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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (4 page)

BOOK: El oro de Esparta
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A partir de ahí, la curiosidad de Bondaruk creció hasta convertirse en una obsesión por todo lo persa; utilizó el poder que le otorgaba su riqueza e influencia para reunir una colección de objetos, que iban desde la copa utilizada en la boda de Ciajares hasta un altar de piedra de los ritos zoroastrianos durante la dinastía sasánida y un gerron con gemas llevado por el propio Jerjes en las Termopilas.

Su colección estaba casi completa salvo, se dijo a sí mismo, por un gran detalle. Su museo particular, ubicado en los sótanos de su mansión, era una maravilla que no compartía con nadie, en parte porque nadie era digno de su gloria, pero sobre todo porque aún estaba incompleto.

Por ahora, pensó. Pronto dejaría de estarlo.

En aquel momento se abrió la puerta del despacho y entró su ayuda de cámara.

—Perdón, señor. Bondaruk se volvió.

—¿Qué pasa?

—Tiene una llamada. El señor Arjipov.

—Pásamela.

El ayuda de cámara salió y cerró la puerta con suavidad. Unos momentos más tarde sonó el teléfono en la mesa de Bondaruk. Lo atendió.

—Dime que me llamas para darme buenas noticias, Grigori.

—Así es, señor. Según mis fuentes, el hombre tiene una tienda de antigüedades en la zona. La página web donde colgó la foto es un foro muy conocido para los anticuarios y los buscadores de tesoros.

—¿Alguien ha mostrado algún interés en el fragmento?

—Alguien, pero nada serio. Hasta el momento, todos opinan que no es más que el trozo de una botella.

—Bien. ¿Dónde estás?

—En Nueva York, a la espera de subir al avión.

Bondaruk sonrió al escuchar la respuesta.

—Siempre tomando la iniciativa. Me gusta.

—Para eso me paga —respondió el ruso.

—Si consigues hacerte con este fragmento, habrá un premio para ti. ¿Cómo piensas abordar a ese hombre, al anticuario?

El ruso pareció reflexionar, y Bondaruk casi vio la sonrisa cruel en los labios de Arjipov.

—Creo que el trato directo es siempre el mejor.

Arjipov conocía bien los resultados que se obtenían con el trato directo, pensó Bondaruk. El veterano Spetsnaz era inteligente, despiadado e implacable. En los doce años que llevaba al servicio de Bondaruk, nunca había fracasado en una misión, por sucia que fuese.

—Tienes razón —respondió Bondaruk—. Entonces lo dejo en tus manos. Solo ten la precaución de ser discreto.

—Siempre lo soy.

Y era verdad. Muchos, muchos de los enemigos de Bondaruk habían desaparecido sin más de la faz de la tierra, o al menos eso habían podido determinar las autoridades.

—Llámame tan pronto como tengas noticias.

—Lo haré.

Bondaruk estaba a punto de colgar cuando se le ocurrió otra pregunta.

—Solo por curiosidad, Grigori, ¿dónde está la tienda de ese hombre? ¿En algún lugar cercano al que creíamos?

—Muy cerca. En una pequeña ciudad llamada Princess Anne.

3

Snow HUI, Maryland

Sam Fargo estaba al pie de la escalera, apoyado en la barandilla, con las piernas cruzadas en los tobillos y los brazos cruzados sobre el pecho. Remi, como de costumbre, se demoraba, tras haber decidido en el último momento que su vestido negro de Donna Karan resultaría excesivo para ir al restaurante y volver a la habitación para cambiarse. Sam miró su reloj de nuevo; no le preocupaba tanto la reserva como tener el estómago vacío, que llevaba protestando sonoramente desde que habían vuelto al hotel.

El vestíbulo era pintoresco al máximo, de un estilo tradicional norteamericano y decorado con paisajes a la acuarela realizados por artistas locales. En la chimenea ardía un buen fuego, y por los altavoces ocultos les llegaban los suaves sonidos de música folclórica celta.

Sam oyó crujir los peldaños y miró hacia lo alto a tiempo para ver a Remi bajando los escalones; iba vestida con unos pantalones Ralph Lauren color crema, un jersey de cuello cisne de cachemir y un chal rosa sobre los hombros. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y algunas puntas cobrizas rozaban su delicado cuello.

—Lo siento... ¿Llegamos tarde? —preguntó mientras aceptaba el brazo que su marido le ofreció cuando llegó abajo.

Sam la miró en silencio unos segundos y luego carraspeó.

—El tiempo se detiene cuando te miro.

—Oh, cállate.

El apretón en el bíceps de Sam desmintió las palabras de Remi, y él supo que, ridícula o no la frase, el halago le había gustado.

—¿Vamos andando o en coche? —preguntó ella.

—Andando. Hace una noche preciosa.

—Además evitarás el riesgo de que te pongan otra multa.

En el camino a la ciudad, Sam había acelerado mucho el BMW de alquiler, lo suficiente para irritar al sheriff, que intentaba comerse su sandwich de salami detrás de un cartel en la carretera.

—Eso, también —asintió Sam.

