujido de ramas la interrumpió. Pensando que los sirvientes regresaban, se volvió. Para su gran sorpresa, descubrió la figura de un perro. El animal avanzaba lentamente y empezó a enseñar los dientes, con la cola y las orejas gachas.
Elena tuvo miedo. El animal se comportaba como si tuviera por misión proteger el lugar. El perro seguía avanzando hacia ella sin parar de gruñir. Elena permanecía inmóvil. Observó que cojeaba.
De pronto, una idea cruzó por su mente. Mientras el animal se acercaba a ella, cada vez más amenazador, buscó en su memoria. El perro estaba ya a dos metros de ella y parecía dispuesto a saltar.
—¡Noé! —gritó Elena.
El animal se detuvo y levantó las orejas.
—¡Noé! —repitió Elena en un tono más bajo—. Eres tú, ¿verdad?
Tras un instante de vacilación, el perro movió el rabo. Elena abrió los brazos sonriendo.
—¡Ven, Noé!
El perro dejó escapar un gemido y avanzó cojeando hacia la joven. Elena lo abrazó llorando. Noé le lamió las manos y la cara ladrando de alegría. Hacía dos años que no había oído su nombre, pero no lo había olvidado.
Agazapada en el bosque a unos treinta de metros de allí, una mujer observaba la escena con emoción. Se había ocupado del perro durante esos años sin saber cuál era su nombre. El animal rondaba a menudo en torno a la antigua cabaña de Giovanni. Instintivamente, comprendió quién era aquella mujer que estaba arrodillada ante la tumba.
La miró con amor.
PostfacioVars, marzo de 1991 —Monte Sant'Angelo, agosto de 2006
Pasando por París, Cháteaurenard, Fontaine le Port,
Roma, Sulmona, San Giovanni in Venere, el monte
Athos, Jerusalén, Boquen, los Meteoros, Venecia, Chipre,
Fontaine la Louvet, Pouzillac, Le Citiot, Forcalquier,
Argel, Die, Córdoba, Essaouira y Malicorne.
Nadie conoce el contenido íntegro del
Yefr
de al-Kindi, obra de predicciones astrológicas perdida para siempre. Lo que yo le atribuyo aquí acerca del horóscopo de Jesucristo es absolutamente ficticio.
Sin embargo, el 10 de septiembre de 1327, el poeta y astrólogo italiano Cecco d'Ascoli fue quemado por la Inquisición de Florencia por hereje. Se le acusaba de haber intentado establecer el tema astrológico de Jesucristo.
En 1614, Johannes Kepler, uno de los padres fundadores de la astronomía moderna, a la vez que cristiano convencido y defensor incondicional de la astrología, publicó el
De Vero Anno quo Aeternus Dei Filius Humanam Naturam in Utero Benedictae Virginis Mariae Assumpsit,
donde afirma que Jesucristo tuvo que nacer durante la conjunción Júpiter-Saturno en Piscis que tuvo lugar hacia el año 6 antes de nuestra era. Así pues, Kepler sostiene, por razones astrológicas, que la fecha oficial del nacimiento de Jesús es con toda probabilidad varios años anterior a la fecha oficial del calendario cristiano. En represalia, su madre fue acusada de brujería por la Inquisición y estuvo encarcelada catorce meses.
La crítica histórica moderna confirma la hipótesis de Kepler. Los Evangelios dicen, efectivamente, que Jesús nació durante el reinado de Herodes el Grande, y actualmente sabemos con certeza que el monarca judío murió en el año 4 a.C.
Los cálculos astronómicos efectuados mediante ordenador confirman asimismo que hubo una gran conjunción Sol-Venus— Júpiter-Saturno en Piscis en el año 6 a.C. La noche del 1 de marzo, la Luna coincidía también con esos astros.
¿Cómo no expresar toda mi gratitud a Marie-Dominique Philippe, O.P., que fue mi primer «maestro vivo» y me inició, hace ya veinticinco años, en la sabiduría filosófica y la mística cristiana?
Gracias también a mi padre René el Argelino, que puso en mis manos
El banquete
de Platón cuando yo tenía quince años, así como a mi madre Élisabeth, que a la misma edad me descubrió la astrología y que ha leído este manuscrito con ojo atento.
Tengo que agradecer desde lo más profundo de mi corazón a mis queridos amigos que me hayan hecho partícipe de sus críticas y juiciosos consejos: Nawel Gafsia; Karine Papillaud; Samuel Rouvillois, amigo de toda la vida; Aurélie Godefroy; Elsa Godart; Sophie Poitou, y Violette Cabesos, mi cómplice de
La promesa del ángel.
Mi agradecimiento en particular para Fabienne de Lambilly, que me guió con pericia por Roma y los Abruzzos y compartió conmigo enriquecedoras observaciones. Tengo también un recuerdo amistoso y agradecido para Jean-Francois Colosimo, que tan bien supo descubrirme el monte Athos y los Meteoros, y para S.L. y su equipo, así como para Myriam Brough, en recuerdo de una estancia inolvidable en Argel.
Un profundo reconocimiento también para Frangoise Chaffanel, Muguette Vivían y Patricia Aubertin por sus pertinentes observaciones, así como para Alexis Chabert por el dibujo de las cartas astrales, a Denis Félix, fotógrafo del alma, y a André Barbault, Philippe Dautais, Annick de Souzenelle y Paule Ryckembeusch, los iluminadores.
Quisiera, por fin, dar gracias calurosamente a Francis Esménard, mi editor y primer lector atento, que no ha dejado nunca de apoyarme con convicción y amistad desde que escribí mi primera novela.