Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—¡Por supuesto! La ciudad rebosa de mujeres de vida alegre. Esclavas cristianas vendidas por sus amos e incluso musulmanas repudiadas, viudas y sin otros recursos. Pero nos están vedadas, puesto que no podemos pasar la noche fuera del presidio.
Georges hizo una pausa antes de continuar en un tono confidencial:
—Es posible llegar a un acuerdo con los jenízaros y los patrones a cuya casa vas a trabajar al final de la jornada para estar con una mujer. Pero es muy caro y hay que tener muchas ganas de cambiar un mes de sudor por diez minutos de placer.
—¡A qué nos vemos reducidos! —masculló Emanuel—. ¡Quiera Dios liberarnos lo antes posible de este infierno!
—Eso dependerá sobre todo de la prisa que se den vuestros familiares en pagar vuestro rescate. ¡Y de la suerte de que llegue a manos del bajá!
Emanuel y Giovanni intercambiaron una sombría mirada. Como habían mentido al reis de la nave y al bajá, no había nada que esperar por ese lado. Giovanni incluso pensó que había que organizar cuanto antes la evasión, pues, tan pronto los emisarios del bajá volvieran con las manos vacías de Italia, los corsarios les harían pagar caro su embuste. Conocía poco a Georges, pero intuía que podía confiar en él. Así pues, se arriesgó a ser sincero. Miró a Emanuel con una expresión de complicidad. Este último entendió el mensaje y asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—Georges, tenemos que contarte algo importante —murmuró Giovanni acercándose al francés para estar seguro de que ningún oído indiscreto pudiera oírlo.
E
stamos pensando en escapar cuanto antes de aquí —dijo Giovanni ante la mirada aprobadora y un tanto inquieta de Emanuel.
Georges guardó silencio un buen rato, pasado el cual dijo mascullando:
—Os comprendo, amigos míos. Yo debería haberlo hecho hace años. Ahora, ya no tendría valor. Es muy arriesgado y la mayoría de las tentativas acaban en fracaso. Ya he asistido a varias sesiones de azotes. Los gritos de los torturados son insoportables, y los desdichados no pueden poner los pies en el suelo durante varias semanas. La idea de semejante sufrimiento me quita las ganas de escapar.
—¡No puedes resignarte a acabar tus días en este presidio apestoso, lejos de los tuyos! —repuso Giovanni.
—Desde hace ocho años sueño todos los días con reunirme con ellos y nos veo a todos juntos. Pero no tengo valor para intentar fugarme y vivo de mis sueños.
—Aunque tú hayas renunciado a fugarte, ¿tienes alguna idea de cuál es la mejor manera de intentarlo?
—Claro. También pienso en eso todos los días. En realidad, es imposible escapar sin cómplices. Los únicos cautivos que conozco que consiguieron escapar se fueron por la noche y subieron a bordo de un destartalado esquife que los esperaba en una pequeña cala cerca de la ciudad.
—¿Cómo se pueden encontrar esos cómplices?
—Hay dos soluciones. O bien hacer llegar un correo a cristianos de las ciudades de Bejaia o de Oran, que están a solo unos días en barca de Argel, para que nos esperen en un lugar y un día acordados, o bien pagar muy cara la complicidad de un argelino para que nos saque de la ciudad. Pero eso equivale casi a pagar tu rescate y es también muy arriesgado.
—Prescindamos de la segunda solución. ¿A quién podemos escribir para recibir ayuda exterior?
—Desde las cruzadas, existen dos órdenes religiosas cuya vocación es liberar a los cristianos caídos en manos de musulmanes: la orden de la Santa Trinidad y la orden de Nuestra Señora de la Merced. Su actividad principal es recoger fondos entre la cristiandad para rescatar esclavos. Pero Barbarroja se ha negado varias veces a liberar cautivos por los que se ha pagado el debido rescate y ya no envían dinero al bajá de Argel. En cambio, si les llega un correo con muchos detalles convincentes sobre la identidad de los esclavos, no dudan en acudir a un
impresario
para fletar una gran barca y venir a recoger de noche a los evadidos. Eso solo es posible en verano y cuando hay luna llena para poder navegar sin riesgos.
