El Oráculo de la Luna (54 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Tras estas explicaciones, el pequeño grupo deambuló en silencio por la explanada. Giovanni se sentía maravillosamente bien allí. Se detuvo unos instantes al pie de un ciprés y centró su atención en una colina donde se alzaban varias iglesias cristianas: el Monte de los Olivos.

Esther se acercó a él y tomó una de sus manos.

—El lugar donde Jesús pasó sus últimas horas en compañía de sus discípulos antes de que Judas lo traicionara y de que lo prendieran. Debió de ser una noche de luna llena, como esta.

Giovanni estrechó a Esther contra sí, sin dejar de mirar la colina con embeleso.

—Es emocionante caminar por el lugar donde vivió Jesús.

—Aunque sea judía y mi pueblo haya tenido que sufrir tanto por la actitud de los cristianos, es un profeta cuya vida y palabras siempre me han impresionado. Mi padre te presentará mañana a Rabbi Meadia. Es un rabino de una gran santidad que conoce los Evangelios y los vive mejor que la mayoría de los sacerdotes cristianos. Es a él a quien mi padre le pedirá que nos case.

Al día siguiente por la tarde, efectivamente, un anciano menudo, de aspecto modesto, cara arrugada y barba canosa, se presentó en la casa del cabalista.

Eleazar lo saludó con una emoción y una deferencia que sorprendieron a Giovanni. El hombre hablaba varias lenguas y lo saludó en italiano con una amplia sonrisa cuando Eleazar los presentó.

Después dio un caluroso abrazo a Esther y le dijo, riendo, que se había convertido en una joven tan guapa como la heroína de la Biblia cuyo nombre llevaba. Eleazar y él se encerraron enseguida en el salón de la planta baja. El cabalista pidió a su hija y a Giovanni que no salieran de casa. Tras dos largas horas de conversación, Yusef fue a decir a Esther que se uniera a ellos. Una hora más tarde, Giovanni fue invitado también a entrar en el hermoso salón decorado en rojo y oro. El rabino le dijo sin preámbulos que tenía mucha suerte de que lo amara una mujer como Esther. Giovanni respondió con una sonrisa radiante. Acto seguido, el anciano interrogó al italiano sobre ciertos aspectos de su vida y de su religión. Al cabo de un buen rato, Eleazar pidió a los sirvientes que les trajeran la comida. Sin dejar de hablar, los cuatro se deleitaron comiendo cordero asado acompañado de un vino de la zona. Luego, cuando hacía ya bastante que había anochecido, el rabino adoptó una expresión más grave y habló en árabe a Eleazar.

La alegría iluminó el semblante de Esther, que dirigió una mirada de complicidad a Giovanni.

Una vez que su invitado se hubo marchado, Eleazar dijo emocionado a Giovanni, en presencia de Esther:

—Has comprendido que acepta casaros, ¿no? El también piensa, como yo, que este matrimonio debe celebrarse cuanto antes y en secreto. Así, diremos a todos nuestros conocidos que ya estáis casados y eso evitará hacer una gran ceremonia en la que muchos podrían darse cuenta de que no eres judío. El propone que la ceremonia tenga lugar el domingo, primer día de la semana. Seréis casados ante Dios según un ritual judío adaptado a la situación. Tú continuarás viviendo como antes y vuestros hijos serán criados en las dos religiones.

»Tal como también había imaginado —prosiguió Eleazar—, el rabino sugiere que en el futuro recurramos un poco a la astucia para que no tengáis problemas. Aquí, en al-Yazair y en todo el Imperio otomano, tú te presentarás con un nombre judío. Pero en el mundo cristiano será mi hija quien oculte sus orígenes y cambie de nombre. Eso os evitará muchas dificultades e incluso persecuciones.

Giovanni asintió. Para él solo contaba una cosa: que Esther pudiera convertirse en su mujer. Esa noche, su corazón estaba alborozado, y en los ojos de su amada vio una luz que delataba el mismo sentimiento de profunda alegría. Sus almas estaban ya unidas. Tres días más tarde, esa unión estaría consagrada por el Eterno. Entonces podrían darse el uno al otro. Los dos aguardaban ese momento con un deseo tanto más intenso cuanto que había madurado a lo largo de los meses, al ritmo de su amor.

Al día siguiente festejaron el Sabbath. El sábado, Eleazar y Esther se quedaron en casa mientras los sirvientes musulmanes, al corriente del secreto, salían a comprar lo necesario para la fiesta íntima. Eleazar propuso a Giovanni, que no estaba obligado a respetar la inactividad del Sabbat, que los acompañara si le apetecía y aprovechara para ir al Santo Sepulcro. El aceptó encantado.

Cuando hubieron terminado de hacer las compras en el animado mercado del corazón de la ciudad antigua, Yusef mandó a los sirvientes de vuelta a casa y propuso a Giovanni llevarlo a la basílica edificada por los cristianos en el lugar de la muerte y la resurrección de Cristo.

Había mucha gente. De pronto, Giovanni levantó la cabeza y se detuvo en seco, mudo de estupor. Acababa de cruzarse con un hombre cuyo rostro despertaba en él recuerdos enterrados.

