Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—Dadme una última oportunidad —insistió el monje, haciendo caso omiso de la indirecta—. Si dentro de tres días Toscani no ha vuelto y nuestro hombre sigue sin pronunciar una sola palabra, os prometo no volver a importunaros y lo llevaré yo mismo, cumpliendo vuestra orden, a San Damiano.
El padre Theodoro clavó de nuevo los ojos en su libro y dio por finalizada la entrevista con el mismo tono de voz fatigado y terminante:
—Mañana al amanecer, don Salvatore. Mañana por la mañana, después del oficio de laudes.
El monje guardó silencio. Sabía que su superior no daría marcha atrás en su decisión.
Nada más salir de la celda del padre abad, se fue a la iglesia y se prosternó ante un icono de la Virgen.Mientras se hallaba absorto en su meditación, el hermano portero fue a informarle de que el omerciante Toscani acababa de llegar y pedía verle urgentemente en el locutorio pese a la hora tardía.
—
Deo gratias
—suspiró de alegría el prior.
Se levantó como accionado por un resorte, se inclinó ante el icono y se dirigió precipitadamente a la portería del monasterio.
C
uenta! —dijo don Salvatore a su amigo, estrechándole las dos manos y conduciéndolo junto al fuego. La cara redonda y jovial del comerciante contrastaba con la delgadez ascética del monje. Pero en los ojos de ambos brillaba la misma llama, la de dos chiquillos que se disponen a compartir un secreto prohibido. Refrenando, sin embargo, su impaciencia, el prior imaginó que su invitado no se había entretenido cenando. Así pues, encargó una colación al hermano portero antes de sentarse junto a la gran chimenea.
—Las cosas no se presentan demasiado mal —dijo el comerciante—. Pude llegar al monte Athos haciéndome pasar por peregrino. Una vez allí, fui al monasterio ruso de San Panteleimon. El hermano portero era bastante afable y hablaba un poco nuestra lengua. Pude interrogarlo sobre nuestro hombre y enseñarle el retrato. El rostro le recordaba vagamente algo, pero le resultaba difícil decir más. Le pregunté si un pintor de iconos se había marchado de uno de los monasterios en los últimos años. Entonces me habló de un joven monje de origen italiano, discípulo del gran pintor cretense Teófanes Strelitzas, al que habían prohibido pintar iconos y que había desaparecido repentinamente. Él no había conocido a ese hombre, pero sabía que había sido novicio en el monasterio de Simonos Petra.
»Decidí, pues, ir a Simonos Petra, el más impresionante de los veinte monasterios de la isla, suspendido en el borde de un acantilado. Nada más llegar, me dirigí al hermano portero, pero no hablaba ni una palabra de italiano. Me remitió a un fraile de origen piamontés, un hombre muy sencillo y enormemente locuaz. Cuando le enseñé el retrato del herido, profirió un grito de miedo y reconoció inmediatamente a nuestro hombre. "Ioannis, fray Ioannis", dijo, muy excitado. "¿Sabía pintar iconos?", le pregunté, entusiasmado por el giro que tomaba la conversación. "Sí, sí, era un pintor extraordinario. Aprendió en unos meses. Pero el hegúmeno le pidió que dejara de pintar, pues sus iconos turbaban a algunos hermanos por la belleza expresiva de los rostros de sus Vírgenes. Hay que decir que a ninguna mujer, ni siquiera a las hembras de los animales, le está permitido poner los pies en el Athos, así que hace muchos años que no hemos visto ninguna", me contó el monje en un tono un poco contrariado. Luego añadió con una sonrisa maliciosa: "Los que pintan iconos copian una y otra vez los modelos de siglos pasados. Pero los monjes que los pintaban entonces buscaban en su memoria el rostro de su madre o, peor aún, se inspiraban en el del padre abad, al que consideraban cercano a la Virgen… por su santidad. ¡Pobre madona! ¡Si vierais los cuellos de toro y las barbillas cuadradas que le pintan! ¡Solo le falta llevar barba! Pero fray Ioannis había conocido a auténticos modelos de mujer antes de venir aquí».
»Cuando le pregunté por el nombre de pila de fray Ioannis, se quedó pensando unos instantes. "Desgraciadamente, no me acuerdo; solo fue postulante unos meses y estuvo alrededor de dos años con su nombre de religioso. Únicamente recuerdo que era originario de Calabria." Entonces le pregunté qué había sido de ese fraile y me contestó: "Cuando le pidieron que dejara de pintar, se marchó del monasterio y no sé qué ha sido de él. Pero preguntádselo al hegúmeno del monasterio. Seguro que él se acuerda, y habla un poco nuestra lengua".