—¡Es una solución excelente! Pero ¿cómo podemos hacerles llegar un correo desde el presidio? —preguntó Giovanni, que intuía que las cosas no debían de ser tan sencillas.
—Has puesto el dedo en la llaga —respondió Georges sonriendo—. También para eso hay que comprar a un cómplice. Se puede recurrir a un esclavo cristiano, el cual entregará el mensaje a una caravana que parta para Orán o Bejaia. El precio es razonable, pero el riesgo de que la carta sea interceptada es muy grande. Los esclavos, fácilmente identificables, reciben entonces trescientos latigazos. ¡He visto eso más de una vez!
Giovanni miró a Emanuel, quien bajó los ojos.
—Debemos pensarlo bien —dijo el calabrés—. Pero te confieso que no quiero enmohecerme aquí mucho tiempo más. Si decidimos irnos, ¿tú podrías ponernos en contacto con uno de esos esclavos cristianos?
—Desde luego. Y ya puedo deciros que os costará doscientas piastras.
Emanuel miró a Giovanni con expresión aterrada.
—¡Estamos muy lejos de tener esa suma!
—Si trabajáis los dos todos los días en casas particulares, dentro de algo menos de un año habréis reunido ese dinero —dijo Georges.
Los tres amigos fueron interrumpidos por un grupo de esclavos que se sentaron a beber a su mesa.
Esa noche, Giovanni no pudo conciliar el sueño. No paraba de pensar en ese plan de evasión y reflexionaba en la manera de conseguir lo antes posible la suma necesaria. Porque sabía que no podía esperar un año.
Al día siguiente por la tarde, cuando regresaba del fuerte, un esclavo negro fue a buscar a Giovanni para llevarlo al palacio del bajá, ante el intendente. Una vez en la Jenina, después de haber atravesado un gran patio con árboles frutales y estanques decorados con plantas aromáticas, los dos hombres entraron en una habitación espaciosa donde Ibrahim recibía a sus invitados. El esclavo invitó a Giovanni a sentarse en una banqueta mientras esperaba la llegada del intendente y le ofreció leche de camella y dátiles frescos. Giovanni aceptó encantado. Sentado sobre un cómodo cojín de terciopelo rojo, admiró las paredes de mármol decoradas con tres letras árabes.
Ibrahim apareció de pronto en el hueco de la puerta. Iba acompañado de un hombre un poco mayor que él, vestido con gran sencillez.
—¡Ah, señor Da Scola! Espero que las condiciones de vida en el presidio os resulten soportables.
—No sabría qué deciros. Todavía sigo con vida, pero confieso que estoy impaciente por salir de ese lugar.
Ibrahim se sentó en otra banqueta, no lejos de su invitado. El otro hombre se acomodó a su lado.
—Eso solo depende de vos, amigo mío. O más bien de la generosidad de vuestros familiares. Esa es la razón por la que os he hecho venir. Debemos calcular entre los dos el importe de vuestro rescate.
Ibrahim se volvió hacia su acólito y prosiguió:
—Os presento a Isaac, uno de mis emisarios judíos encargado de negociar el rescate con los yuestros. Habrá que darle una carta y muchos detalles para que encuentre a vuestra familia. Creo que sois de Calabria, ¿no?
Giovanni notó que unas gotas de sudor producido por la angustia resbalaban por su frente. La trampa en la que se había metido empezaba a cerrarse. Se preguntó si no valdría más confesar de inmediato su impostura a aquel hombre afable. Pero enseguida recordó lo que Georges le había dicho sobre la importancia entre los musulmanes de la palabra dada.
A buen seguro, le harían pagar cara su mentira, sin duda condenándolo a remar en una galera, y su evasión sería entonces todavía más problemática. No, solo había una solución: seguir el juego lo mejor posible y tratar de fugarse antes de que el judío volviera e informara al bajá de la superchería.
