Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Eleazar escuchó el relato de Giovanni con suma atención. Ese relato le permitía no solo conocer mejor a su interlocutor, sino que también lo iluminaba sobre el móvil que había motivado todos aquellos crímenes.
—¿Y no tienes ninguna idea del contenido de esa carta dirigida al Papa y que dejaste enVenecia? —preguntó el cabalista.
—No —respondió Giovanni, todavía embargado por la emoción—. Solo sé que mi maestro se aisló durante varios meses con sus principales obras astrológicas, entre ellas ese manuscrito.
—No me extrañaría que la pregunta del Papa estuviera relacionada con el libro de al-Kindi y los signos de los tiempos. Porque el papa Pablo III es también un apasionado de la astrología y debe de hacerse muchas preguntas sobre el significado de señales tan poderosas como son el descubrimiento del Nuevo Mundo o la división de la cristiandad de Occidente. Al igual que yo, conocía la reputación de tu maestro. Quizá también sabía que se hallaba en posesión del único ejemplar en lengua latina del
Yefr
. ¡Quién sabe! En cualquier caso, no me sorprendería que le hubiera preguntado acerca de cuestiones escatológicas, como la inminencia del fin de los tiempos o el advenimiento del Anticristo.
—Es muy posible, y yo mismo lo he pensado. Pero hay algo que me intriga.
Eleazar lo escuchaba con una gran curiosidad.
—¿Por qué el jefe de la hermandad secreta que mató a Lucius e intentó asesinarme a mí me dijo que mi maestro había hecho algo mucho peor que todos los crímenes de los papas o incluso que los de Lutero, al que odiaba? «Ha cometido la abominación más abominable de todas», me espetó en la cara, con los ojos desorbitados por la rabia. Me pregunto por qué una profecía sobre el fin del mundo o los estudios de al-Kindi sobre los grandes ciclos cósmicos y sus vínculos con los acontecimientos terrestres pueden enfurecer hasta ese extremo a un fanático cristiano.
—Esas palabras son extrañas, en efecto. Algunos podrían estar exasperados por el anuncio de una fecha precisa del fin del mundo, pues en las Escrituras cristianas se dice que solo Dios conoce el día y la hora del Juicio Final. Pero no se menciona ninguna fecha del fin de los tiempos en el
Yefr
. Y me cuesta imaginar a tu maestro, que tenía una fe iluminada y un buen conocimiento de las Escrituras, aventurándose en una profecía semejante. Me pregunto qué podría representar para un exaltado o un fanático católico «la abominación más abominable de todas».
Los dos hombres se quedaron en silencio.
—¿Puedo mirar el libro? —acabó por preguntar Giovanni.
—¡Por supuesto! —contestó Eleazar, cogiendo el precioso manuscrito con las dos manos.
Se lo tendió a Giovanni, que lo apoyó sobre sus rodillas y empezó a pasar lentamente las páginas.
—¡Qué emocionante es pensar que es el único ejemplar que existe ahora!
—Es probable… pero no seguro —lo rectificó Eleazar.
Giovanni levantó la cabeza.
—¿Cómo?
—Nada nos garantiza que la obra latina que estaba en casa de tu maestro fuera el
Yefr
, y mucho menos que haya sido destruida. Tal vez los fanáticos se apoderaron de ella antes de incendiar la casa. Tal vez el monje que la poseía, dijera lo que dijese a tu maestro, hizo más copias antes de vendérsela.
—Es verdad.
—En cualquier caso, esa hermandad secreta estaba más interesada en la carta de Lucius al Papa que en la obra de al-Kindi, pues habrían podido robarla fácilmente. Creo que tu maestro debió de utilizar los cálculos de al-Kindi para hacer otra cosa. Algo que sin duda está relacionado más directamente con los fundamentos de la fe cristiana. Pero ¿qué?
—Los miembros de la Orden del Bien Supremo lo saben, puesto que quieren apoderarse de esa carta a toda costa.
