Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Luna cerró los ojos unos instantes. Su voz sonaba rara. Parecía poseída por una fuerza exterior. Miró de nuevo las visceras del animal.
—Veo a un chiquillo, de siete u ocho años como máximo. Mira cómo bajan un ataúd para enterrarlo. Contiene las lágrimas. Pero está triste, perdido. Contiene las lágrimas, pero un velo de melancolía envuelve para siempre su corazón.
»Ahora vuelvo a ver el rostro de la mujer que llevaba un niño en su seno. Tiene el pelo muy negro. Todavía es joven, pero su corazón y su mente son enormes y profundos. Consuela al chiquillo. Quiere sacarlo de su tristeza. ¡Le acaricia la cara con tanto amor!
Luna parecía ya extenuada. Recobró el aliento.
—Otra mujer. Esta es mayor que la anterior. ¡Cuánto sufre en su fuero interno! Piensa en un hombre al que ama y que es condenado a una pena terrible. Se dice que habría podido evitarlo. Se siente culpable de lo que sucede.
»La veo más joven, mucho más joven. ¡Qué guapa es! Pero también está trastornada. Mira el cadáver de un hombre traspasado por una espada.
»¡Veo al asesino de ese hombre! Es… Eres… Eres tú quien lo ha matado. Veo otro cadáver, ¡y a este también lo has matado tú!
»Veo otro más… ¡y tú eres el asesino!
»Veo a un hombre asustado, tiene una cicatriz en la mano…, te acercas a él…, vas a asesinarlo con una espada, levantas el brazo.
»Todo se detiene.
»Veo a cuatro ancianos sentados en sendos tronos. Hay un quinto trono vacío. Tú estás frente a ellos. Te miran con bondad.
»E1 primero lleva un curioso gorro de estrellas, el segundo está ciego, otro lleva una larga barba blanca y el último viste una gran túnica blanca sin costuras. El primer anciano habla: «Tu lugar está con nosotros, hijo mío, pues tu alma es profunda y pura". El segundo continúa: "Sin embargo, ya tienes las manos ensangrentadas, porque vas a matar por celos, por miedo y por ira". Oigo al tercer anciano tomar la palabra: "Si quitas la vida una cuarta vez, será por odio…, y entonces tu alma estará perdida para siempre". El último te muestra la bóveda celeste: "Mira tú trágico y luminoso destino, Giovanni. ¿Lo aceptas?".
L
una se quedó en silencio. Sus ojos se cerraron y unas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Se las secó y dirigió por fin la mirada hacia Giovanni.
—Perdóname, no debería haberte propuesto leer tu futuro.
Giovanni había permanecido como anonadado todo el tiempo que habían durado las visiones. No había entendido nada de ese fresco sangriento y se sentía totalmente ajeno a aquella historia incoherente. Como mucho, habría podido identificarse con el chiquillo que había perdido a su madre, pero ninguna joven muy morena lo había consolado. También había pensado en Elena cuando Luna había mencionado a una mujer que miraba con compasión a un hombre que sufría a causa de ella. Pero no podía tratarse de la joven veneciana, ya que, según la vidente, era una mujer madura. Cuanto más imposible le resultaba relacionar su vida con esa historia, más conmovido e impresionado se sentía. Su alma se había visto afectada en lo más íntimo, sin que su razón supiera por qué. Allí estaba, pues, conmovido e incapaz de pensar o articular una palabra. Luna rompió una vez más el silencio:
—Es la primera vez que veo tantas cosas y de manera tan desordenada. No sé quién eres y no tienes el aspecto del hombre que he visto mirando las entrañas del animal. Ese no solo era un criminal, sino que además lo percibía como un hombre poderoso y con grandes conocimientos. A ti te veo más aspecto de campesino.
—Es verdad, no soy más que un simple campesino —dijo Giovanni, casi tranquilizado por sus propias palabras—.Y me pasa lo mismo que a ti, no comprendo nada de tus extrañas palabras.
El muchacho se levantó lentamente.
—Estoy agotado. Este día tan agitado, tus espantosas visiones, el vino, todo se me ha subido a la cabeza. Necesito dormir.
—Puedes subir a la cabaña. Allí estarás bien y no te despertará la humedad del alba. A mí, esos malditos me han dejado demasiado hambrienta para que renuncie a este manjar. Me reuniré contigo más tarde… Y duerme en paz, no soy una bruja mala.
Giovanni no tuvo fuerzas para sonreír. Ya no pensaba en nada. Subió trabajosamente la escalera de cuerda y se tumbó en un rincón de la cabaña suspendida. Al cabo de unos instantes, se durmió.
A medianoche, un extraño pájaro se puso a cantar. Giovanni necesitó unos instantes para despejarse. Una joven dormía a su lado, acurrucada contra él. Le intrigaron sus cabellos y le acarició suavemente el rostro, iluminado por un rayo de luna. Se sobresaltó.
