El Oráculo de la Luna (42 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Emanuel y Georges lo miraron atentamente.

—Ya que somos tres, ¿no podríamos ser cuatro?

—¿En quién estás pensando? —murmuró Emanuel, súbitamente inquieto.

—En el joven Pippo.

Los dos hombres abrieron los ojos con expresión de sorpresa.

—Es indudable que esa criatura querrá huir para siempre de este lugar maldito.

—Desde luego. Pero eso supone correr un riesgo suplementario —repuso Georges.

—¿Cuál? —preguntó Giovanni.

—En realidad, yo veo dos. Imagina que te dice que sí y luego vende la información a los turcos a cambio de su libertad o, al menos, de su salida del presidio. Es una posibilidad que no se puede descartar. Por otro lado, no trabaja con nosotros en el
funduq
, por lo que será más complicado incluirlo en nuestra evasión.

—Todo eso exige reflexión —dijo Emanuel con aire dubitativo.

—He pensado en esos dos puntos, por supuesto —dijo Giovanni—. Mi idea es pagar a su patrón, a nuestro jenízaro, Mehmet, y al propietario del
funduq
, y llevarlo con nosotros mañana por la tarde. Les daremos a entender que queremos tener relaciones con el chiquillo en una habitación de la casa. Fuiste tú mismo, Georges, quien me dio la idea cuando me contaste que era una práctica bastante corriente que algunos esclavos del presidio hicieran que les llevasen putas a las casas privadas donde acostumbran a trabajar. Una vez solos con el muchacho, le proponemos que nos acompañe. Si se niega, lo dejamos allí, e incluso lo amordazamos si intuimos algún peligro. Si acepta, nos vamos los cuatro.

—Tu idea no es absurda y presenta una ventaja: nos dejarán solos a los cuatro en una habitación, lo que facilitará la fuga —contestó Georges tras un breve momento de reflexión.

—Yo soy escéptico —dijo Emanuel—. ¿No teméis que Mehmet o Mustafa nos denuncien al intendente por esa práctica que está terminantemente prohibida por la religión musulmana? En lugar de fugarnos, nos encontraremos en un calabozo todavía más sórdido.

—Es verdad que ese riesgo existe —repuso Georges—, pero es mínimo. Mustafa no nos denunciará porque él mismo se entrega a esas prácticas y no le interesa. Mehmet solo piensa en el dinero y no se rige por ninguna religión ni moral ni personal. En cuanto al propietario del
funduq
, ya ha aceptado dinero de mis propias manos para dejar entrar a una puta en una de sus habitaciones.

Giovanni y Emanuel lo miraron con sorpresa.

—Está bien, lo confieso: a veces he cedido al deseo de poseer a una mujer. ¡Qué queréis! Ocho años lejos de la mía es demasiado.

—No te juzgamos, Georges. Seguramente nosotros acabaríamos haciendo lo mismo al cabo de unos meses —dijo Giovanni, divertido—. ¡Pero parecías tan alejado de eso, y hasta casi asqueado, cuando nos hablabas del asunto refiriéndote a los otros esclavos!

—La cuestión es que eso responde a mis preguntas —dijo Emanuel, más serio—. Dadas las circunstancias, no tengo ninguna objeción a que llevemos a cabo el plan de Giovanni. A mí también me parte el corazón la situación de ese niño.

—Muy bien —dijo Giovanni—. Nos quedan ciento ochenta piastras. Georges, ¿cuánto crees que hay que ofrecer a unos y a otros para que acepten el trato?

—Para no correr ningún riesgo y evitar una negociación un poco larga, divide la suma en tres partes: cincuenta para el tabernero, cincuenta para el jenízaro y cincuenta para el moro. A ese precio, ninguno se negará, y te quedarán treinta piastras por si surge alguna dificultad imprevista.

—Muy bien. Yo me ocupo ahora de Mustafa. Te dejaré hacer a ti mañana con los otros dos.