—Es indudable que conocen la pregunta que el Papa hizo a Lucius, pero dudo que tengan alguna idea de la respuesta. Y les interesa enormemente, aunque se trate de algo que les repugna por encima de todo. ¿Y tú no tienes ninguna idea de quién es esa gente o dónde se encuentra su guarida?
Giovanni no se decidía a revelarle lo que sabía, pues tendría que confesar la verdadera razón de su viaje a Jerusalén. Pero él mismo estaba confuso. Durante meses, el odio había corroído su corazón y solo había pensado en vengarse. Sin embargo, desde hacía algún tiempo, y sobre todo desde que estaba en aquella casa, su corazón se había apaciguado y empezaba a preguntarse si seguía deseando ir a Jerusalén para matar al jefe de los fanáticos. Necesitaba tiempo para reflexionar en todo eso. Prefirió, pues, mentir a Eleazar.
—No, ninguna. Una sola cosa es cierta: algunos monjes del monasterio de San Giovanni in Venere, donde fui acogido y curado, eran miembros de esa orden. Es probable que la hermandad reclute adeptos en numerosos círculos de la Iglesia, seguramente incluso en el Vaticano.
—Sí. Y esos hombres de negro debieron de ir a por la respuesta de tu maestro gracias a una confidencia de alguien cercano al Papa, tal vez incluso un cardenal. Y como la carta no ha llegado a su destinatario, deben de seguir buscándola. ¿Les dijiste que la habías dejado enVenecia?
—¡Me guardé mucho de hacerlo! Y todavía más de decirles que se la había confiado a mi joven amiga, pues de haberlo hecho sin duda la habrían encontrado y torturado.
Eleazar puso cara de sorpresa.
—¿La dejaste en manos de una mujer?
—Sí. Por lo menos, le di la llave del armario donde estaba guardada la carta. Pero ahora sé por el jefe de la hermandad que no fue a llevar la carta a Roma.
—¿Y cómo se llama esa mujer?
Giovanni se disponía a responder cuando una fuerza interior le pegó la lengua al paladar. ¿Qué interés podía tener eso para el cabalista? Un miedo sordo le atenazó las entrañas. Permaneció callado.
—Perdona mi curiosidad, pero conozco a muchas familias venecianas y habría sido gracioso que esa mujer formara parte de una de ellas. En cualquier caso, si un día deseas recuperar esa carta y tener noticias de esa mujer, no dudes en decírmelo. Tengo un establecimiento importante en Venecia donde trabajan muchas personas para mí.
—No dejaré de hacerlo —dijo Giovanni con la garganta seca—. Por el momento, lo que más deseo es olvidar todo eso.
Eleazar se levantó y dio a Giovanni unas palmadas amistosas en el hombro.
—Comprendo. Y yo, por el momento, estoy hambriento. Esta noche eres mi invitado. Vayamos al jardín, donde todavía resulta agradable cenar.
Eleazar fue a dejar el manuscrito en una de las estanterías de su despacho. Giovanni observó con cierta sorpresa que al lado había otro manuscrito del mismo tamaño y el mismo grosor, aunque de encuadernación más reciente.
Cenó con sus anfitriones, que le hicieron muchas preguntas, y se alegró de ver de nuevo a Esther. Giovanni relató los momentos clave de su existencia. Sin embargo, movido por un sordo temor, cambió el nombre de Elena e inventó una relación amorosa con una persona de condición social más baja. Al finalizar aquella larga cena, Esther se despidió de él con una amabilidad exquisita. La había impresionado de manera especial el relato de Giovanni. Mientras el fresco de la noche invadía el jardín, el joven se fue a su dormitorio.