«¿Será posible que sea él?», pensó, con el corazón palpitante.

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L
e hizo una seña a Yusef. Los dos hombres dieron media vuelta y siguieron de cerca al individuo, bastante alto y delgado, que caminaba a paso lento. Acercándose a menos de un metro de él, Giovanni encontró lo que buscaba: una cicatriz en la mano izquierda. No cabía duda: era la huella de una mordedura de perro. «¡Es él! Es el hombre de negro que torturó a Noé, el brazo derecho del jefe de la Orden del Bien Supremo», se dijo Giovanni, turbado. Dejó que el hombre se distanciara un poco y susurró aYusef:

—Sigámosle. Tengo que saber adonde va. El gigante negro asintió con la mirada y los dos hombres continuaron tras sus pasos. Como la multitud era densa, había momentos en que Giovanni perdía de vista a su presa, pero no Yusef, que superaba a todos en altura. La persecución duró diez minutos largos. El hombre dejó la calle principal y se adentró en una calleja desierta. Giovanni y Yusef se detuvieron en la entrada del callejón sin salida justo en el momento en que el hombre cruzaba el umbral de una casa situada al fondo. Giovanni hizo una seña aYusef para indicarle que lo siguiera. Avanzaron hasta la puerta. Giovanni accionó el picaporte y comprobó que no estaba cerrada. Pensó si era prudente entrar en la casa. Sin duda era la guarida de los hombres de negro. Si eran muchos, pese a la fuerza de Yusef, el riesgo era demasiado grande. Volvió a cerrar la puerta y se volvió hacia el gigante.

—Necesito saber cuántas personas viven aquí. ¿Puedes llamar a la puerta y entrar en la casa con algún pretexto? Yo te esperaré fuera, escondido en el hueco de esa arcada.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Yusef, inquieto.

—Alguien que en el pasado intentó asesinarme después de haber matado a mi maestro y a su sirviente. Quisiera saber si el jefe de esa banda de criminales está aquí.

Yusef manifestó cierta sorpresa, pero, tras reflexionar un momento, contestó:

—Voy a hacer lo que me pides.

Giovanni se escondió y Yusef llamó a la puerta.

El hombre de la cicatriz fue a abrir. Yusef le habló en árabe y se presentó como un empleado de la ciudad encargado de comprobar el cumplimiento de las nuevas normas de evacuación de las aguas residuales. El hombre pareció sorprendido y dudó en dejar entrar al desconocido, pero, en vista de su buena presencia, su autoridad natural y su considerable estatura, no se atrevió a oponerse. Yusef entró, pues, en la casa y la recorrió rápidamente. Fingió interesarse por los orificios de evacuación y las canalizaciones de los aseos y dijo que todo parecía en orden. Aliviado, el hombre de la cicatriz se despidió del coloso y se apresuró a cerrar la puerta. Giovanni se precipitó hacia Yusef.

—¿Qué?

—La casa es bastante grande, pero el hombre está solo.

Giovanni se quedó pensativo unos instantes.

—Es una ocasión que no hay que desaprovechar. Reduzcámoslo y obliguémosle a confesar dónde están sus cómplices.

—¿No crees que sería mejor volver a casa y preguntar a mi señor qué opina?

—Haz lo que te parezca mejor, Yusef. Yo no quiero dejar pasar esta oportunidad. Supón que sus cómplices llegan enseguida. Entonces nos resultará imposible actuar.

—No me gusta esto, pero mi señor me reprocharía todavía más haberte dejado solo. Te acompaño.

—Gracias, amigo. Solo te pido una cosa: llama otra vez a la puerta y, en cuanto ese hombre abra, lo reduces para que yo pueda interrogarlo.

Yusef asintió y se dirigió de nuevo hacia la casa.

—¿Quién es? —preguntó una voz irritada.

—Soy yo otra vez. Me he dejado una herramienta en un aseo del piso de arriba.

El hombre abrió mascullando. Inmediatamente, el gigante negro se abalanzó sobre él y lo inmovilizó boca abajo contra el suelo con tal fuerza que ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Giovanni entró en la casa y cerró la puerta con la barra de seguridad.

—¿Qué significa esto? ¿Qué queréis de mí? —gimió el hombre, con la cara contra el suelo.

Giovanni vio una cuerda colgando de la pared y la utilizó para atarle fuertemente las manos a la espalda. Después anudó el otro extremo de la cuerda a una anilla sujeta a la pared.

—Puedes soltarlo —dijo Giovanni en italiano aYusef.

El sirviente de Eleazar se levantó y se alejó un metro. El hombre se levantó también. Con mirada huraña, preguntó a Giovanni:

—¿Sois italiano?

—Sí.

—Yo también. Soy romano. ¿Qué queréis de mí? Aquí no hay oro…

—No es oro lo que vengo a buscar, sino justicia —repuso Giovanni en un tono glacial.

El hombre miró a Giovanni con estupor. De pronto, sus ojos se iluminaron.

