Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
A
l día siguiente, Giovanni se levantó con el corazón sereno. El sol estaba ya en el cénit. Tomó un gran vaso de leche de almendras y unos dátiles antes de ir, como todos los días, a pasear por el jardín con la secreta esperanza de encontrarse con Esther. La presencia de la joven se había vuelto necesaria para su felicidad. Le bastaba verla una sola vez al día y cruzar unas palabras con ella, o bien escucharla cantar, o mirarla ocuparse del jardín, para que el resto del día adquiriese un color diferente. Aquella mañana deseaba todavía más encontrársela y estar a solas con ella porque quería explicarle su comportamiento de la noche anterior. Como era viernes, día de Venus, pero también víspera del Sabbath, Giovanni sabía que no podría ver a Esther después de que el sol hubiera empezado a declinar.
Para estar seguro de encontrársela, fue, pues, al jardín y se sentó en un pequeño banco de piedra blanca junto a Hesed, la fuente de la Gracia. Estuvo un buen rato mirando cómo se deslizaba el agua hasta el suelo por los rebordes marmóreos de la fuente.
De pronto vio a Esther caminando hacia él. El corazón se le aceleró. Iba vestida con un bonito vestido rojo. La joven se acercó al banco. Su semblante todavía estaba marcado por los acontecimientos de la noche.
—Me alegro de verte, Giovanni —dijo en un tono a la vez tranquilizador y teñido de gravedad.
Giovanni se levantó y estrechó sus manos entre las suyas.
—Yo también, Esther. Siento muchísimo lo que sucedió anoche.
—No te preocupes. Mi padre me ha contado todos los detalles de esa dramática historia. Comprendo que pudieras tener dudas sobre nosotros.
Esa observación desgarró el corazón de Giovanni.
—Nunca he tenido dudas respecto a ti, Esther. Te lo aseguro. Pero mi mente atormentada a veces había imaginado que tu padre podía estar unido por algún vínculo a esa hermandad. Ese simple pensamiento se me había hecho tan insoportable, teniendo en cuenta la bondad que me ha demostrado, que quise liberarme de él…
Esther lo interrumpió apartando suavemente las manos de las suyas y conduciéndolo hacia la parte alta del jardín.
—Lo comprendo, Giovanni, y mi padre también. No te preocupes por eso. Pero me gustaría darte una sorpresa.
—¿Una sorpresa?
—Sí, acompáñame a Kether.
Los dos subieron en silencio el pequeño paseo sombreado que los llevó primero a la fuente Hochma y luego a Kether.
Giovanni percibía cierto nerviosismo en la joven. Una ansiedad que ella intentaba disimular mostrando una sonrisa afable y una actitud pausada. Cuando llegaron a la espesa arboleda que ocultaba la fuente más alta del jardín, Esther se volvió hacia él.
—Mira la casa allá abajo, al final del paseo central.
Giovanni recorrió con la mirada el largo paseo rodeado de árboles centenarios y el lejano edificio.
—Ahora dime, querido Giovanni, qué es lo que más desearías en este instante.
Sorprendido por la pregunta, se dispuso a replicar, pero Esther lo interrumpió y puso un dedo sobre sus labios.
—Chist… —susurró—. Es un juego y a la vez no lo es. Dime con toda sinceridad, desde el fondo de tu corazón, qué es lo que más desearías en este momento.
Giovanni comprendió que la joven no bromeaba y se puso a escuchar lo que le decía el corazón. La emoción que sentía mirando a Esther, estremeciéndose bajo la suavidad exquisita de su dedo contra sus labios, le susurró inmediatamente la respuesta. Evitó reflexionar demasiado, pues temía perder el valor.
—Lo que más desearía es… que tu corazón estuviese unido al mío, como el mío se ha convertido en esclavo del tuyo…
Esther parecía atónita por la respuesta. Lo miró fijamente. Giovanni se dio cuenta de que una inmensa emoción se había apoderado de ella. Su rostro se tiñó de púrpura.
—¿Eres totalmente sincero?
Giovanni sintió que su alma zozobraba.
—¿Cómo puedes dudarlo? Desde la primera vez que te vi, mi alma se unió a la tuya, y no pasa un solo minuto sin que aparezcas en mis pensamientos.
Esther no pestañeaba; su mirada buscaba la verdad en el alma de Giovanni.
—¿Y esa mujer a la que tanto amaste y por la que lo abandonaste todo?
—Todavía la quiero y siempre la querré. Pero ahora sé que nunca iré a buscarla. Sé que el destino separó nuestras vidas, y lo hizo para siempre. Está presente en mí como si viviera en otro mundo y ya no siento ni deseo ni pasión por ella.
Esther desvió la mirada.
—Desde que te conozco, Esther, he comprendido, casi con sorpresa, que mi corazón era realmente libre de amar de nuevo, y cada día que pasa me une más a ti. Me preguntas qué es lo que más deseo ahora y no tengo ninguna duda: que tu corazón sea libre y que compartas mi amor…, coger tus manos con las mías…
Esther levantó bruscamente la cabeza. Unas lágrimas brillaban al fondo de sus grandes ojos negros y su mirada expresaba una tristeza infinita. Acarició suavemente una mejilla del joven.