No logró conciliar el sueño. Pensaba en el delicioso paseo en compañía de Esther por ese jardín sefirótico. Ese momento le había cautivado el alma. Pensaba en las explicaciones astrológicas de Eleazar, que habían despertado en él muchos recuerdos con Lucius. Pero seguía estando preocupado por otra cosa. Un sentimiento todavía confuso le inquietaba, justo ahora que acababa de recuperar la paz del alma. «Ya veremos», se dijo, intentando apartar de su mente esos sombríos pensamientos.
E
n el transcurso de las semanas siguientes, Giovanni conoció mejor la casa y la vida de sus nuevos amigos. Pese a ser muy ricos, Eleazar y Esther vivían con sencillez. Su alimentación, a base de pescado y verduras, era la misma que la de todos los argelinos. El cabalista dormía en una habitación relativamente pequeña, sin muebles ni decoración, sobre una alfombra extendida directamente en el suelo. Giovanni sabía también por los sirvientes que la habitación de Esther, que estaba situada en el segundo piso, sobre el jardín, era más refinada y contaba con un gran cuarto de baño y una terraza florida.
Reinaba en la casa una atmósfera a la vez alegre y apacible. Los ocho sirvientes que vivían allí querían profundamente a sus señores y trabajaban bajo la autoridad directa de Malik. Como todos los demás sirvientes de Eleazar, el intendente era también un antiguo esclavo liberado. Servía al cabalista desde hacía más de diez años y lo acompañaba en sus numerosos viajes. A Eleazar le gustaba visitar sus diferentes establecimientos durante el otoño y el invierno, en un período del año en que la gente viaja poco a causa del mal tiempo, pero en que los corsarios se quedan también en su casa, lo cual, a sus ojos, valía algunas náuseas provocadas por el fuerte cabeceo del barco. Eleazar era suficientemente conocido y respetado para viajar a cualquier lugar de Europa o del Imperio otomano, y se sentía tan cómodo con los cristianos como con los musulmanes. De mayo a octubre, en cambio, prefería quedarse a trabajar en al-Yazair y recibía pocas visitas, a fin de concentrarse en sus estudios filosóficos y religiosos. Judío creyente y practicante, Eleazar se levantaba muy temprano y recitaba esta breve oración: «Te doy gracias, Rey vivo y eterno, por haberme, en Tu Amor, devuelto el alma; grande es Tu Fidelidad». Después se lavaba las manos en señal de purificación y se ponía el
tallit
, una especie de gran chal cuadrado. Largos flecos de lana, llamados
tzitzit
, se extendían en las cuatro puntas del chal, según la palabra de Dios a Moisés: «Habla a los hijos de Israel y diles que se hagan flecos en los bordes de sus mantos […] a fin de que les sirvan, cuando los vean, para acordarse de todos los mandamientos de Yahvé». Luego, con ayuda de tiras de cuero, sujetaba en su brazo izquierdo un estuche cuadrado de cuero teñido en negro y otro en la frente. Los dos estuches, llamados
tefillin
, contenían cuatro pasajes de la Tora que prescribían al fiel que atara la palabra divina, como una señal, en su brazo y entre sus, ojos, para simbolizar que sus actos y su pensamiento se inspiraban en la ley divina. A continuación, Eleazar permanecía en su habitación, en cuclillas ante una mesa baja sobre la que estaban dispuestos diversos rollos, y rezaba hasta que salía el sol. Su oración estaba compuesta de himnos y bendiciones que alternaba con el recitado de salmos y cánticos. Después de la comida de mediodía y por la noche antes de acostarse, se aislaba de nuevo en su habitación para rezar. El resto del día lo pasaba esencialmente dedicado al estudio en su vasto despacho-biblioteca. Iba al menos una vez por semana a la sinagoga, donde el rabino le pedía con frecuencia que leyera y comentara la Tora. Junto con Esther y los sirvientes judíos de la casa, respetaba el descanso del sabbath.