Había un leve frescor de primavera en el aire, pero no resultaba desagradable, y desde los arbustos que bordeaban la acera les llegaba el croar de las ranas. El restaurante, al que no le faltaba detalle en su réplica de una trattoria italiana, incluido el toldo a cuadros verdes y blancos, estaba a solo dos calles, y llegaron en cinco minutos. Una vez sentados a la mesa, se tomaron unos minutos para leer detenidamente la carta de vinos y al final se decidieron por un burdeos de la región francesa de Barsac.

—¿Hasta que punto estás seguro? —preguntó Remi.

—¿Te refieres a ya sabes qué? —susurró Sam como un conspirador.

—Creo que puedes utilizar la palabra, Sam. Dudo que a alguien le importe.

Sam sonrió.

—El submarino. Estoy muy seguro. Tendremos que bucear para confirmarlo, por supuesto, pero no imagino que pueda ser otra cosa.

—Pero ¿qué hacía allí, río arriba?

—Es el misterio que tendremos que resolver, ¿no?

—¿Qué pasa con Patty Cannon?

—Tendrá que esperar un par de días. Identificaremos el submarino. Pondremos a Selma y a los demás a desentrañar el misterio, y nosotros volveremos a nuestra sociópata asesina traficante de esclavos.

Remi reflexionó un momento y después se encogió de hombros.

—¿Por qué no? La vida es corta.

Selma Wondrash era la jefa del equipo de investigación —compuesto por tres personas— que tenían en San Diego. Selma era viuda, había perdido a su marido, un piloto de pruebas, en un accidente aéreo hacía diez años. Se habían conocido en Budapest a principios de los años noventa, cuando ella era una estudiante universitaria y él un piloto de caza de permiso. Pese a llevar viviendo quince años en Estados Unidos, Selma nunca había perdido del todo el acento húngaro.

Tras acabar sus estudios en Georgetown y obtener la ciudadanía, había entrado a trabajar en la sección de Colecciones Especiales de la Biblioteca del Congreso, donde siguió hasta que Sam y Remi la captaron. Además de una documentalista de primer orden, Selma había demostrado ser una soberbia agente de viajes y un genio de la logística, y los había llevado y traído de sus destinos con una eficiencia militar.

Si bien a Remi y Sam les gustaba la tarea de documentación, el interés de Selma y su equipo era el de los verdaderos fanáticos; vivían para el detalle oculto, aquella pista esquiva, el acertijo irresoluble que siempre parecía surgir en el curso de un trabajo. Más veces de las que podían contar, Selma y sus dos jóvenes colaboradores habían evitado que una investigación acabase en fracaso.

Por supuesto, trabajo no era el término preciso para designar lo que hacían Sam y Remi. Para ellos no era una actividad que les reportara un salario, sino una aventura que les daba la satisfacción de ver cómo prosperaba la Fundación Fargo. La entidad, que repartía sus donaciones entre la protección de los animales, la conservación de la naturaleza y el cuidado de niños sin medios y maltratados, había crecido a pasos agigantados durante la última década, y el año anterior había donado casi cinco millones de dólares a varias organizaciones. Una buena parte de ese dinero procedía de la fortuna personal de Sam y Remi, y el resto, de donaciones particulares. Para bien o para mal, sus hazañas habían captado la atención de los medios, algo que a su vez había atraído a los donantes más ricos e importantes.

El hecho de que Sam y Remi pudiesen hacer lo que más les gustaba era un premio que no les había caído del cielo, porque habían trabajado muy duro para alcanzar esa posición en sus vidas.

El padre de Remi, ahora retirado, había sido un promotor inmobiliario que había construido residencias de verano a lo largo de la costa de Nueva Inglaterra, y su madre, una pediatra que había escrito varios best sellers sobre la crianza de los niños. Tras los pasos de su padre, Remi había asistido a su alma máter, el Boston College, donde había obtenido un máster en antropología e historia, con la especialidad de viejas rutas comerciales.

El padre de Sam, que había muerto unos pocos años antes, había sido uno de los principales ingenieros de los programas Mercurio, Géminis y Apolo de la NASA y un coleccionista de libros antiguos, un amor que le había transmitido a Sam a una edad muy temprana. La madre de Sam, Eunice vivía en Key West, donde, pese a rondar los setenta años, tenía una tienda de alquiler de embarcaciones y estaba especializada en la pesca de altura.

Como Remi, Sam había seguido los pasos de su padre, no en la elección de la carrera, pero sí en la vocación, y había obtenido la ingeniería con summa cum laude en Caltech, junto con unos cuantos trofeos conseguidos en el fútbol y el lacrosse.

Durante los últimos meses de Sam como estudiante en Caltech, un hombre se puso en contacto con él; más tarde descubriría que pertenecía a la DARPA, la Defense Advanced Research Projects Agency, donde el gobierno desarrollaba y probaba los más nuevos y más grandes juguetes para los servicios militares y de inteligencia. El salario ofrecido era mucho menor que lo que podía haber ganado en la empresa privada, pero el atractivo de la creación pura, combinado con el hecho de servir a su país, le facilitó a Sam la elección.

