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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (15 page)

BOOK: El país de los Kenders
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Este edificio, sin embargo, era bellísimo, en opinión de Phineas. Tenía una cierta semejanza con los de las ciudades humanas por las que había viajado y en las que había vivido, pero su estética era diferente, con un ligero aire exótico.

Delante de la escalinata frontal de la estructura, se extendía el refrescante reflejo de un estanque alargado, bordeado por un jardín donde las plantas habían sido moldeadas por unas manos expertas, los contornos podados en forma de animales tales como perros, gatos, caballos, e incluso míticos dragones. Las puntas de los arbustos adquirían un tono ocre que daba a los animales un aspecto peludo.

De forma inconsciente, Phineas corrió sobre los ásperos guijarros de la calle hasta detenerse al pie del estanque reluciente.

Sus ojos, abiertos de par en par, se alzaron hacia el palacio. Una cúpula central, de un finísimo mármol blanco, coronaba el cuerpo principal del edificio. En torno a la gran cúpula se alzaban infinidad de torretas, todas rematadas por minaretes abovedados en forma de cebolla. Cada nivel —y existían docenas de ellos de distintos tamaños— se sostenía en unos arcos de talla intrincada, cuya línea terminaba en una suave punta.

El conjunto en su totalidad daba una impresión tan consistente y de tan armoniosa simetría, que Phineas se preguntó si se encontraba realmente en Kendermore.

Entonces divisó a un anciano kender calzado con unas botas altas, manchadas de barro, y unas pequeñas tijeras podadoras sujetas al blanco cabello. El anciano empujaba una carretilla en dirección a un seto recortado en forma de oso. Al llegar junto a la figura, se detuvo.

Phineas, todavía enajenado por la contemplación del edificio que se alzaba frente a él, articuló entre tartamudeos.

—Disculpe. Éste... éste es el palacio, ¿verdad?

El kender soltó las asas de la carretilla y se volvió hacia el humano.

—Lo es, sí señor. No hay otro igual en Kendermore. A menos que usted sepa de otro, claro está —añadió, y estrechó los ojos.

—No. Jamás había visto algo así. Ni en Kendermore ni en ningún otro lugar —agregó, al advertir la mirada fija de su interlocutor.

—Es bueno saberlo —anunció el kender—. Me gusta estar al tanto de esas cosas. Que lo disfrute. Y procure no romper nada.

De inmediato, el anciano jardinero tomó las tijeras de su cabello y dio un par de cortes a la figura del oso. Tras un leve cabeceo de satisfacción, retornó las tijeras a su sitio, asió las asas de la carretilla, y reanudó su camino.

—¡Espere! —gritó Phineas—. ¿Me daría cierta información sobre este lugar? ¡He pasado dos días en su busca!

El anciano se detuvo una vez más y giró sobre sus talones.

—¿Dos días? —exclamó—. ¿Dónde empezó a buscarlo, en Silvanost? ¡Hay señales indicadoras por todas partes!

—Sí, ya lo sé —suspiró el humano—. Las he visto todas. Por desgracia, la única que me sirvió de algo fue una bastante atípica que me llevó a través de una tienda de velas.

—Ah, sí, cerca de la calle de la Baya de Saúco. Es un excelente atajo. Me gusta llegar allí temprano por la mañana para aprovechar la oferta especial al primer cliente.

En aquel momento descubrió un cardo asomando entre la hierba y se agachó para arrancarlo. Fue entonces cuando se fijó en los pies de Phineas.

—Oiga, ¿sabe que va descalzo?

—Sí, lo sé —dijo el hombre, mientras entrecerraba los ojos ya que el sol comenzaba a asomar tras la cúpula del palacio y lo cegaba—. ¿Es ésta la residencia del alcalde? Es grandiosa de verdad.

El kender negó con un gesto.

—No. El alcalde no vive aquí. Nadie habita en palacio, salvo algún prisionero de tanto en tanto.

—¡Por eso he venido! —exclamó Phineas.

—Oh, ¿se inscribirá como prisionero?

El humano, desconcertado por la pregunta del kender, se rascó la cabeza un momento. Al cabo, articuló una lacónica negativa.

—No.

Luego cojeó hasta un banco cercano y se sentó con pesadez sobre él. Descansó un momento bajo la curiosa mirada del kender.

—Me llamo Phineas Curick —comenzó—. Hace dos días que busco este palacio porque he de hablar con Saltatrampas Furrfoot, quien, según tengo entendido, está encarcelado aquí. Eso es todo. Ahora dígame, ¿quién es usted?

—Bigelow Revientaterrones, su más reciente amigo y conocido —dijo, y extendió una pequeña mano embarrada—. Soy el jardinero y el vigilante del palacio, el cuarto Revientaterrones que ostenta este cargo en el mismo número de generaciones Revientaterrones. Y, sí, en la actualidad tenemos albergado en palacio a un Saltatrampas. Creo que es aquél, el que se asoma por la ventana del segundo piso.

