El Oráculo de la Luna (7 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Giovanni se sobresaltó.

—Elena —susurró—. Se llama Elena.

Fue entonces cuando se oyó un tremendo crujido. Porque el destino había querido que una de las vigas sobre las que el joven estaba tumbado estuviera completamente podrida.

13

L
a sirvienta levantó los ojos y vio caer polvo del techo. A continuación se oyó otro crujido. Se precipitó hacia su señora, que salía lentamente del sueño, y la empujó contra la pared a la vez que pedía ayuda. Dos guardias entraron de inmediato. Vieron que un cabrio amenazaba con romperse e hicieron salir a las mujeres de la habitación. Luego, intrigados por ese súbito derrumbe de la viga, subieron al pajar para averiguar la causa. Pese a los esfuerzos de Giovanni por disimular las huellas de su paso, no tuvieron ninguna dificultad para deducir que un hombre se había tumbado sobre el cabrío roto. Pidieron refuerzos. Los soldados no necesitaron mucho más de unos minutos para encontrar al muchacho acurrucado entre la paja, en el otro extremo de la habitación.

Lo agarraron y lo condujeron ante los oficiales, que lo interrogaron en presencia del viejo Graziano. Giovanni empezó asegurando que había ido simplemente a dormir al pajar. Sin embargo, en vista de que sus explicaciones no convencían a nadie, ya que el acceso a esa casa estaba prohibido para los habitantes del pueblo, acabó por confesar la verdad.

—En cuanto vi a la joven llamada Elena llegar a caballo al pueblo, me enamoré de ella y quería verla más de cerca.

Esa confesión dejó a los venecianos estupefactos. Sacaron la conclusión de que el joven pretendía violentar a Elena. El jefe del burgo, que conocía bien a Giovanni, les explicó que se equivocaban y les habló del carácter soñador e idealista del muchacho.

Finalmente, los oficiales decidieron encerrarlo bajo estrecha vigilancia. Esa misma noche, los venecianos se pusieron de acuerdo y consideraron el asunto suficientemente grave para infligir un severo castigo al joven. Este era sospechoso de haber intentado cometer un robo y se le acusaba de haber atentado contra el pudor de aquellas damas observándolas desde su escondrijo. El testimonio de un oficial, que afirmó haberlo sorprendido el mismo día merodeando cerca de los camarotes de la cubierta superior del barco, supuso un agravante.

Giovanni, abrumado, no supo qué responder para justificarse. Se decidió, de acuerdo con los representantes del pueblo —confundidos porque las reglas de la hospitalidad no hubieran sido respetadas y temiendo represalias peores, dado que eran unos pobres campesinos—, que Giovanni sería azotado en la plaza pública al día siguiente a mediodía.

Apenas recuperada de la emoción del ataque corsario, Elena se quedó aterrada al enterarse de que acababa de escapar a la amenaza de un hombre agazapado en el pajar y que quizá esperaba la noche para agredirla. Al mismo tiempo, ese enojoso episodio echaba una pizca de sal a aquellas jornadas de espera tan aburridas.

No paró de pensar en ello y trató de imaginar la cara del hombre. ¿Era monstruoso? ¿Tuerto? ¿Tenía horribles cicatrices, testimonio de sus fechorías pasadas? Le sorprendió enterarse de que se trataba de un joven apenas mayor que ella y de que no tenía mala fama en el pueblo. Eso la llevó a interrogarse sobre el motivo de su acción. La pregunta la obsesionó de tal modo que fue a ver al capitán del barco con objeto de pedirle permiso para hablar con el muchacho antes de que se le aplicara la terrible sentencia. Este se negó, temiendo que durante la entrevista ocurriera algún suceso inesperado que traumatizara a la biznieta del dux. Elena pasó una curiosa noche. Estaba a la vez extenuada y excitada, triste y alegre, inquieta e intrigada. Aquel episodio adquirió cada vez más importancia en su mente novelesca. Porque Elena tenía un temperamento apasionado, que la llevaba con facilidad a soñar o a inflamarse. Aunque era costumbre que las mujeres nobles no asistieran a los castigos públicos infligidos a los condenados por delitos comunes, ella decidió hacer lo imposible para presenciar el suplicio. Semejante cosa la repugnaba profundamente, desde luego, pero era la única manera a su alcance de ver al hombre que la había amenazado, y eso estaba por encima de todo.

