El oro de Esparta (10 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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—No es mucho líquido para una botella de ese tamaño —observó Remi—. Tiene que ser el grosor del vidrio.

Selma asintió.

—Ahora vamos a ocuparnos de la tinta: como ven, está borrada en algunos puntos, así que llevará tiempo recrear la imagen, pero ¿ven las dos letras en las esquinas superiores derecha e izquierda, y los dos números en las esquinas inferiores derecha e izquierda?

Los Fargo asintieron.

—Los números representan un año. Uno y nueve. Diecinueve.

—¿Diecinueve diecinueve? —preguntó Remi.

Selma sacudió la cabeza.

—Dieciocho diecinueve. En cuanto a las letras, HyA, son iniciales.

—¿Qué pertenecen a...? —la animó Sam.

Selma se echó hacia atrás e hizo una pausa.

—A ver, tengan presente que no estoy segura de esto. Debo hacer unas cuantas averiguaciones más para tener la certeza...

—Lo comprendemos.

—Creo que las iniciales corresponden a Henri Archambault.

Sam y Remi oyeron el nombre, se miraron el uno al otro, y después miraron a Selma, que sonrió como si se disculpase y se encogió de hombros.

—Vale, solo para confirmar que hablamos de lo mismo —dijo Remi—. Nos referimos a Henri Archambault, ¿no?

—El único e inimitable —respondió Selma—. Henri Emile Archambault; el enólogo jefe de Napoleón Bonaparte. A menos que esté muy confundida, han encontrado una botella de la bodega perdida de Napoleón.

11

Sebastopol

El faisán salió de la maleza y cruzó el cielo, con las alas batiendo furiosas en el frío aire de la mañana. Hadeon Bondaruk esperó a que el pájaro tuviese una buena ventaja, se llevó la escopeta al hombro y disparó. El faisán se sacudió en el aire, las alas se detuvieron, y comenzó a caer a tierra.

—Buen disparo —comentó Grigori Arjipov, que estaba unos pocos pasos más allá.

—¡Ve! —ordenó en persa Bondaruk.

Los dos perros labradores que habían estado sentados pacientemente a los pies de Bondaruk se lanzaron a la carrera en busca del pájaro caído. El suelo alrededor del cazador estaba salpicado con nada menos que una docena de faisanes, todos destrozados por los perros.

—Detesto el sabor de su carne —le explicó Bondaruk a Arjipov, quien apartó un faisán de un puntapié—. A los perros les encanta el ejercicio. ¿Qué dices tú, Jolkov, te gusta cazar?

Vladimir Jolkov, que estaba un poco por detrás de Arjipov, ladeó la cabeza mientras pensaba la respuesta.

—Depende de la presa.

—Buena respuesta.

Jolkov y Arjipov habían servido juntos la mayor parte de su estancia en el Spetsnaz: Arjipov era el comandante; Jolkov, el leal oficial ejecutivo, una relación que habían continuado en su vida civil como mercenarios. Durante los últimos cuatro años, Hadeon Bondaruk había sido el indiscutible mejor postor y había convertido a Arjipov en un hombre rico.

Tras informar a Bondaruk de su fracaso en la búsqueda de los Fargo, Jolkov y Arjipov habían sido llamados a la residencia de vacaciones de su jefe en las colinas de la península de Crimea. Aunque había llegado el día anterior, Bondaruk aún no había mencionado el incidente.

Arjipov no tenía miedo de ningún hombre —eso lo había presenciado Jolkov en el campo de batalla docenas de veces—, pero ambos reconocían a un hombre peligroso cuando lo veían, y Bondaruk era de los más traicioneros. Aunque nunca lo había presenciado, no tenía duda de la capacidad de Bondaruk para la violencia. No era el miedo lo que los inquietaba cuando estaban cerca de Bondaruk, sino una saludable cautela adquirida por la experiencia. Bondaruk era imprevisible, como un tiburón que se mueve pacíficamente, sin prestar atención a nada y a todo, dispuesto a atacar en un instante. Incluso en ese momento, mientras hablaban, Jolkov sabía que su jefe no desviaba la mirada de la escopeta de Bondaruk, atento al movimiento del cañón como si fuese la boca de un gran tiburón blanco.

Jolkov sabía algo de la juventud de Bondaruk en el Turkmenistán. El hecho de que su actual jefe hubiese matado a muchas docenas de sus compatriotas —quizá incluso hombres que él conocía— durante el conflicto en la frontera con Irán le importaba muy poco. La guerra era la guerra. Los mejores soldados, aquellos que habían sobresalido y sobrevivido, por lo general se ocupaban de matar a sus enemigos sin pasión alguna.

—Es fácil disparar bien con un arma de calidad —comentó Bondaruk, que abrió el cerrojo y extrajo el cartucho—. Hecha a mano por Hambrusch Jagdwaffen en Austria. ¿Te atreves a adivinar que antigüedad tiene, Grigori?

—No tengo ni idea —respondió Arjipov.

—Ciento ochenta años. Perteneció nada menos que a Otto von Bismarck.

—No me diga.