—¡Oh, Giovanni! No me esperaba en absoluto que manifestaras tales sentimientos. Nunca he amado a un hombre, ¿sabes? Mi corazón es el de una muchacha sin experiencia de la vida.
Se miraron; la misma emoción los hacía temblar. El puso su mano sobre la de Esther.
. —Mi corazón está libre, Giovanni…, y nada me alegraría más que ofrecértelo.
Al oír estas palabras, Giovanni sintió que una oleada de felicidad le invadía el corazón. Estrechó con fuerza a Esther entre sus brazos. Luego la miró de nuevo y posó suavemente sus labios sobre los de ella, que se rozaron con pudor mientras su dedos se entrelazaban con pasión.
—¡Soy tan feliz! —susurró Giovanni.
—¡Y yo! ¡No te lo puedes ni imaginar! Y también estoy muy sorprendida. Todavía ayer creía que ibas a irte.
—¿Por qué? Desde que estoy aquí he recuperado la paz.
Esther retrocedió ligeramente para observarlo mejor.
—¿Estás seguro de que no quieres regresar a tu país?
—Sí…, a no ser que sea contigo.
Un velo de gravedad envolvió el rostro de la joven…
—¿Sabes qué deseo creía que ibas a expresar?
Giovanni hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El de volver a Europa. Había venido a anunciarte que anoche, después del drama, convencí a mi padre de que te proporcionara los medios necesarios para irte de al-Yazair, así como para liberar a tu amigo francés.
Giovanni se quedó estupefacto.
—¿Eso hiciste?
Ella asintió.
—Todavía puedes cambiar de opinión y marcharte… —dijo tímidamente—. Lo comprendería y no te guardaría rencor.
A modo de respuesta, Giovanni la besó con fogosidad.
—Te quiero, Esther, ¿sabes? Te quiero y lo que acabas de decirme todavía me une más a ti. Sería enormemente feliz si pudieras conseguir la liberación de Georges, pero jamás me iré de aquí sin ti.
—Pero Georges es libre.
—¿Qué dices?
—Malik ha ido a comprarlo al intendente del sultán esta misma mañana, a través de otro amigo musulmán. Esa era mi sorpresa, Giovanni. ¡Estaba totalmente convencida de que expresarías el deseo de irte de al-Yazair con tu amigo!
—O sea, que no solo estabas dispuesta a verme partir, sino además a proporcionarme los medios para hacerlo…
—Si eso hubiera sido lo que más deseabas, como yo creía pese a entristecerme, ¿cómo habría podido querer mantenerte egoístamente a mi lado?
Giovanni miró largo rato a Esther al fondo de los ojos. Esa mujer no solo inspiraba amor, no solo sabía conversar maravillosamente sobre el amor, sino que era el amor. Era todas las caras del amor: el
eros
del deseo, la
philia
de la amistad y el
agapé
de la entrega de uno mismo. En ese instante supo que su corazón jamás podría amar a otra mujer, pasara lo que pasase.
—¿Y dónde está Georges? —preguntó, con la voz quebrada a causa de la emoción.
—Aquí.
—¿Aquí?
—Bajemos y vayamos a reunimos con él en el patio de los sirvientes.
G
eorges había llegado hacía una hora. Sin saber nada de los motivos de su compra, lo habían conducido a casa de un comerciante musulmán, el cual lo había confiado inmediatamente a Malik. Extrañado de encontrarse en.casa de un judío, esperaba con impaciencia que le explicasen qué hacía allí, pero nadie parecía dispuesto a responder a sus preguntas.
Se aburría en un cuartito donde el intendente de Eleazar recibía a sus visitantes cuando la puerta se abrió. Al ver la figura de Giovanni, se quedó sin habla. El joven italiano se arrojó en sus brazos. Su abrazo duró varios segundos.
—¡Georges! —dijo Giovanni, mirándolo a los ojos—. ¡Qué alegría volver a verte!
—¡Giovanni! ¡Yó también me alegro! No sabía nada de ti. ¿Qué te ha sucedido durante estos dos meses?
—Todo bueno, amigo mío. Todo lo que me ha sucedido es bueno.
—Pero ¿qué haces en casa de estos judíos? Creía que eras esclavo de un comerciante árabe.
—Tengo muchas cosas que contarte. Pero la primera de todas, la que debes saber sin más tardanza, es que eres libre.
Georges se quedó petrificado.
—¿Libre?
—Sí, Georges, libre. Libre de irte a tu casa cuando te parezca. El señor de esta casa ha comprado tu libertad.
—No me lo creo —contestó Georges, incrédulo.
—Te lo aseguro.
Georges estuvo a punto de desmayarse. Giovanni le dijo que se sentara.
Esther se había quedado con Malik en el patio. Giovanni fue a buscarlos.
—Georges, te presento a Esther, hija única del señor de esta casa. Gracias a ella, los dos hemos recuperado la libertad.