Giovanni cogió ochenta piastras y le dio el resto a Georges; luego se dirigió hacia el tabernero y le dijo que quería hablar un momento a solas con él. El hombre aceptó refunfuñando.

Giovanni no tardó en regresar a la mesa de sus amigos.

—Ha puesto cara de sorpresa al oír mi petición y ha empezado por fingir que no entendía de qué estaba hablando. Pero, cuando ha visto el dinero, me ha dicho: «Llevaos al chico mañana por la noche y haced lo que queráis con él, pero, si os pillan, yo negaré haber recibido dinero y estar al corriente de vuestro plan».

—No me extraña de él —dijo el francés—. Hablaré con Mehmet mañana, justo antes de salir, para que no tenga tiempo de pensar demasiado.

—Excelente —concluyó Emanuel.

Ninguno de los tres cómplices pudo pegar ojo en toda la noche, la última, esperaban, en aquel lugar maldito. Uno tras otro, acabaron de limar discretamente el primer eslabón de la cadena hasta dejarlo a punto para que cediera al darle un enérgico golpe. Durante el día, trabajaron en las obras habituales, atentos sobre todo a evitar herirse o ser castigados, lo que podría comprometer su plan nocturno.

Finalmente llegó el momento fatídico. El muecín convocó a la oración de la tarde y los cautivos regresaron al presidio. Giovanni se dirigió a la taberna. Estaba muy nervioso y temía que Mustafa hubiera cambiado de opinión. De hecho, el tabernero le pidió inmediatamente veinte piastras más. Giovanni dio media vuelta para irse, después de asegurar que renunciaba a su plan. Mustafa lo persiguió y acabó por ceder, susurrándole al oído que, después de haber probado al muchacho, sin duda le pagaría un buen tercio más la próxima vez. Giovanni tuvo que contenerse para no pegarle.

El tabernero llamó a Pippo y le ordenó, sin más explicaciones, que acompañara a Giovanni y le obedeciera en todo. El muchacho dirigió una mirada sombría al calabrés y lo acompañó hasta la salida del presidio, donde Mehmet, Emanuel y Georges los esperaban. En cuanto vio la mirada lúbrica de Mehmet y su sonrisa de complicidad, Giovanni comprendió enseguida que el trato había sido cerrado.

Los cuatro hombres y el chiquillo atravesaron la kasbah. Era evidente que Pippo no salía nunca del presidio, pues parecía a la vez aterrorizado y maravillado por todos aquellos vendedores, aquellos objetos, aquellos perfumes, aquellos colores. Cuando llegaron al
funduq
, Georges fue en busca del propietario mientras los otros esperaban en el patio. A Giovanni le alarmó que Mehmet mirara a Pippo de un modo extraño. Al cabo de unos diez minutos, Georges volvió acompañado del moro, que le dijo algo en árabe a Mehmet. Acto seguido, el jenízaro se encaminó hacia el primer piso del edificio, haciendo un gesto a los otros para que lo siguieran. Georges guiñó un ojo para indicar a sus amigos que todo había ido como estaba previsto. Mehmet abrió una puerta y dejó entrar a los tres amigos y al niño en la vasta estancia. Pippo parecía especialmente nervioso y posiblemente empezaba a intuir la suerte que le esperaba. Pero, para sorpresa de los cristianos, Mehmet entró también en la habitación. Georges le recordó los términos del acuerdo, pero el jenízaro no quiso atender a razones y les dijo que quería aprovechar también la situación. Ante el giro que tomaban los acontecimientos, Giovanni se jugó el todo por el todo y le dio una palmada amistosa en el hombro al turco. El jenízaro se relajó y se quitó el grueso cinturón. Luego se arrellanó en un diván e indicó a los cautivos que empezaran. Giovanni continuó interpretando el papel que había asumido y fue a instalarse despreocupadamente al lado del jenízaro, después de decirle a Georges que se ocupara del muchacho. Este último estaba postrado en un rincón de la habitación. El francés se dirigió hacia él y lo condujo de la mano hacia el diván que quedaba frente al del turco y Giovanni. Pippo lo siguió a regañadientes y con la mirada gacha. En ese momento, Giovanni se volvió hacia Mehmet y le tapó la cara con un cojín. Emanuel y Georges se precipitaron sobre el jenízaro. Georges cogió un taburete y le asestó un fuerte golpe en la cabeza.

