Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
El monasterio benedictino de San Giovanni in Venere tenía la particularidad de poseer un taller de iconos. Esas pinturas sobre madera, que representaban a Jesucristo, la Virgen o los santos, estaban muy extendidas en la Iglesia ortodoxa de Oriente. Pero desde el gran cisma del siglo XI entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, los latinos habían dado preferencia a las esculturas y las vidrieras. Sin embargo, el abad del monasterio de San Giovanni había conservado de su estancia en Oriente un gusto pronunciado por esas sagradas imágenes pintadas y había enviado a la isla de Creta a dos frailes especialmente dotados para la pintura a fin de que aprendieran la técnica.
Uno de ellos había muerto, pero el segundo, fray Ángelo, continuaba practicando su arte en un pequeño taller situado al lado de la enfermería. Por ello, numerosos iconos decoraban la iglesia del monasterio, al igual que algunas estancias conventuales, como el refectorio, la sala capitular y hasta las celdas del prior y del abad.
Mirando la imagen de la Virgen, don Salvatore confesó a la Madre de Jesucristo los tormentos que lo agitaban. Después le encomendó la vida y sobre todo el alma de ese hombre que había irrumpido súbitamente en la vida ordenada del monasterio. Como buen discípulo de Aristóteles y de Tomás de Aquino, era poco dado a creer en las manifestaciones sobrenaturales. O, al menos, buscaba primero una explicación racional a todo fenómeno aparentemente extraño.
Esta sensata actitud le había permitido desenmascarar falsas manifestaciones de Dios o del diablo, en ocasiones incluso entre algunos de sus monjes un poco más exaltados de lo debido. Pero esta vez se preguntaba, en el fondo de su ser, si el diablo no tendría algo que ver con los acontecimientos de los últimos días. Fue entonces cuando, pese a lo avanzado de la hora, llamaron de nuevo a la puerta de su celda.
S
eñor, ¿qué habrá pasado ahora?», pensó el santo hombre, levantándose trabajosamente para ir a abrir. Se encontró ante fray Gasparo, con la capucha puesta, como impone el uso después de completas, y muy alterado.
—¡Ha abierto los ojos! El herido ha recobrado el conocimiento.
El prior se sintió aliviado de enterarse por fin de una buena noticia.
Sin entretenerse, acompañó al monje enfermero, impaciente por interrogar él mismo al hombre sobre los trágicos acontecimientos de hacía dos noches.
—Aún no ha pronunciado ni una palabra —prosiguió fray Gasparo—, pero está tranquilo, con los ojos abiertos clavados en el techo.
Los dos monjes entraron en la enfermería. Don Salvatore hizo un gesto de sorpresa al ver la mirada del herido. El hombre tenía un aire ausente, sus mejillas estaban hundidas y destacaban sus pómulos salientes, pero sus ojos, de un negro intenso, estaban teñidos de gravedad y parecían conectados con lo más íntimo de su ser. Don Salvatore tuvo en ese mismo instante el convencimiento de que ese hombre regresaba de los abismos. Leyó en su alma y adivinó en ella un destino a la vez trágico y luminoso. «Indudablemente —se dijo—, este hombre ha conocido el paraíso y el infierno.»
—¿Me oís, amigo mío? —susurró el monje al oído del enfermo—. Quizá me oís y no podéis responderme —prosiguió con voz cálida.
Tras un momento de silencio, le cogió la mano. El hombre no tuvo al principio ninguna reacción. Luego volvió lentamente la cabeza en dirección al monje y lo miró sin decir palabra. Don Salvatore intentó captar en el fondo de sus ojos una palabra muda.
En vano. Al cabo de unos instantes, el hombre desvió la mirada y la dirigió de nuevo hacia el techo.
El prior le soltó la mano y, lentamente, se alejó hacia la puerta. Fray Gasparo revisó el vendaje que envolvía el pecho del herido y se reunió con el superior del monasterio.