Tras siete años en la DARPA, Sam se retiró con la intención, aún imprecisa, de llevar a la práctica algunas de sus propias ideas, y volvió a California. Fue allí, dos semanas más tarde, cuando Sam y Remi se conocieron en el Lighthouse, un club de jazz de Hermosa Beach. Sam había entrado en el local para tomarse una cerveza, y Remi estaba allí celebrando el éxito de una expedición que había confirmado los rumores de que había un galeón español hundido frente a la costa de Abalone Cove.

Aunque ninguno de los dos había dicho nunca que su primer encuentro hubiera sido «amor a primera vista», ambos habían estado de acuerdo en que, desde luego, había sido algo «absolutamente seguro pasada la primera hora». Seis meses más tarde, se casaron donde se habían conocido, con una discreta ceremonia en el Lighthouse.

Animado por Remi, Sam se había dedicado sin más a su propio negocio, y habían conseguido su primer gran éxito al cabo de un año con un escáner láser de argón que podía detectar e identificar a distancia mezclas y aleaciones, desde oro y plata hasta platino y paladio. Los buscadores de tesoros, las universidades, las empresas y las compañías mineras pujaron para hacerse con la licencia de la invención de Sam, y, al cabo de dos años, el Grupo Fargo estaba obteniendo unas ganancias anuales netas de tres millones de dólares, y al cabo de cuatro, las grandes multinacionales ya habían llamado a su puerta. Sam y Remi aceptaron la mejor propuesta y se vendieron la compañía por un monto que les permitiría vivir cómodamente el resto de sus vidas sin mirar atrás.

—Investigué un poco mientras tú estabas en la ducha —dijo Sam—. Por lo que he visto, creo que podemos tener en nuestras manos un gran hallazgo.

Se acercó el camarero, que dejó una cesta con chapata caliente y una salsa de aceite de oliva Pasolivo, y tomó nota de lo que querían. De primero, pidieron calamares con salsa y setas porcini. De segundo, Sam se inclinó por un plato de pasta a la marinera con langosta y almejas al pesto, mientras que Remi eligió raviolis de langostino y cangrejo con salsa bechamel a la albahaca.

—¿A qué te refieres? —preguntó Remi—. ¿Acaso un submarino no es un submarino?

—Dios mío, mujer, conten esa lengua —dijo Sam, con sorpresa fingida.

El fuerte de Remi eran la antropología y la historia antigua. Sam, en cambio, era un gran aficionado a la historia de la Segunda Guerra Mundial, otra pasión que había heredado de su padre, quien había sido infante de marina en la campaña del Pacífico. El hecho de que Remi tuviese poco interés en quién había hundido el Bismarck o dónde la radicaba la importancia de la batalla de las Ardenas era algo que no dejaba de sorprender a Sam.

Remi era una antropóloga e historiadora sin rival, pero tendía al enfoque analítico de las cosas, mientras que para Sam la historia siempre narraba cosas de personas reales haciendo cosas reales. Remi diseccionaba; Sam soñaba.

—Perdona el desliz —dijo Remi.

—Estás perdonada. El caso es que, dado el tamaño de la cala, no hay manera de que pueda ser un submarino de dimensiones convencionales. Además, el periscopio parecía demasiado pequeño.

—Entonces, un minisubmarino.

—Correcto. Pero había muchas algas en el periscopio. Debe de llevar allí unas cuantas décadas. Y es más, hasta donde sé, los submarinos de uso civil, para exploraciones, trazado de mapas o lo que sea, no llevan periscopio.

—Entones tiene que ser militar —dijo Remi.

—Tiene que serlo.

—O sea, que hay un minisubmarino militar, a treinta y tantos kilómetros corriente arriba del río Pocomoke —murmuró Remi—. Vale, lo admito, estoy oficialmente intrigada.

Sam le dedicó una sonrisa.

—Esta es mi chica. ¿Qué dices? Después de cenar, vamos a Princess Anne y vemos qué nos cuenta Ted. Él ha olvidado más leyendas de esta región de lo que muchas personas han llegado a saber. Si hay alguien capaz de darnos alguna idea de que puede ser, es él. —No sé... Se está haciendo tarde y ya sabes cómo detesta Ted las visitas.

Ted Frobisher, pese a toda su genialidad y su amabilidad bien escondida, no era muy aficionado a la gente. Su tienda prosperaba no por su capacidad para las relaciones, sino por la amplitud de sus conocimientos y su habilidad comercial.

—Una pequeña sorpresa le sentará bien —afirmó Sam con una sonrisa.

4

Después del postre, un tiramisú tan delicioso que los dejó por unos momentos sin habla, volvieron al hotel, recogieron de la habitación las llaves del BMW y fueron a Princess Anne, en dirección noroeste por la autopista 12 hasta las afueras de Salisbury, antes de tomar hacia el sudoeste por la autopista 13. El cielo despejado del atardecer había dado paso a unas nubes bajas, y una llovizna constante caía sobre el parabrisas del coche. Remi frunció el entrecejo.

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