—Todavía vive —afirmó Emanuel, apoyando la cabeza contra el pecho del turco.

—Para mayor seguridad, amordacémosle y atémosle las manos y los pies con sus cordones —dijo Georges.

Mientras ellos se ocupaban del jenízaro, Giovanni se acercó a Pippo y le habló en italiano, su lengua natal. El niño parecía aún más aterrorizado que antes.

—No temas. Le hemos mentido a tu patrón y al moro. Te hemos traído aquí para proponerte escapar con nosotros. Esta noche, unos cristianos nos esperan en una barca. ¿Quieres irte del presidio?

El chiquillo permaneció boquiabierto y se puso a temblar. Giovanni insistió:

—¿Entiendes lo que te digo?

Al cabo de unos instantes, Pippo movió enérgicamente la cabeza de arriba abajo.

—¿Quieres escapar con nosotros? ¿Sabes que, si nos pillan, recibiremos trescientos latigazos cada uno?

Pippo miraba fijamente a Giovanni con cara de pasmado.

—Tienes que decidirte, Pippo. ¿Quieres intentar, como nosotros, volver a tu casa y reunirte con tus padres?

El chiquillo estaba paralizado.

Georges interrumpió a Giovanni:

—¡Hecho! El turco ya no está en condiciones de perjudicarnos. Pero tenemos que irnos corriendo. Voy a buscar las chilabas.

El francés salió de la habitación. Giovanni aprovechó para seguir apremiando al muchacho.

—Vamos a irnos. Todavía tienes unos instantes para decidirte. Si te niegas a acompañarnos, volverás al presidio y tu patrón seguirá maltratándote. Si vienes, tienes una posibilidad de recuperar la libertad, o bien de que te pillen y te apliquen un severo castigo.

Emanuel y Giovanni acabaron de limar su cadena, que cedió fácilmente. Georges no tardó en volver con tres chilabas.

—No he encontrado ninguna para el niño, pero no lleva grillete y pensarán que es un esclavo que nos acompaña.

El francés limó también su cadena. Ante la mirada atónita de Pippo, los tres hombres se pusieron las chilabas, que los cubrían de la cabeza a los pies.

—¡Así nadie se dará cuenta de que somos rumies! —exclamó Emanuel, encantado.

Giovanni se acercó de nuevo a Pippo y lo asió por los hombros.

—Bueno, hijo, ¿qué has decidido?

El chiquillo permaneció callado.

—¿Quieres venir con nosotros o no?

Sin apartar los ojos de los de Giovanni, Pippo inclinó la cabeza lentamente en señal afirmativa.

—¡Eres un chico valiente! —dijo Giovanni, loco de contento—. ¡Ojalá vuelvas a estar muy pronto con tu familia!

Precedidos por Georges, que conocía perfectamente la casa, los cautivos bajaron la escalera y atravesaron el patio, afortunadamente desierto a aquella hora. Consiguieron salir a la calle e incorporarse al flujo de gente. Confundidos con la multitud, salieron de la ciudad sin sufrir ningún percance y caminaron en dirección al cabo Matifou. Cuando el sol empezó a desaparecer en el horizonte, oyeron a lo lejos la llamada a la oración y se dijeron que no tardarían en descubrir su fuga. Cuando la noche cayó, llegaron por fin al cabo. La luna se alzaba en toda su plenitud sobre el mar. Solo tenían que esperar, agazapados detrás de una roca, la llegada de la barca.