—Es parte de la historia viva —manifestó Bondaruk como si Arjipov no hubiese hablado—. Mira allá. —Bondaruk señaló al sudeste hacia las tierras bajas junto a la costa—. ¿Ves aquellas colinas?

—Sí.

—En 1854, durante la guerra de Crimea, allí fue donde se libró la batalla de Balaclava. ¿Conoces el poema de Tennyson: «La carga de la brigada ligera»?

Arjipov se encogió de hombros.

—Creo que lo leímos en la escuela primaria.

—La batalla fue relegada a la sombra por el poema; hasta tal punto que muchas personas no tienen idea del relato. Setecientos soldados británicos (caballería de los regimientos 4 y 13 de dragones, el 17 de lanceros y el 8 y el 11 de húsares) cargaron contra una posición rusa fortificada con cañones. Cuando se despejó el humo, de aquellos soldados quedaban menos de doscientos. Tú eres un militar, Vladimir. ¿Cómo lo llamarías? ¿Locura o valentía?

—Es difícil saber lo que estaba en la mente de los comandantes.

—Otro ejemplo de historia viva —dijo Bondaruk—. La historia trata de personas y legados. Grandes hechos y grandes ambiciones. También, por supuesto, de grandes fracasos. Venga, venid conmigo.

Con la escopeta en el pliegue del codo, Bondaruk paseó por la alta hierba, y de cuando en cuando le disparaba a algún faisán que remontaba vuelo.

—No te culpo por haberlos perdido —manifestó Bondaruk—. He leído sobre los Fargo. Les gustan las aventuras. El peligro.

—Los encontraremos.

Bondaruk hizo un gesto como si descartase esas palabras.

—¿Sabes por qué esas botellas son tan importantes para mí, Grigori?

—No.

—La verdad es que las botellas, el vino que contienen y su procedencia no tienen importancia. Una vez que cumplan su propósito, puedes destrozarlas, que a mí no me importa.

—Entonces ¿por qué...? ¿Por qué las desea tanto?

—Por dónde nos pueden llevar. Es lo que han estado ocultando durante doscientos años; durante otros dos mil anteriores. ¿Cuánto sabes de Napoleón?

—Algo.

—Napoleón era un táctico astuto, un general despiadado y un soberbio estratega. Todos los libros de historia coinciden, pero hasta donde a mí me interesa, su mayor rasgo era la previsión. Siempre miraba diez pasos adelante. Cuando le encargó a Henri Archambault que crease el vino y las botellas que lo contenían, Napoleón pensaba en el futuro, más allá de las batallas y la política. Pensaba en su legado. Por desgracia, la historia lo alcanzó. —Bondaruk se encogió de hombros y sonrió—. Supongo que la adversidad de un hombre es la buena suerte de otro.

—No lo entiendo.

—Sé que no.

Bondaruk comenzó a caminar y llamó a sus perros para que lo siguiesen, y de pronto se volvió hacia Arjipov.

—Me has servido muy bien, Grigori, durante muchos años.

—Ha sido un placer.

—Como he dicho, no te culpo por haber perdido a los Fargo, pero necesito tu palabra de que no volverá a ocurrir.

—La tiene, señor Bondaruk.

—¿Lo juras?

Por primera vez en los ojos de Arjipov se reflejó la incertidumbre.

—Por supuesto.

Bondaruk sonrió; pero no había ninguna sonrisa en sus ojos.

—Bien. Levanta la mano derecha y jura.

Después de un instante de vacilación, Arjipov levantó la mano a la altura del hombro.

—Juro que...

La escopeta de Bondaruk giró en sus manos, y de la boca del cañón salió una llama naranja. La mano y la muñeca derecha de Arjipov desaparecieron en una nube de sangre. El antiguo Spetsnaz se tambaleó un paso atrás, miró por un instante el muñón, del que salía un surtidor de sangre, antes de soltar un gemido y caer de rodillas.

Jolkov, que estaba unos pasos atrás y a un costado, se apartó, con los ojos fijos en la escopeta de Bondaruk. Arjipov se sujetó sin fuerzas el muñón, y después miró a Jolkov.

—¿Por qué...? —gimió.

Bondaruk se acercó a Arjipov y lo miró.

—No te culpo, Grigori, pero la vida es causa y efecto. De haber trabajado más rápido con Frobisher, los Fargo no habrían tenido tiempo de intervenir.

Bondaruk movió la escopeta de nuevo, apuntó al tobillo izquierdo de Arjipov y apretó el gatillo. El pie desapareció. Arjipov soltó un alarido y cayó de lado. Bondaruk abrió el arma, cargó otros dos cartuchos que llevaba en el bolsillo y después procedió a volarle la mano y el pie que quedaban, y a continuación observó cómo su subordinado se retorcía en el suelo. Pasados treinta segundos, Arjipov se quedó inmóvil.

Bondaruk miró a Jolkov.

—¿Quieres su trabajo?

—¿Perdón?

—Te ofrezco un ascenso. ¿Lo aceptas? Jolkov respiró hondo.

—Debo admitir que su estilo de dirigir al personal me da que pensar.