Giovanni no pudo conciliar el sueño. No le daba ningún miedo el castigo que le esperaba, pero había visto vergüenza en los ojos de los lugareños que habían asistido a su proceso y no se atrevía a pensar en la pesadumbre que esa humillación le causaría a su padre. Además, pensaba en Elena. ¿Conseguiría verla y explicarle que era inocente de todos los delitos de los que se le acusaba? ¿Qué podría hacer para que no lo viera como un bandido o un vicioso? ¿Cómo iba a decirle que había actuado así por amor hacia ella, que quería simplemente ver su rostro, sus ojos, acercarse a su alma?

Al día siguiente, a las doce en punto del mediodía, todo el pueblo fue reunido en la plaza. Tan solo un pequeño contingente de venecianos asistía a la aplicación de la pena; los demás estaban terminando de reparar la nave. Esa noche sería la última que iban a pasar en el pueblo.

A fuerza de persuasión, Elena había conseguido estar presente. Con un nudo en la garganta, había tomado asiento entre los nobles, a unos quince metros del árbol donde su agresor sería atado y flagelado.

Giovanni llegó, flanqueado por dos soldados, con las manos atadas a la espalda. Pasó por delante de los nobles y, sin atreverse a desviar la mirada, intuyó la presencia de Elena. La joven se sintió turbada por el aspecto físico de Giovanni. Lo había imaginado más tosco. La finura de su cuerpo y de su rostro, que solo pudo entrever, así como su juventud, le parecían incompatibles con los crímenes de los que se le acusaba.

Desataron las ligaduras del condenado para amarrarlo a un árbol. Después le rasgaron la parte superior de la túnica para dejar su espalda al descubierto. El capitán recordó en voz alta los hechos y la sentencia: veinte latigazos. Volviéndose hacia un soldado que empuñaba una sólida fusta, le hizo una seña con la cabeza.

Desde el primer restallido del látigo, Elena sintió un profundo malestar y se contuvo para no gritar y exigir que detuvieran inmediatamente el suplicio. El látigo restalló de nuevo y laceró la carne del joven. Aunque el dolor era intenso, Giovanni no abrió la boca. Curiosamente, ese sufrimiento, que le parecía tan injusto, lo enardecía. Cada vez que un golpe abría la carne del joven, el alma de Elena se debilitaba un poco más. La de Giovanni se fortalecía.

Cuando terminó el suplicio, desataron al condenado y le hicieron volverse de cara a la multitud y a los notables. Sostenido por dos soldados, y aunque tambaleante, Giovanni intentó cruzar por primera vez su mirada con la de Elena. Pero la cabeza le daba vueltas y las lágrimas le empañaban los ojos. Trató de mirar un instante la silueta borrosa de la joven, pero sucumbió al mareo.

14

C
uando volvió en sí, estaba acostado en la casa de una anciana del pueblo que conocía las virtudes de las plantas. Le había aplicado en la espalda unas cataplasmas de arcilla y caléndula. Un guardia vigilaba a los pies de la cama. Giovanni vio que era de noche. Sentía una intensa quemazón en la espalda lacerada. Pidió algo de beber. La anciana echó en el agua algunas hierbas que lo ayudaron a soportar el dolor y a conciliar el sueño. Poco después del amanecer, el guardia salió. Giovanni oyó un gran bullicio y comprendió que los venecianos se marchaban definitivamente del pueblo. Pensó en Elena, que se alejaba de él.

Su corazón estaba triste, pero no inquieto. Estaba íntimamente convencido de que volvería a verla. Ese simple pensamiento bastaba para atenuar todas sus penas.