Aguardaron varias horas. Cruzaron pocas palabras, pero compartían la misma angustia sorda: que sus libertadores no acudieran a la cita. Mirando los rayos del astro de la noche danzar sobre la espuma, Giovanni pensó en Luna. Muchas de las cosas anunciadas por la bruja se habían cumplido. Pero no había hablado ni de presidios ni de esclavitud. Si existía el destino, ¿cuál era el suyo esa noche en que cualquier cosa podía pasar? Si todavía hubiera creído en Dios, sin duda alguna habría rezado, como debían de estar haciendo Georges y Emanuel.

De pronto, Pippo, que estaba apostado sobre un pequeño montículo, gritó:

—¡Una barca!

Los tres amigos se levantaron de un salto y miraron el punto que señalaba el chiquillo con el brazo extendido.

—¡Ahí están! ¡No nos han abandonado! —exclamó, exultante, Georges, antes de abrazar a Giovanni.

La embarcación se acercaba lentamente a la costa. Solo faltaban unos minutos para ser por fin libres. Mientras sus ojos brillaban de alegría, incapaces de apartarse de aquel punto que avanzaba en el mar, sus oídos se estremecieron de terror, al oír un confuso alboroto procedente de las dunas. Se volvieron, estupefactos, e inmediatamente vieron a unos soldados que avanzaban con rapidez hacia ellos.

—¡La milicia! ¡Los jenízaros! ¡Estamos perdidos! —murmuró Emanuel.

—¡No, arrojémonos al agua y nademos hasta la barca!

Giovanni se zambulló, y Emanuel y Pippo lo siguieron sin pensárselo dos veces. Tras una veintena de brazadas, Giovanni oyó un grito. Al volverse, vio con horror que Georges, que había sido el último en zambullirse, se estaba ahogando.

—¡Seguid! No os detengáis, yo me ocuparé de él —dijo a sus compañeros.

Mientras Emanuel y Pippo continuaban avanzando hacia la barca, Giovanni dio media vuelta y agarró al francés, que se debatía como un demonio para no hundirse.

—¡No… no sé nadar! —acertó a decir Georges mientras Giovanni se colocaba debajo de él para transportarlo.

—¡Deja de moverte o nos ahogaremos los dos! —gritó Giovanni.

Pese a la advertencia, el francés no conseguía calmarse.

«Tengo que dejarlo inconsciente, si no, no podré arrastrarlo hasta la barca», se dijo Giovanni intentando tirar de su amigo, que seguía debatiéndose. Giovanni también tragó agua varias veces y se dio cuenta de que iba a resultarle imposible llegar a la barca. Tenía ante sí una disyuntiva terrible: o bien abandonaba a Georges a una muerte segura y se salvaba solo, o bien lo llevaba a la costa, que todavía estaba cerca…, y volvía a su condición de esclavo. Oía los gritos de los turcos que habían llegado a la playa. Entonces pensó que no podría vivir libre llevando en la conciencia el peso de la muerte de su amigo. No lo dudó más y dio media vuelta.

Llegó a la playa al límite de sus fuerzas. Georges, que había tragado una considerable cantidad de agua de mar, estaba medio inconsciente.

Los jenízaros se abalanzaron sobre ellos y los molieron a patadas y bastonazos, lo cual produjo el benéfico efecto de hacer volver en sí al francés, que escupió toda el agua que le había entrado en los pulmones.

Cuando se levantaron, los fugitivos comprobaron que la barca había desaparecido en el horizonte y, por lo furiosos que estaban los turcos, comprendieron que sus dos amigos habían conseguido escapar. Al pensar que Emanuel y Pippo podrían reunirse muy pronto cada uno con su familia, Giovanni se sintió tan feliz que las lágrimas le nublaron la vista. Pero casi inmediatamente tomó conciencia de que él volvería al presidio, donde le aplicarían una terrible pena.

Entonces, una gran sensación de abatimiento ensombreció su alma y sus lágrimas se helaron.

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