—Es consciente de lo que le rodea, pero parece ausente de sí mismo —susurró don Salvatore—. ¿Habrá perdido la memoria?
—Eso puede suceder como consecuencia de una conmoción violenta, en efecto —asintió el hermano enfermero—. Le ocurrió a una hermana de mi madre después de haber visto morir a su marido aplastado por una carreta.
—¿Recuperó la memoria?
—Sí, al cabo de más de un año.
—¿Cómo fue?
—Casi por casualidad. Un día, un mercader expuso unos juguetes. Mi tía se quedó inmóvil mirando una pequeña muñeca de trapo. No podía apartar los ojos de ella. Y de repente recuperó parte de la memoria. Se volvió hacia mi madre y le dijo: «Mira cómo se parece a la muñeca que nos disputábamos en otros tiempos». A partir de ese momento, todos los días recordaba sucesos de su pasado, hasta que recuperó del todo el control de su mente.
—Muy interesante —dijo el prior, deteniéndose ante la puerta de su celda—. ¿Te has fijado en la mirada de ese hombre?
—Es triste y profunda —respondió fray Gasparo tras un instante de reflexión.
—Sí. Pero también he visto en ella luz, inteligencia. Casi me atrevería a decir… saber. Ese hombre no es un campesino.
—No tiene manos de campesino. Quizá sea un comerciante.
—Yo diría más bien un artista o un intelectual, pero mi imaginación puede gastarme malas pasadas. Continúa extremando los cuidados y hazle todas las preguntas que puedas. Avísame si pronuncia aunque solo sea una palabra.
Los dos monjes se separaron. Les costó conciliar el sueño. Don Salvatore rezó de nuevo a la Virgen por el desconocido. Deseaba que recuperara la memoria para aclarar el asesinato inexplicable de fray Modesto y el ataque de que él mismo había sido víctima y que había estado a punto de costarle la vida, por supuesto, pero también por la compasión que le inspiraba. Su mirada lo había conmovido. Pensó en la tía de fray Gasparo y se dijo que, en el caso de ese hombre, sin duda se había alzado un muro entre su conciencia y su pasado para ocultar una imagen insoportable. ¿Qué imagen? ¿Cómo hacerle recuperar la memoria? ¿Qué hacía en la cabaña de aquella sanadora a la que los lugareños acusaban, equivocada o acertadamente, de practicar la brujería? La oración del monje se transformaba poco a poco en innumerables interrogantes. Finalmente, don Salvatore acabó por dormirse acurrucado ante el icono de María, hasta que las campanadas anunciando el oficio de maitines lo sobresaltaron.
Durante los días que siguieron, la salud del enfermo mejoró considerablemente. Era de bastante buena constitución y recobraba las fuerzas con una rapidez que sorprendió al hermano enfermero. Ocho días después de que hubiera vuelto en sí, ya podía levantarse y dar unos pasos. Fray Gasparo temía que una caída le reabriera la herida del pecho, pero don Salvatore, por el contrario, lo animó a acompañar al herido en su voluntad de recuperar la movilidad y de explorar el lugar donde se encontraba.
Apoyado unas veces en el hermano enfermero y otras en el prior, el hombre llegaba cada día un poco más lejos. Salió de la enfermería y recorrió el pasillo que comunicaba las estancias comunes del piso superior: la cocina, el refectorio, el scriptorium y el taller de iconos. Acabó por entrar en el claustro, al final del pasillo.
Después consiguió hacer lentamente el recorrido completo. Don Salvatore confiaba en que recuperase la memoria y no dejaba de observar su mirada. Pero el hombre permanecía en silencio; nada en sus ojos parecía delatar una emoción o el afloramiento de un recuerdo enterrado.