El francés miró a la joven como si se le hubiera aparecido la Virgen. Se arrojó a sus pies y los besó con agradecimiento. Esther le hizo levantarse y le dijo en francés:
—En nombre de nuestra fe y de nuestras convicciones, mi padre y yo estamos contra la práctica de la esclavitud. Cuando la Providencia nos brinda la ocasión de liberar a unos cautivos, es de justicia hacerlo. Sed bienvenido a nuestra casa. Os ayudaremos a salir de al-Yazair y volver a vuestro país cuando lo deseéis.
—Mi deuda con vos y mi gratitud son tan grandes que no sé qué decir. ¡Y por si fuera poco, habláis mi lengua!
—He pasado varias temporadas en el sur de Francia y en París. Me gusta vuestro hermoso país. Sois del norte, creo.
—De Dieppe, sí. ¡Ah, qué buena acogida recibiríais vos y vuestro padre en mi ciudad natal!
—¿Cuánto tiempo hace que no habéis visto a vuestra familia?
La mirada de Georges se llenó de tristeza.
—Ocho años, cuatro meses y diecisiete días.
—Pues os prometo que celebraréis la Navidad en su compañía.
Georges se quedó una semana en casa de Eleazar. Los primeros días intentó convencer a Giovanni de que regresara con él a Europa. Luego, cuando hubo conocido mejor a Eleazar y a su hija, comprendió las razones que retenían a su amigo en Argel. Incluso lo felicitó por haber sabido llegar al corazón de tan bellísima persona. Sin embargo, provocó una profunda inquietud en Giovanni al preguntarle si pensaba casarse con Esther y, en consecuencia, «convertirse al judaismo». A decir verdad, la relación amorosa con Esther era tan reciente que ni siquiera había pensado en eso. Georges le aseguró que para una judía era imposible casarse con un cristiano sin renegar de su pueblo y recibir el bautismo, a no ser que fuera el marido quien renegase de Jesucristo y se hiciera circuncidar.
Giovanni se dio cuenta de que indudablemente Georges tenía razón y aquello le causó una gran consternación. Después de todo, no se había hablado de matrimonio entre él y Esther, y quizá la joven, como en el pasado Elena, no consideraba que fuera posible. ¿Pensaba acaso vivir simplemente un amor apasionado y prohibido con Giovanni, y casarse más adelante con un hombre judío para no contrariar a su padre? Esa idea lo sumió en una profunda angustia.
Giovanni intentó no dejar traslucir ese malestar interior, que, no obstante, no escapó a la sagacidad de la hija de Eleazar. Sin embargo, Esther se hallaba muy lejos de imaginar qué pasaba en la cabeza de su amigo. Achacó esa tristeza a la marcha inminente de Georges e incluso se preguntó si Giovanni no estaba un poco arrepentido de su decisión. La víspera de la marcha del francés, que iba a sumarse a una caravana que partía para Orán, donde embarcaría rumbo a Francia, no pudo más y, a solas con Giovanni en la parte alta del jardín, le abrió a este su corazón:
—Giovanni, veo perfectamente que la tristeza invade tu alma desde hace unos días. Comprendo la causa y quisiera decirte que todavía estás a tiempo de cambiar de opinión.
El joven abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—Ninguna promesa te ata a mí —prosiguió Esther, retorciéndose los dedos—. Nunca te olvidaré. Pero tampoco podré odiarte nunca por haber deseado regresar a tu país… e incluso volver con aquella mujer de Venecia.
Giovanni se quedó estupefacto. Acababa de comprender el terrible malentendido. Estrechó a Esther entre sus brazos todo lo fuerte de pudo.
Interpretando ese gesto como un beso de despedida, la joven sintió una desesperación tan profunda invadir su alma que empleó todas sus fuerzas para liberarse del abrazo y huyó corriendo hacia la casa. Giovanni la alcanzó enseguida. La asió con firmeza de un brazo y la miró directamente a los ojos. Esther estaba llorando.
—Esther, es un terrible error. No estoy triste porque tenga ganas de irme, sino porque te quiero demasiado.
Esther se quedó desconcertada.
—¿Cómo se puede amar demasiado? ¿Cómo se puede estar triste por amar demasiado?
—Recuerda que te conté lo desesperado que en otros tiempos había estado por no poder casarme con la mujer a la que amaba porque las costumbres no lo permitían. Esther, ahora solo un temor me corroe el corazón: que no puedas ser un día mi esposa… porque eres judía y yo soy cristiano.
El rostro de la joven se iluminó lentamente.
—¿De verdad estás pensando en casarte conmigo?
—Esther, ¿cómo podría ser de otro modo, si siento por ti un amor sincero? ¿Cómo podría amarte con todo mi corazón y saber que quizá algún día te casarás con otro hombre?
—¿Quieres casarte conmigo y crees que mi padre te negará mi mano?
—Lo temo tanto desde que Georges me metió esa idea en la cabeza que no duermo por la noche.
—¡Así que es eso!
Esther le rodeó el cuello con los brazos.