Se pasó el día acostado en casa de la sanadora. Por la noche, su padre, visiblemente abatido, fue a visitarlo. Interrogó con la mirada al muchacho sobre su estado. Giovanni le indicó con un guiño que estaba mejor.

—Nos has dado un buen disgusto —acabó por decir.

—Te pido perdón, padre —contestó Giovanni.

Estuvo un rato buscando la manera de confesarle que amaba a Elena y que simplemente había querido verla, pero no encontró las palabras para hacerlo.

—Se han ido —dijo el hombre tras un largo silencio.

Acto seguido, se levantó y dejó a su hijo al cuidado de la sanadora.

Tres días más tarde, Giovanni podía caminar con normalidad.

Le resultaba penoso andar por el pueblo, pues encontraba muchas miradas hostiles. Así pues, permanecía casi todo el tiempo en la casa de la anciana, que le aplicaba cataplasmas varias veces al día. Gracias a sus cuidados, las heridas se habían curado. Sin embargo, su espalda quedaría marcada para siempre por profundas cicatrices.

Una mañana recibió la visita del cura del pueblo. El sacerdote se había ausentado diez días para sustituir a un colega enfermo y, para su gran pesar, no había coincidido con los venecianos.

—¡Para una vez que ocurre algo aquí! —se había lamentado al volver.

El cura, que apreciaba de manera especial a Giovanni, le preguntó por las razones de su acto y le propuso escucharle en confesión. El muchacho no era especialmente piadoso, pero practicaba la religión, a semejanza de otros lugareños, como un rito que formaba parte de las costumbres. Iba a misa los domingos, se confesaba y comulgaba en las grandes fiestas. No tenía ninguna devoción particular por la Virgen y no rezaba. Creía en Dios como se cree en la vida. Era una evidencia que no merecía ningún interrogante, ningún pensamiento específico.

Le pareció normal, por lo tanto, confesarse, puesto que había cometido un acto que había causado perjuicio a los lugareños y estaba arrepentido. En cambio, le resultó difícil explicarle al cura por qué su corazón se había sentido inmediatamente unido a aquella muchacha, a la que tan solo había entrevisto. El sacerdote le reprochó que viviera demasiado en el mundo de lo imaginario, le aseguró que era una locura pensar en volver a verla y que, aun cuando lo consiguiera, ella no podría sino sentir desprecio por un pobre campesino como él.

—Es un pecado de orgullo, hijo mío, pensar que podrá amarte. Además, aunque los dos os amarais sinceramente, la diferencia de vuestra posición social haría imposible una unión ante Dios y ante los hombres.

Giovanni comprendía las palabras del sacerdote. E incluso le parecían lógicas. Sin embargo, en el fondo de su ser, una vocecita le susurraba otra cosa. Si esa mujer con la que tanto había soñado había ido hasta él, si él se había enamorado en cuanto la había visto, si ya había sufrido por amarla…, quizá era que la vida debía unirlos. ¿Era la voz de su orgullo, como aseguraba el sacerdote? La duda se apoderó de su mente y le pareció que perdía progresivamente la fuerza interior que lo había ayudado a soportar el suplicio.

Después de haberse confesado, Giovanni rezó un padrenuestro en la iglesia.

Pensativo y melancólico, volvió a su casa.

Por el camino lo atormentaban muchas preguntas. Era verdad, pensó, que no sabía cuáles eran los sentimientos de Elena hacia él. ¿Acaso lo creía culpable? ¿Acaso incluso había experimentado cierto júbilo viéndolo sufrir aquella terrible pena? ¿O bien, lo que era todavía peor, solo había sentido indiferencia hacia ese miserable campesino al que trataban como un perro sorprendido merodeando alrededor de la fresquera? Esos pensamientos eran horribles, pero Giovanni sabía que debía mirar la realidad de frente. Su amor por Elena quizá quedaría enterrado para siempre en su corazón, como un secreto no compartido. Tal vez él también acabaría, como todos los demás muchachos del pueblo, casándose con una campesina y pasaría el resto de su existencia trabajando en los campos. Era la lógica de su vida. ¿Por qué soñar con otra distinta? ¿Por qué imaginar que iba a llevar una existencia aventurada o a casarse con una mujer fuera de lo común y de una belleza excepcional?