—No es posible…, no puedes ser… el discípulo de Lucius…

Al oír esas palabras, toda la rabia contenida en el corazón de Giovanni desde hacía meses emergió a la superficie. Se abalanzó sobre el hombre y, con las dos manos, lo agarró violentamente de la túnica.

—Sí, soy el discípulo y el amigo de aquellos dos inocentes a los que tú y tus cómplices matasteis salvajemente…

—Es imposible…, yo mismo te atravesé el corazón y prendimos fuego a la casa…

—Pues fallaste y digamos que la Providencia me salvó. ¡La misma en cuyo nombre torturáis y asesináis!

El hombre se quedó de piedra. Ahora reconocía claramente a Giovanni, pero no acababa de creerse que pudiera estar vivo.

—¿Cómo te las arreglaste para sobrevivir?

—¡Eso da igual! No he venido para contar mi vida, sino para pedirte cuentas.

—¿Cómo sabes que tenemos una casa en Jerusalén?

—¡Acuérdate! Antes de intentar matarme, tu jefe, ese viejo fanático, me dijo que se iba a la Ciudad Santa.

—¿Has recorrido todo este camino para localizarlo?

Giovanni asintió. El hombre guardó silencio y luego soltó una carcajada atronadora.

—¡Pues has hecho el viaje en balde! ¡Es verdad que nuestro señor pasó unos meses aquí, pero volvió a Italia hace tiempo!

La cólera lo ahogaba, pero Giovanni logró conservar el control de sí mismo…

—Muy bien. He esperado todo este tiempo para hacerle pagar sus crímenes, así que puedo esperar un poco más. Dime cuál es el contenido de la carta, el nombre de tu jefe y dónde vive.

El hombre volvió a adoptar una actitud grave.

—Estás en el corazón de nuestra orden. Somos más de un centenar de hermanos consagrados a una tarea grandiosa que nos sobrepasa: devolver a la Iglesia la pureza de la fe, en contra de todas las herejías y las desviaciones que la amenazan en estos tiempos de perdición. Hay entre nosotros cardenales, monjes, obispos, sacerdotes y algunos simples laicos como yo. Pero todos hemos jurado ante Dios no revelar jamás, ni siquiera bajo tortura, el nombre de ninguno.

Giovanni se volvió hacia Yusef y le pidió su cimitarra. El gigante dudó, pero ante la firmeza de Giovanni acabó por dársela.

—Ponle las dos manos sobre esa piedra y sujétalo firmemente —añadió Giovanni, señalándole a Yusef una piedra angular que sobresalía de la pared justo detrás del prisionero.

El sirviente obedeció. Puso sobre la piedra las dos manos del hombre, todavía atadas tras la espalda, y le sujetó los antebrazos de tal manera que no podía moverse. En un tono duro y tranquilo, Giovanni dijo al hombre:

—No lo preguntaré tres veces: ¿cómo se llama tu señor y dónde vive? Si te niegas a responder, te corto las manos, igual que le cortaste tú una pata a mi perro.

El prisionero sonrió y contestó en un tono burlón:

—Puedes torturarme o matarme, pero te aseguro que saldrás de aquí con las manos vacías. Permaneceré tan mudo como lo hicieron tus amigos cuando les apliqué el hierro candente en varios puntos sensibles del cuerpo…

Giovanni sintió que un odio de una violencia inusitada se apoderaba de su alma. Cogió el sable con las dos manos y lo levantó por encima del prisionero. En el momento en que iba a descargar el golpe, las palabras de Luna acudieron de pronto a su memoria: «Matarás una vez por celos, otra por miedo y una tercera dominado por la ira. Pero veo que estás a punto de matar una cuarta vez por odio… Nada está escrito… Si eso sucede, tu alma estará perdida para siempre». Le temblaron las manos. Tuvo entonces la visión de todos los sufrimientos que había presenciado y padecido a lo largo de los años, y esa visión se encadenó con escenas de batallas, saqueos y asesinatos. Recordó las palabras del stárets Symeon: «Desde el primer crimen, cometido por Caín, toda la historia de la humanidad es una sucesión sangrienta de crímenes provocados por el miedo, la necesidad de dominar y el espíritu de venganza. Jesucristo vino para poner fin a ese ciclo infernal. Tenía la omnipotencia de Dios a su servicio y se hizo humilde servidor. En la cruz, no maldijo a sus verdugos, sino que gritó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Vino para enseñarnos la fuerza del perdón, la victoria del amor sobre el odio». El alma de Giovanni estaba dividida. El odio seguía habitando su corazón, veía la tumba de sus amigos…, pero las palabras que resurgían en su mente le paralizaban los brazos. Si mataba a ese hombre, perpetuaría la ley del crimen y de la venganza; si lo perdonaba, rompería ese ciclo milenario de violencia. Pero ¿cómo dejar semejantes crímenes impunes? ¿Cómo resistirse al poderoso deseo de vengar a los seres queridos? Jamás había sentido tanto el peso de su libre albedrío.

Bajó el brazo con fuerza.

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E
l prisionero lo miró, atónito. Giovanni acababa de cortarle las ataduras. Pero lo que Giovanni acababa de cortar eran también unas ataduras agazapadas en el interior de su corazón.

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