El prior no tardó en tener que aguantar los comentarios de varios hermanos, que reclamaban que el enfermo saliera de la clausura para instalarse en la hospedería. Él se opuso, con el pretexto de que el hombre había sido víctima de dos intentos de asesinato y de que sería demasiado peligroso dejarlo salir en ese estado de la clausura monástica, ahora severamente vigilada. Sus explicaciones, sin embargo, no satisfacían a los monjes más apegados al estricto respeto de la regla. El prior sabía que tendría que rendir cuentas de esa audaz decisión al padre abad cuando este volviera de su viaje. Sabía también que era muy probable que el anciano la desaprobara y echara al herido del monasterio. Y tenía el tiempo contado, ya que el abad había anunciado su regreso para Pascua. Al prior le quedaban, pues, menos de tres semanas para tratar de que el desconocido recuperase la memoria y, con su ayuda, dilucidar el asesinato tan horrendo como misterioso de fray Modesto.
Justamente entonces don Salvatore recibió, poco después del oficio de la noche, la visita de fray Ángelo, el pintor de iconos del monasterio, el cual le anunció una extrañísima noticia.
D
espués de completas he caído en la cuenta de que había olvidado cerrar con llave el taller de pintura —susurró con nerviosismo fray Ángelo al prior, que era todo oídos—. Así que he vuelto sobre mis pasos y he visto que la puerta estaba entreabierta y la habitación iluminada. Me he acercado con precaución y he echado un vistazo al interior. Cuál no ha sido mi sorpresa al ver al herido sentado a mi mesa, iluminado por una antorcha, grabando sobre una madera que yo había dejado preparada para utilizarla más tarde.
—¿Quieres decir que ha cogido tu estilete para grabar el dibujo de un icono?
—¡No lo sé! No he querido entrar. He venido corriendo a avisaros…
—Has hecho bien —dijo el prior, conduciendo al monje hacia el taller de pintura—.Vamos a ver qué está pasando.
Al llegar al pasillo, los dos monjes observaron que el taller estaba sumido en la oscuridad.
—Espero que no haya pasado nada —masculló el prior con ansiedad.
Entraron en la habitación e iluminaron todos los rincones con la antorcha. El hombre se había ido; seguramente había vuelto a la enfermería. Pero, cuando la luz mostró la mesa de trabajo, fray Angelo no pudo reprimir una exclamación.
Sobre la madera embadurnada con una ligera capa de yeso, el amnésico había grabado una Virgen que llevaba con ternura al Niño Jesús en sus brazos. Los rasgos eran magníficos; las proporciones, perfectas.
—¡Por san Benedicto, es asombroso! —exclamó fray Ángelo—. ¡Una Virgen de la Misericordia! ¿Cómo ha podido hacer un dibujo semejante en tan poco tiempo…? ¡Y sin modelo!
—¿Quieres decir que no ha podido inspirarse en un icono ya pintado? —preguntó don Salvatore, cuya mirada registraba la habitación en busca de posibles modelos.
—¡Imposible! Yo nunca he pintado esa Virgen. Es un icono de la escuela del célebre pintor ruso Andrei Rublev, que nació en el siglo XIV.
—Lo que significa que nuestro hombre ya había pintado ese icono —dijo el prior, pensativo.
—Sin duda. Y muchas veces, a juzgar por la firmeza de sus trazos. Pero en Italia no ha podido aprender ese arte.
—¿Conoces algún lugar donde se pinten estas Vírgenes de la Misericordia? —preguntó don Salvatore, cada vez más intrigado.
Fray Ángelo se quedó pensando un momento mientras se pasaba un dedo por los labios.
—Que yo sepa, solo hay dos talleres en el mundo donde saben pintar esas Vírgenes —respondió el monje con gravedad—. El primero es el gran monasterio ruso de Zagorsk, cerca de Moscú.
—¡Moscú! —exclamó el prior.
—El segundo es una península griega donde solo quedan monjes y adonde han emigrado pintores rusos: el monte Athos.
—Lo que significaría que nuestro hombre ha vivido y aprendido a pintar iconos en Rusia o en Grecia —prosiguió el prior.