—¡Elena!
No cabía ninguna duda. Estaba allí, en ese instante, contra él. Dormía plácidamente, con un brazo estirado sobre su torso.
Pese a que era imposible, Giovanni no tuvo ninguna duda. Era ella. Estaba hechizado por la magia de sus grandes ojos cerrados, por la suavidad de su piel, por el olor almizclado de sus cabellos.
Sintió un irrefrenable deseo de posar los labios sobre los suyos. Fue en ese instante cuando la joven entreabrió los párpados. Giovanni se quedó en suspenso sobre sus ojos entreabiertos, con los labios cerquísima de los suyos. Tras la sorpresa inicial, sus miradas se penetraron lentamente, de ternura y de deseo. Giovanni se disponía a romper el encanto de ese delicioso silencio para preguntarle cómo era posible que estuviera allí, cuando la mujer, como si adivinara sus pensamientos más íntimos, se apresuró a ponerle un dedo sobre la boca. Después deslizó el dorso de la mano por la barba incipiente que cubría su mentón, por su cuello, por su torso desnudo. Pareció marcar una pausa a la altura del tórax: a continuación, le dio la vuelta a la mano y subió hasta el otro lado de la cara, a lo largo del cuello, de la mejilla, hasta la punta de los cabellos para asirlos con vigor.
Giovanni ya no era dueño de sí. Estaba hechizado y saboreaba las caricias de la mujer como si fueran un néctar divino.
Ella desplazó la cara a la altura de la suya. Giovanni veía sus miradas fundirse la una en la otra y sus labios cada vez más cerca, cada vez más, hasta deleitarse con su sabor. La mujer se acurrucó contra él y lo envolvió con sus brazos deseosos. Con delicadeza, sus manos pasaban y volvían a pasar sobre las cicatrices todavía vivas de su espalda. Sus caricias le proporcionaban tanto bienestar que parecían aplicar los más refinados ungüentos.
Notó el deseo del muchacho. Con un movimiento rápido que sorprendió a Giovanni, le dio la vuelta y se incorporó sobre él. Deslizó una mano hacia su miembro ardiente. Lo asió y lo introdujo en su gruta íntima. Un movimiento de caderas, casi salvaje, se apoderó del cuerpo de la joven mientras profería débiles gritos. Luego se inclinó hacia él y Giovanni se estremeció al sentir los cabellos sueltos rozarle el pecho al ritmo endiablado de su pelvis.
Ebrio de felicidad, acercó las manos a sus pechos vibrantes y los acarició con devoción. Su emoción era tan intensa que perdió el conocimiento.
¿En qué momento volvió en sí?
La mujer estaba enroscada contra él, desnuda, con el rostro enterrado bajo su brazo. La débil luz del amanecer empezaba a iluminar la cabaña.
La mirada adormecida de Giovanni se detuvo de pronto en los cabellos rojos de su amante.
—¡Luna! —exclamó, incorporándose bruscamente.
La mujer dormía. Un mohín sensual iluminaba los rasgos de su rostro sereno. Giovanni retrocedió.
—¡La bruja me ha engañado! —masculló.
Temblando de miedo y de cólera, recogió su ropa y bajó por la escala lo más deprisa que pudo. Se puso la camisa y los pantalones mientras caminaba, se calzó los zapatos agujereados, cogió con una mano la espada que le había robado al soldado y con la otra su cantimplora de piel de cabra, y se marchó corriendo.
V
agó como un demonio por el bosque durante horas. Rabioso, no conseguía seguir el hilo de ningún pensamiento, por sencillo que fuera. Corría y corría, sin otro objetivo que escapar de esa mujer que lo había embrujado. Acabó por salir del bosque y encontrar el camino. Descansó unos instantes en la cuneta y llenó la cantimplora en una fuente. Luego echó a andar en dirección norte, en dirección a Venecia, en dirección a Elena.
Sus pensamientos se ordenaban lentamente, al ritmo de la marcha. Estaba furioso con Luna, que a buen seguro había adoptado la apariencia de Elena para seducirlo, y a la vez turbado por haber sentido tal placer y tal plenitud haciendo el amor con esa desconocida. Se sentía avergonzado, aunque se tranquilizó pensando que su corazón y su cuerpo habían estado totalmente entregados a su amada.