Giovanni se preguntaba también por qué esos sueños habían sido sembrados desde la infancia en su mente, mientras que los otros muchachos del pueblo solo aspiraban a cosas sencillas, a su alcance y admitidas por todos. ¿Debía sacrificar sus deseos más profundos para tener una existencia apacible y normal? ¿O, por el contrario, intentarlo todo para hacerlos realidad, arriesgándose a ser incomprendido, a perder el cariño de sus allegados, a arruinar tanto la vida soñada como la existencia normal que hubiera podido llevar?

La experiencia que acababa de vivir lo dejaba perplejo. Había creído en sus sueños, había seguido sin vacilar el deseo de su corazón y al final se había encontrado más solo que nunca, sin la confianza de la gente del pueblo, sin siquiera haber conseguido cruzar una sola mirada con Elena. Por lo demás, ella ya debía de haber borrado de su mente este pueblo, como un mal recuerdo. ¿Su imaginación y su orgullo no lo habían inducido a error, como pensaba el cura?

Atormentado por esas cuestiones, llegó a su casa. Su padre estaba trabajando en el campo, pero Giacomo, su hermano pequeño, estaba acostado. El día antes le había picado un escorpión y luchaba contra una fiebre muy alta. Los hermanos se alegraron de verse. Pero los dos hablaban poco y Giovanni nunca había compartido sus pensamientos íntimos con él. Giacomo no tenía la imaginación de su hermano mayor, pero lo quería y nunca juzgaba sus palabras o sus actos, aunque no los comprendiera.

Intercambiaron unas palabras sobre su lamentable estado de salud sin hacer ninguna alusión a los acontecimientos de los últimos días.

Cuando Giovanni se disponía a salir de casa para reunirse con su padre, Giacomo le dirigió una mirada extraña y esbozó un movimiento con la mano, como para retenerlo.

Giovanni se detuvo, pero su hermano apartó la mirada. Dudó un instante, salió de casa y al cabo de un momento volvió sobre sus pasos.

—Giacomo, ¿qué tienes que decirme?

El muchacho mantenía los ojos bajados.

—No debería… Le he prometido a papá que guardaría silencio —masculló Giacomo con mirada huidiza.

Giovanni se sentó al borde de la cama y observó a su hermano pequeño, que levantaba lentamente la cabeza.

—La muchacha por cuya causa te han azotado… —Giacomo se interrumpió por lo difícil que le resultaba decir lo que sabía, pero la mirada ardiente de su hermano ya no le dejaba elección.

—Ha hecho traer una carta para ti.

15

Amigo mío:

Dejo esta carta a vuestro padre sin siquiera saber si estaréis en condiciones de leerla y de comprender su significado. Pero eso es lo de menos. Mi corazón está demasiado agitado, esta terrible noche en que acabáis de sufrir ese atroz castigo, para no intentar deciros lo que siento. Me enteré por vuestros jueces de que afirmabais haberos escondido en el pajar… porque me amabais y deseabais acercaros a mí. No os creyeron y os condenaron por ladrón. Yo tampoco os creí cuando me refirieron vuestras insensatas palabras. ¿Por qué ibais a amarme sin saber nada de mí? Sin embargo, cuando os vi llegar encadenado como un vulgar bandido, pero tan digno, cuando oí restallar el látigo contra vuestra carne, ese látigo que soportabais sin proferir la menor queja, cuando vi vuestros ojos llenos de lágrimas y de orgullo…, supe que decíais la verdad. No sé por qué me amáis y confieso que ello me deja en un estado bastante confuso, pero quería que supierais que os creo. Seguramente jamás tendremos ocasión de volver a vernos. Dejadme, pues, simplemente pediros perdón por el sufrimiento injusto que mis amigos os han infligido. He llorado por vos.

Elena

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