Toscani fue interrumpido por el hermano portero, que llevaba una sopa bien caliente, un trozo de pan y queso de cabra. Aunque ardía de impaciencia por conocer la continuación, don Salvatore ordenó a su invitado que comiera antes de proseguir. El hombre no se hizo de rogar y engulló la cena en unos minutos.
Numerosos pensamientos agitaban al monje. ¿Era esa la pista correcta? Y en caso afirmativo, ¿por qué se había marchado del monte Athos? El último dato revelado por el comerciante le había impresionado: pese a ser romano, él había sido criado por su abuela en Calabria. Se emocionó al pensar en la posibilidad de que aquel hombre misterioso hubiera podido crecer en la región donde él mismo había sido criado.
En cuanto hubo dado el último bocado, el comerciante prosiguió su relato.
—Pedí, pues, una entrevista con el hegúmeno. El superior del convento, un hombre enjuto con una barba imponente, me recibió al día siguiente. Le conté toda la historia y le enseñé el retrato, así como vuestra carta. No manifestó ninguna emoción y me aseguró que se trataba de otra persona.
»En vista de que yo insistía, me interrumpió bruscamente para decir en tono tajante: "Muchos peregrinos han aprendido a pintar iconos según el estilo de la escuela rusa, aquí y en otros sitios. El hombre al que dispensáis cuidados seguramente es uno de ellos. Pero no conozco el rostro de este". Acto seguido, se despidió y me invitó a que me marchara del monasterio lo antes posible. Cosa que hice tras haber intentado, en vano, ver de nuevo al fraile italiano. Es la única pista que he podido descubrir.
Don Salvatore reflexionó largamente antes de pronunciarse.
—No sé cómo daros las gracias, amigo mío. Vuestras indicaciones quizá sean suficientes para intentar hacer algo. Sobre todo teniendo en cuenta que el padre abad acaba de regresar y me ha ordenado que haga conducir mañana mismo a ese hombre a San Damiano.
—¡A San Damiano! —exclamó el comerciante—. Pero eso será el fin para él.
—Lo sé —contestó el monje—, pero conocéis igual que yo a nuestro buen padre. Pese a su gran corazón, es incapaz de admitir una excepción a la regla. No tenemos elección. Vayamos en busca de nuestro pobre diablo, y que Dios acuda en su ayuda.
S
e dirigieron sin tardanza a la enfermería. Demasiado alterado por el giro que habían dado los acontecimientos, don Salvatore cometió otra infracción a la regla dejando que el comerciante lo acompañara al recinto de la clausura.
Mirando al hombre de los ojos extraviados, don Salvatore le cogió las dos manos y, como siempre había hecho, le habló como si se hallara en un estado normal:
—Amigo mío, no he podido convencer a nuestro santo abad, que ha regresado esta noche de un largo viaje, de que os deje permanecer aquí más tiempo. Mañana por la mañana ya no podré hacer nada por vos. Os encerrarán en un asilo, donde acabaréis vuestros días entre locos sin que nadie pueda sacaros de allí, aun en el caso de que vuestro estado evolucione favorablemente. Tampoco podréis volver a practicar jamás vuestro arte. Porque sabemos desde el principio que vais por las noches al taller de iconos para pintar una Virgen de la Misericordia. Es impresionante. Ese indicio ha llevado a nuestro amigo Adriano al monte Athos, donde estamos seguros de que habéis vivido durante un tiempo. Tenemos esta noche para rasgar el velo que envuelve vuestra mente. Voy a tratar de despertar en vos algún recuerdo sepultado. Es vuestra última oportunidad de regresar con nosotros. ¡Aprovechadla!
El hombre escuchó al monje sin reaccionar de ningún modo ante sus palabras. Don Salvatore guardó silencio durante unos minutos. Luego invitó a su huésped a salir de la habitación. En el momento en que este cruzaba el umbral, gritó de repente:
—¡Fray Ioannis!
El tono había sido tan firme que el comerciante se sobresaltó. Sin embargo, el hombre no se inmutó. El monje intentó otro acercamiento. Hizo sentar al amnésico en una silla, lo miró directamente a los ojos y, dirigiéndose de nuevo a él con ese nombre, le habló largamente de todo lo que sabía del monte Athos y de los acontecimientos relatados por Adriano Toscani.
Al cabo de dos horas, el hombre, que seguía sin haber manifestado la menor muestra de emoción o de interés, empezó a adormecerse. Profundamente desanimado, don Salvatore tuvo que reconocer el fracaso de esta última tentativa. Acompañó al comerciante, tan abatido como él después de tantos esfuerzos realizados en vano. Tras despedirse de su amigo, pasó a ver otra vez al amnésico, que se había tumbado sobre un jergón en la enfermería. En el momento en que se disponía a irse, el prior se quedó un momento vacilando. Cambió de opinión y decidió infringir de nuevo la regla y quedarse a dormir sobre un jergón al lado del herido.