—Haré todo lo que deseéis para obtener la liberación —contestó Giovanni—. Pero ¿sabéis cuánto tiempo más tendré que esperar?
Ibrahim se volvió hacia Isaac. El hombre se acarició la barba con ademán lento y tomó la palabra para hablar en un excelente italiano que contrastaba con el marcado acento y la pobreza de vocabulario del intendente.
—Saldré dentro de una semana para el reino de Nápoles y de Sicilia. Tengo que negociar la liberación de cuatro cautivos. Entre el viaje y el tiempo que tarde en recibir el dinero, no estaré de vuelta antes de unas tres lunas.
—¿Qué son unos meses en la vida de un hombre, aunque sea esclavo, cuando sabe que muy pronto va a recuperar la libertad? —dijo Ibrahim sonriendo.
Giovanni permaneció callado, consciente de que le sería imposible reunir las doscientas piastras en tan poco tiempo. Tendría que encontrar otra solución para su plan de fuga.
Ibrahim hizo una seña al esclavo, que tendió de nuevo el plato de dátiles a Giovanni y le llenó el vaso. Después interrogó minuciosamente al joven sobre su fortuna y la de sus padres. Giovanni se lo inventó todo. Tras un interminable intercambio de frases en árabe con el judío, el intendente del bajá acabó por establecer el precio de su rescate y el de su sirviente en cien ducados de oro. Giovanni no tenía realmente la menor idea de la importancia de esa suma. Luego, Isaac lo interrogó sobre su ciudad y su casa. Giovanni demostró de nuevo imaginación y dio infinidad de detalles precisos para guiar al emisario del bajá hasta su presunta casa. Finalmente, el esclavo llevó a Giovanni un escritorio, una hoja y una pluma. Ibrahim le dictó la carta que debía escribir a sus padres, puesto que había asegurado que no estaba casado, cosa que él hizo sin pestañear, subrayando, como se le pedía, el precio del rescate y exagerando los malos tratos que sufría a fin de suscitar la compasión de sus allegados. Una vez redactada y firmada la carta, Isaac se despidió de los dos hombres y salió de la habitación con la misiva.
Ibrahim miró el grillete que rodeaba el tobillo derecho de Giovanni y vio una llaga purulenta. Llamó a otro esclavo y le pidió que trajera cataplasmas cicatrizantes. Mientras esperaban, preguntó a Giovanni qué pensaba de al-Yazair.
—Es una ciudad muy bonita —respondió con sinceridad el joven—. Debe de ser muy agradable vivir en ella como hombre libre.
—Nada os impedirá quedaros una vez liberado —repuso Ibrahim con una sonrisita maliciosa—. Algunos antiguos cautivos prefieren vivir aquí que volver a su casa.
—Yo amo a los míos y mi país —contestó Giovanni.
—Por supuesto, lo decía por decir. Además, tendríais que convertiros a nuestra religión, cosa que quizá tampoco deseáis hacer.
Giovanni no contestó. Posó la mirada en las paredes y preguntó a su anfitrión por las letras árabes que las decoraban.
—Son las letras «alif», «lam» y «ha», que designan a Dios. En uno de los versículos más importantes del Corán,
la ilaha illa Allah
,
que significa «no hay más Dios que Alá», solo figuran estas tres letras. Al contrario que vosotros, los cristianos, nosotros no solo nos negamos a representar a Dios, a fin de evitar la idolatría, sino también toda imagen humana. Nuestra única manera de figurar la divinidad consiste en escribir en libros, paredes u objetos determinadas letras o determinados versículos del Corán.
—Me parece bastante sensato —dijo Giovanni, pensando en el rostro de Elena que había pintado inconscientemente en el personaje de la Virgen María—. Por cierto —añadió—, ya que tengo el privilegio de poder hablar con el gran servidor del bajá, ¿podría haceros una pregunta relativa a Jayr al-Din y el sultán Solimán?