Aunque no resultara inmediatamente perceptible, con el tiempo Giovanni descubrió que algunos alimentos, como el cerdo, el conejo y el caballo, estaban proscritos, así como que sus anfitriones evitaban mezclar alimentos, como la carne y los lácteos, que eran cocinados y servidos en una vajilla diferente.
Giovanni se dio cuenta de que en al-Yazair había dos comunidades judías bastante distintas. Los que vivían allí desde hacía muchas generaciones y habían adoptado perfectamente la lengua y la cultura árabes. Estos eran sastres, bordadores o joyeros, y algunos practicaban el préstamo con interés.Y después estaban lo que se conocía como los «judíos francos» o también los «liorneses», llegados recientemente de Europa y por lo general mejor tratados a causa de sus riquezas y de sus relaciones. La mayoría eran comerciantes o banqueros. Como en el resto del Imperio otomano, los judíos tenían el estatuto de
dhimmi
, es decir, de minoría sometida pero protegida, lo que, efectivamente, los preservaba de la muerte o del pillaje de sus bienes, pero a cambio de lo cual pagaban elevados impuestos. No obstante, Esther confío a Giovanni que en al-Yazair se trataba peor a los judíos que a cualquier esclavo. Esa era la razón por la que Malik siempre mandaba a sirvientes moros, y no judíos, a hacer las compras en la ciudad.
Giovanni descubrió también cómo vivían los habitantes en la kasbah. La calle constituía el espacio público. Lugares de paso, de encuentro y de compras, las calles eran a la vez estrechas, sombreadas y bulliciosas. La casa constituía el espacio privado y familiar. Este espacio íntimo, bastante oscuro, estaba totalmente protegido del exterior, ya que ninguna ventana daba a la calle, salvo algunas pequeñas troneras en los últimos pisos de las casas, desde donde se podía ver sin ser visto. Según las costumbres moras, todas las casas estaban construidas alrededor de patios, verdaderos pozos de luz adornados con plantas aromáticas, fuentes y estanques. Una escalera de piedra o de mármol subía a los pisos, y a los dormitorios se accedía por pasillos que rodeaban el patio. Arriba de todo estaban las terrazas, bañadas por el sol, espacio de convivencia a la vez privado y público, donde jugaban los niños mientras las mujeres tendían la ropa y hablaban entre sí de una casa a otra.
Durante las dos primeras semanas, Giovanni evitó salir a la ciudad. Le gustaba pasar largos ratos en su pequeña terraza, antes de la puesta de sol, mirando la ciudad y escuchando sus murmullos. Contemplaba, no sin emoción, la belleza de la luz que declinaba sobre los tejados de las casas pegadas unas a otras. Su mirada barría lentamente las terrazas que descendían a modo de gradas hasta el mar, como una magnífica escalera. El encanto de al-Yazair empezaba a ejercer su magia.
Compartía la cena con sus anfitriones unas dos veces por semana; las conversaciones, siempre interesantes y agradables, giraban en torno a los temas más diversos. Eleazar le contó su infancia en Córdoba y los sucesos dramáticos que se produjeron cuando tenía seis años y fue expulsado con toda su familia. Los Reyes Católicos acababan de ordenar la expulsión de los judíos de España y en un solo día todos sus bienes habían sido confiscados. Su padre, Yaacov, ya era banquero y no tuvo ninguna dificultad para instalarse en al-Yazair. A Eleazar le gustaba viajar a Europa y decidió, una vez que se hizo adulto, instalarse en Bolonia. Se casó, pero su esposa, Rachel, murió de resultas de una enfermedad sin haberle dado hijos. Permaneció viudo algún tiempo, heredó unos establecimientos bancarios de su padre y fundó muchos otros. A la edad de cuarenta años, se casó en segundas nupcias con Batsheva, la madre de Esther, y volvió a al-Yazair, donde se instaló con todos sus libros para dedicar más tiempo a sus estudios cabalísticos. Tras el fallecimiento trágico de su segunda mujer, decidió vivir solo con su adorada hija.