No se decidía a separarse de ese individuo la víspera de su encierro. Nada sabía de él, pero la Providencia lo había puesto en sus manos. Don Salvatore musitó unas oraciones mientras se tendía en el jergón, dejó escapar un profundo suspiro y apagó de un soplo la vela. No pudo conciliar el sueño. El relato del comerciante le obsesionaba. Buscaba qué indicio ínfimo, qué detalle aparentemente banal, pero susceptible de despertar la memoria de su huésped, se le había escapado. Al final, decidió dormir para tener fuerzas al día siguiente, cuando viera partir a aquel hombre al asilo.
Apretó con la mano izquierda las cuentas de su rosario y empezó a recitar avemarías. Eso le permitía deslizarse plácidamente hacia el sueño.
Pese a todo, unas imágenes continuaron asediándolo. Recordaba que, ya de pequeño, tenía dificultades para dormirse. Su abuela iba entonces a cantarle en voz baja canciones infantiles al oído. Nunca había olvidado una de ellas. Imperceptiblemente, la letra de aquella nana calabresa salió de sus labios, acompañada de una dulce melodía: «
Move lu soné di la montagnedda lu luppu sa magna la piccuredda la ninia vofa
…».
Mientras las frases canturreadas escapaban de su boca en medio del silencio, el amnésico se incorporó poco a poco de su lecho. Su mirada cambió, como si su mente estuviera siendo repentinamente sacudida. El hombre estaba sumergiéndose en lo más hondo de su memoria. Tuvo entonces, la visión de su madre inclinada sobre su cuna, cantándole la misma nana: «
…Move lu soné di la albania stu figghiu miu mutta me la ninia vofa stu figghiu miu mutta me la ninia vofa
».
La imagen se emborronó y se vio a la edad de aproximadamente siete años en el cementerio del pueblo. Miraba bajar el pesado ataúd de su madre. Mientras los hombres cantaban elMiserere, sus ojos permanecían secos, pero una angustia inmensa invadía su corazón infantil. Abundantes lágrimas corrían hoy por el rostro profundamente marcado del hombre en que se había convertido. Vio a su padre ponerle firmemente la mano sobre un hombro y sintió con la misma emoción que entonces el temblor que el fornido campesino no lograba reprimir.
Luego, otro rostro, el de una joven con el cabello rubio veneciano y grandes ojos verde esmeralda, se impuso en su mente. Acurrucado en la cama, rodeando sus rodillas con sus fuertes brazos y con los ojos inundados de lágrimas, articuló esta simple palabra, la primera que pronunciaba desde su llegada al monasterio:
—Elena.
Don Salvatore dio un salto. Se dio cuenta, turbado, de que su huésped acababa de hablar. Encendió una vela y vio que el hombre estaba sollozando. Se acercó a él y lo abrazó con la fuerza y el amor de un padre.
El desconocido lloró largo rato. Luego, entre sollozos, le contó al monje su terrible historia.
—Me llamo Giovanni Tratore. Soy hijo de un campesino de una aldea de Calabria. Mi vida dio un vuelco cuando vi el rostro de Elena por primera vez…
D
oce años antes, en el año de gracia de 1533. Bajo el intenso calor de aquel mes de agosto, Giovanni trabajaba en los campos con su padre y su hermano pequeño, Giacomo. Fue él el primero en ver el grupo de jinetes. Todos los campesinos dejaron sus rastrillos y se incorporaron para observar esa escena singular en aquella pobre comarca: una decena de hombres armados cabalgaban a lomos de monturas ricamente enjaezadas. Venían de la costa y debían de haber atracado a unas leguas de allí, en una de las numerosas calas del accidentado litoral. Vieron a los campesinos, pero continuaron su camino hacia el pueblo.
Menos de una hora después, pasaron de nuevo en dirección al mar. Intrigados, los campesinos dejaron el trabajo más pronto de lo habitual y regresaron a casa apresuradamente pese al calor todavía intenso. Se enteraron de toda la historia por boca del viejo Graziano, el jefe del burgo. Aquellos hombres armados servían a la poderosa ciudad de Venecia. Volvían de Chipre y su nave había sufrido en alta mar el ataque de varios jabeques corsarios. Habían conseguido escapar a favor de la noche, pero habían sido víctimas de varias tentativas de abordaje y recibido algunos cañonazos, como consecuencia de lo cual la nave presentaba graves averías. Antes de proseguir su camino hacia Venecia, habían decidido reparar el barco dañado. Pedían, a cambio de una elevada suma de dinero, que los lugareños prestaran sus mejores viviendas para albergar a algunos nobles mientras los marinos trabajaban. El jefe del burgo se había apresurado a aceptar y todos los campesinos se alegraron de aquel regalo del cielo.