—Adelante.
—Resulta que en Italia tuve ocasión de conocer fugazmente a la bella Giulia Gonzaga.
Ante la evocación de ese nombre, Ibrahim prestó más atención.
—Un amigo suyo, el filósofo Juan de Valdés, me contó más tarde su increíble historia. ¿Es verdad que Barbarroja intentó raptarla para regalársela a Solimán, quien al parecer había oído hablar de su extraordinaria belleza?
Ibrahim permaneció unos momentos impasible, mirando a su interlocutor a los ojos. Luego respondió en voz baja:
—Las cosas no sucedieron exactamente así. ¿Habéis oído hablar de Roxelana, la favorita del harén del gran sultán, y de Ibrahim, el gran visir?
—No.
—Pues, si os gustan las historias de intrigas cortesanas, no os sentiréis decepcionado.
Ibrahim se interrumpió para dejar al esclavo aplicar las cataplasmas en el tobillo magullado de Giovanni. Después le propuso aprovechar el fresco del final del día para pasear por el jardín.
—Lo que voy a contaros lo sabe hoy todo el mundo, tanto en Estambul como aquí, pero en su momento fue una de las intrigas más rocambolescas tramadas en la corte del sultán. Todo empezó con la rivalidad que enfrentaba a los dos personajes que tenían más influencia en nuestro amado Solimán, justamente llamado «el Legislador». Estaba, por un lado, Ibrahim, el gran visir y sobre todo el amigo más querido del sultán. Ibrahim era un cristiano, hijo de un pescador griego, que fue raptado a la edad de doce años por unos piratas turcos y vendido como esclavo a una viuda que lo llevó a Manisa, cuyo gobernador era entonces Solimán.
»E1 futuro sultán fue seducido por la belleza y la inteligencia del joven esclavo, que manejaba de maravilla el verbo, cantaba odas y componía poemas. Lo tomó a su servicio y lo nombró jefe de su cámara privada, para gran escándalo de la corte. Al hacerse musulmán, Ibrahim recibió las enseñanzas de los mejores maestros y aprendió numerosas lenguas. Cuando Solimán sucedió a su padre, Ibrahim lo acompañó a Estambul y se convirtió rápidamente en el segundo personaje oficial del palacio, lo que provocó celos y rencor entre los altos dignatarios del diván. De hecho, Ibrahim solo tenía un rival capaz de ser escuchado por el sultán al menos tanto como él y, en consecuencia, de contrariar sus planes, sobre todo en lo tocante a las relaciones diplomáticas con los reinos cristianos, terreno que le apasionaba por encima de todo. Seguramente, a causa de sus orígenes. Y ese rival era una mujer, la favorita del harén: Roxelana.
El intendente propuso a Giovanni sentarse al borde de un estanque y pidió a un esclavo que les llevara un vaso de zumo de frutas. Al ver en la mirada de Giovanni el interés que suscitaba en este el relato, prosiguió con deleite:
—La historia de la favorita, absolutamente verídica, es digna de nuestros más bellos cuentos. Según dicen, la mujer se llamaba Alexandra y era nativa del sudoeste de Rusia. Hija de un pope ortodoxo, fue raptada a la edad de diez años por los tártaros, quienes la vendieron a los turcos. Debido a su blanquísima piel y a lo exótico de sus cabellos rojos, fue finalmente comprada por la sultana madre con intención de incorporarla al harén de su hijo. A causa de su origen ruso, la llamaron Rosa y más tarde Roxelana. Fue convertida al islam y aprendió turco. Cuando era núbil, la sultana la confió a la
haznedar ousta
, la «maestra de la mano izquierda», quien le enseñó cómo responder a todos los deseos de su futuro señor. Le explicó que muy pronto sería presentada al sultán en compañía de una decena de nuevas jóvenes vírgenes. Si Solimán dejaba caer su pañuelo delante de ella, eso significaba que se acostaría con él esa misma noche.