Cuando el día declinó, se adormiló al borde del camino, al pie de un gran roble. Pese a que había andado más de quince horas por un camino que no paraba de subir y bajar, tenía tal nudo en el estómago a causa de los sucesos de la noche anterior que no pudo comer nada. Mientras intentaba conciliar el sueño, la visión de la bruja acudió a su memoria. «Todo lo que me dijo parece muy alejado de mi vida —pensó—. Aunque la verdad es que mi vida es muy extraña desde hace algún tiempo. ¿Qué más va a sucederme? ¿Es posible que me convierta en un criminal? ¡No, me niego a creerlo! Basta no querer. Pero ¿existe una voluntad superior a la mía que guiará mis pasos por un camino trazado de antemano? ¿Se puede escapar de lo que la bruja llama «el destino»?»
Giovanni acabó por dormirse. Tuvo unos sueños intensos, en los que se mezclaba el olor desagradable de la sangre y el embriagador de la piel de Luna.
—¿Qué estabas soñando?
Giovanni se sobresaltó. El sol asomaba por el horizonte. Un gigante barbudo estaba erguido ante él. El hombre rompió a reír de un modo atronador.
—¡No parabas de agitarte! ¡Unas veces gemías como una oveja a la que están degollando, y otras, como una becerra a la que están montando!
—¿Quién sois? —preguntó Giovanni con voz vacilante y la mano sobre la vaina de la espada.
—No tengas miedo. Me llamo Pietro. Soy el sirviente de un hombre que vive en una casa del bosque.
El gigante tendió la mano a Giovanni para ayudarlo a levantarse.
El muchacho dudó, pero el corazón le dijo que no tenía nada que temer. Entonces se agarró al enorme brazo peludo y se puso en pie de un salto.
—Yo me llamo Giovanni. ¿Qué haces por aquí tan temprano?
—Vuelvo de la ciudad. Emprendí el camino ayer y al caer la noche me detuve en el burgo de Ostuni, no lejos de aquí.
Señaló a Giovanni un cuévano apoyado contra un árbol.
—Traigo provisiones y otras muchas cosas para mi señor. Si tienes hambre, puedes unirte a nosotros para desayunar.
Giovanni notó que las tripas le hacían ruido. Aceptó la propuesta del gigante y lo siguió por el sendero que se adentraba en el bosque. Tras unos minutos de marcha entre robles, hayas y castaños, llegaron a un claro inundado de suaves rayos de sol matinal. Una casita hecha totalmente de madera destacaba en el centro del claro.
—La he construido con mis propias manos —dijo Pietro, al ver la sorpresa que expresaban los ojos de Giovanni—.Tardé meses, pero durará varias décadas más que nosotros.
—¿Por qué has levantado una construcción así en un lugar tan aislado?
—Porque mi señor me lo pidió —respondió el hombre, una pizca divertido.
—¿Y a quién sirves?
—Muy pronto lo sabrás.
El gigante entró solo en la casa y salió al cabo de unos instantes.
—Entra, muchacho, mi señor te invita a compartir nuestra comida.
Con paso vacilante, Giovanni cruzó el umbral de la morada y desembocó en una gran estancia iluminada por dos ventanas. Se sobresaltó. Las paredes de la sala estaban totalmente cubiertas de… libros.
—¿Son… son libros? —preguntó el joven, con los ojos desorbitados.
Al fondo de la habitación, un anciano estaba sentado en un cómodo sillón. Era bastante enclenque y una corona de cabellos plateados remataba su impresionante frente. Tenía la cabeza inclinada sobre un libro. La levantó y miró a Giovanni con sus ojos penetrantes.
—¿Ya habías visto otros?
—Sí, pero nunca tantos juntos —murmuró Giovanni, sin respiración.
—¿Y sabes leer?
—Un poco. Soy un simple campesino, pero el cura de mi pueblo me ha enseñado a leer latín en su libro de misa.
—¡Caramba! —exclamó el anciano, visiblemente intrigado—. ¿Y has leído otras obras?
—Por desgracia, no. ¡Pero me gustaría muchísimo!
El anciano se levantó lentamente del sillón y tendió a Giovanni el libro que tenía entre las manos. Este se quedó mudo, con los ojos clavados en el volumen encuadernado con una fina piel marrón.
—¿Cómo te llamas?
—Giovanni… Giovanni Tratore.
—Pues toma, amigo mío, y dinos si consigues entender algo.
Giovanni alargó la mano hacia el precioso objeto. Acarició su tapa, lo entreabrió con precaución y empezó por olerlo.
—¡Qué bien huele!
—¡Así es como hay que recibir un libro! —dijo el anciano con júbilo—. Dinos ahora qué contiene. ¿Puedes leer el nombre del autor y el título?
Giovanni dejó pasar las páginas entre sus dedos hasta la primera. La escrutó unos instantes. Por suerte, el texto estaba escrito en latín.
—Desiderius Erasmus.
—¡Bravo! —exclamó el anciano, visiblemente encantado—, ¿Y sabes traducir eso a nuestra hermosa lengua italiana?
—El autor se llama Desiderio Erasmo, supongo, y su libro se titula…