Fray Ángelo se volvió hacia él.
—Sí. Pero pocos laicos son admitidos en esos lugares sagrados de la ortodoxia… ¡Probablemente nuestro hombre es un monje!
P
ara no agravar la atmósfera de confusión que reinaba en el monasterio, don Salvatore decidió mantener en secreto ese sorprendente descubrimiento. Instó a fray Ángelo a dejar abierto a partir de ese momento el taller de pintura y a observar lo que hacía el amnésico, sin importunarlo jamás en su trabajo.
Todas las noches, una vez dormidos los monjes, el hombre iba al taller y continuaba su obra. Después dejaba el icono allí sin preocuparse de nada.
Tras haber grabado el dibujo de la Virgen con el Niño y perfilado los personajes utilizando láminas de oro, había seleccionado cuidadosamente los pigmentos, los había mezclado con una yema de huevo y había empezado a pintar. Partiendo de las capas más oscuras de la piel y de las vestiduras, aportaba progresivamente luz, y el icono iba cobrando vida a una velocidad sorprendente.
Fray Ángelo estaba asombrado de la destreza del pintor y de la finura del drapeado del manto de la Virgen, firma de los grandes pintores de iconos. En cuanto al prior, veía en ello la prueba flagrante de que su intuición no le había engañado. Pero ¿qué increíble destino había llevado a un monje ortodoxo, pintor de iconos, a ser gravemente herido y recogido por una sanadora en pleno corazón del macizo italiano de los Abruzzos? ¿De qué importante secreto era depositario para que siguieran intentando matarlo en el seno del monasterio, sin dudar en asesinar salvajemente a otro monje que había salido en su defensa? Don Salvatore solo pensaba en una cosa: descubrir la identidad y la historia de ese hombre. Pero ¿cómo iba a conseguirlo?
Una mañana, durante el oficio de laudes, el prior tuvo otra idea cuya paternidad atribuyó inmediatamente al Espíritu Santo por lo luminosa que le pareció. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que el amnésico hubiera vivido en el famoso monte Athos. Y don Salvatore mantenía excelentes relaciones con un rico comerciante de Pescara, Adriano Toscani, que iba con frecuencia a Grecia. ¿Por qué no confiarle la misión de ir al monte Athos con un retrato del amnésico hecho por fray Ángelo, para investigar sobre ese misterioso pintor de iconos?
Convocó al comerciante, que aceptó gustoso ir al monte Athos, tanto más cuanto que se disponía a fletar un barco para Grecia. Athos estaba a una semana escasa de Pescara. Al cabo de quince días como máximo, aseguró, estaría de vuelta.
Don Salvatore rogaba al Cielo que el abad no regresara antes de que Toscani hubiera cumplido con éxito su misión.
Esperando su regreso con ansiedad, continuaba yendo todas las noches al taller para ver cómo avanzaba el trabajo del pintor. Un detalle había llamado la atención de los dos monjes: el hombre casi había terminado de pintar el rostro, las vestiduras y las manos de la Virgen, pero, curiosamente, había dejado en blanco sus ojos. Cinco días después de la marcha de Toscani, don Salvatore vio que el resto del icono estaba acabado y que el hombre había empezado a pintar los ojos. El prior se acercó a la obra prácticamente terminada y observó que los ojos de la Virgen estaban cerrados. «¡Una Virgen con los ojos cerrados! Jamás he visto una cosa así ni he oído hablar de que exista.» Pasado el primer momento de sorpresa, don Salvatore se fijó en la belleza conmovedora de la Virgen. Ese detalle hacía resaltar la ligera sonrisa que el pintor había esbozado en las comisuras de la boca de la madre de Jesús y le daba una profundidad y una dulzura inigualables. María parecía absorta en una contemplación interior. Lejos de darle un aire ausente, esa interioridad la hacía intensamente presente.