Bondaruk sonrió al escucharlo.

—Arjipov no está muerto porque cometió un error, Vladimir. Está muerto porque cometió un error que no se puede reparar. Ahora los Fargo están involucrados, y es una complicación que no podemos permitirnos. Se te tolera cometer errores, siempre que no sean irreversibles. Necesito que me contestes ahora.

Jolkov asintió.

—Acepto.

—¡Fantástico! Vamos a desayunar.

Bondaruk dio media vuelta y comenzó a alejarse, con los perros en sus talones, pero luego se detuvo para volverse otra vez.

—Por cierto, cuando lleguemos a la casa, quizá quieras mirar el canal de noticias norteamericano. Oí que un agente de la policía estatal de Maryland se encontró con un minisubmarino alemán medio hundido.

—Vaya.

—Interesante, ¿no?

12

La Jolla

—No lo dirás en serio —le dijo Sam a Selma—. La bodega perdida de Napoleón no es... no es más...

—Que una leyenda —acabó Remi por él.

—Correcto.

—Quizá no —señaló Selma—. En primer lugar, hablemos un poco de historia para poder situarnos en el contexto, ya sé que ambos conocen, más o menos, la historia de Napoleón, pero tengan un poco de paciencia. No los aburriré, así que nos centraremos en su primer puesto como comandante.

»Corso de nacimiento, Napoleón ganó sus primeras menciones en el sitio de Toulon en 1793 y fue ascendido al rango de brigadier general, y luego al de general del ejército de Occidente, comandante del ejército interior y después comandante del ejército francés en Italia. Durante los años siguientes libró una serie de batallas en Austria y regresó a París convertido en héroe nacional. Tras pasar unos pocos años en Oriente Medio en su campaña de Egipto, que en el mejor de los casos fue un triunfo marginal, regresó a Francia y participó en un golpe de Estado que le permitió convertirse en el primer cónsul del nuevo gobierno francés.

»Un año más tarde llevó un ejército a través de los Alpes Peninos para librar la segunda campaña italiana...

—El famoso cuadro donde aparece montado en su caballo...

—Así es —asintió Selma—. Montado en un caballo brioso, con la barbilla firme y el brazo señalando a lo lejos... La verdad, sin embargo, es un poco diferente. En primer lugar, la mayoría de las personas creen que el nombre del caballo era Marengo, pero en realidad, en aquel momento se llamaba Styrie; le cambió el nombre después de la batalla de Marengo, unos pocos meses más tarde. Y aquí está lo gracioso: lo cierto es que Napoleón realizó la mayor parte del viaje en una mula.

—No del todo adecuado para su imagen.

—No. En cualquier caso, después de la campaña, Napoleón regresó a París y fue designado primer cónsul a perpetuidad; en esencia, una dictadura benevolente. Dos años más tarde se proclamaría emperador.

«Durante la década siguiente o un poco más, libra batallas y firma tratados hasta 1812, cuando comete el error de invadir Rusia. No resulta como está planeado, y se ve obligado a dirigir una retirada en invierno que diezma su gran ejército. Regresa a París y durante los dos años siguientes lucha contra Prusia y España, no solo en el extranjero, sino también en suelo francés. Poco después de aquello, cae París. El Senado declara acabado el imperio de Napoleón, y en la primavera de 1814 abdica en favor de Luis XVIII, de la línea de los Borbones. Un mes más tarde, Napoleón es exiliado a Elba, y su esposa e hijo huyen a Viena.

—No era Josefina, ¿verdad? —preguntó Sam.

—Así es. Napoleón imitó a Enrique VIII y se divorció de ella en 1809 porque no le había dado un heredero varón. Se casó con la hija del emperador de Austria, María Luisa, quien le dio un hijo.

—Vale, continúa.

—Al cabo de un año de exilio, Napoleón escapó, regresó a Francia y reunió a un ejército. Luis XVIII abandonó el trono y Napoleón lo asumió. Eso fue el comienzo de lo que los historiadores llaman la Campaña de los Cien Días; aunque no duró tanto. No habían pasado tres meses, en junio, cuando Napoleón fue derrotado por los ingleses y los prusianos en la batalla de Waterloo. Napoleón abdica de nuevo y es exiliado por los británicos a Santa Helena, un trozo de roca en medio del Atlántico, entre África occidental y Brasil. Pasó allí los últimos seis años de su vida y murió en 1821.

—De cáncer de estómago —dijo Sam.

—Es la teoría más aceptada, pero muchos historiadores creen que fue asesinado, envenenado con arsénico.

»Esto nos lleva de nuevo a la bodega perdida —continuó Selma—. El mito se remonta a 1852 y a la supuesta confesión en el lecho de muerte de un contrabandista llamado Lionel Arienne, quien afirmó que en junio de 1820, once meses antes de la muerte de Napoleón, fue abordado por un agente de este en una taberna en Le Havre. El militar, al que Arienne sencillamente se refirió como «el comandante», contrató a Arienne y a su barco, el Faucon, para que lo llevase a Santa Helena, donde debían recoger una carga y transportarla a un destino que sería mencionado después de dejar la isla.

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