Phineas alzó la mirada y, en efecto, divisó a un kender en una ventana arqueada, al que reconoció como Saltatrampas Furrfoot; parecía que se limpiaba las uñas con una pequeña navaja. Phineas se quedó inmóvil unos segundos, sin comprender lo que ocurría. El humano había supuesto que el kender se hallaría encerrado en una celda o en otro lugar por el estilo, incómodo y desagradable. En cambio, allí estaba Saltatrampas, sonriente, sentado en el quicio de una ventana abierta del segundo piso de un palacio. Bigelow captó la desconcertada expresión del humano.

—Ah, sí señor, se pregunta por qué está instalado en el segundo piso —intervino; Phineas asintió en silencio—. Para desgracia del señor Furrfoot, la gran suite del tercer piso no estaba disponible porque se utiliza para los visitantes de sangre azul que llegan de Port Balifor. Con todo, la segunda planta es bastante confortable, en cuanto a opulencia y demás.

Los ojos de Phineas fueron de Saltatrampas al jardinero.

—¿Puedo hablar con un prisionero? —inquirió.

Bigelow lo miró de una forma rara.

—¡Por supuesto! Cruce esa puerta, suba las escaleras y búsquelo. ¿Cómo habláis con los prisioneros, vosotros, los humanos? Salude de mi parte al buen Saltatrampas. Un tipo muy agradable, ¡y tan despierto! He acabado de escardar los parterres aquí; por lo tanto, me marcho. ¡Hasta la vista!

En cuestión de segundos, la figura de Bigelow desapareció tras la deslumbrante luz dorada del amanecer, que se asomaba por la esquina del palacio.

—Adiós —respondió Phineas en un susurro.

El hombre se encaminó hacia la puerta indicada por el jardinero. Al pasar junto a los parterres, observó que casi todas las flores habían sido arrancadas de raíz mientras que las malas hierbas, que se hallaban entre los límites del parterre, crecían en abundancia y recibían un cuidado muy especial. Phineas jamás se acostumbraría a aquella peculiar técnica de jardinería kender.

Caminó a pasos rápidos por el lado derecho del refulgente estanque hasta las escaleras de acceso a la base de la cúpula central. Los peldaños, también de mármol, estaban fríos y constituyeron un bálsamo para sus pies lacerados.

Poco después había alcanzado el final del tramo de escaleras que terminaba en una plataforma. El acceso al palacio en sí se hallaba más arriba, tras otro corto trecho de escalones. Un pasaje abovedado, adornado con tallas ornamentales, y al menos con una altura de treinta hombres, desembocaba en otro casi la mitad de alto. No había puertas entre ellos, sino un arco descendente.

Phineas se encontró de pronto en el interior del elaborado palacio. Lo sorprendió que produjera la sensación de ser aun más grande que visto desde el exterior, a pesar de que el humano estaba seguro de contemplar tan sólo una parte del edificio. Lejos, allá arriba sobre su cabeza, la cúpula parecía un cristal con vistas a un estrellado cielo nocturno, quizá porque la habían pintado de negro con salpicaduras blancas en forma de estrellas, o tal vez por la ausencia de luz ya que las ventanas, amplias pero profundas, se abrían mucho más abajo. Sea como fuere, el efecto era el mismo: un ámbito de tranquilidad, quietud y frescura.

A cada lado de la cúpula, donde el techo perdía altura, se encontraban las dos escaleras que llevaban a los pisos superiores. Phineas subió por una de ellas, elegida al azar. El tacto del mármol era suave y fresco en la penumbra del palacio. El humano llegaba al primer rellano cuando escuchó el eco de una voz familiar que venía de más abajo.

—¡Holaaa! ¿Dónde va? No hay nadie ahí arriba a excepción de unos cuantos pedantes de Balifor; gente aburrida. No serán amigos suyos, ¿verdad?

Phineas se asomó por la barandilla y miró al pie de la escalera. Allí estaba Saltatrampas Furrfoot, todavía vestido con las polainas y la capa púrpura oscuro, aunque en esta ocasión la túnica era de color naranja y se tocaba con un sombrero amplio y sin ornamentos. El humano bajó los escalones a la carrera.

—¡Ah, eres tú! —exclamó el kender al ver el rostro de Phineas.

Tomó su mano y la sacudió con vigor.

—¡Me alegro de verte! Qué buen detalle de tu parte que vengas a visitarme.

—¿Me recuerdas? —se extrañó el humano.

La esperanza renació en su interior. Tal vez el obtener la otra mitad del mapa no resultaría tan difícil como había temido.

—¿Cómo olvidar a la persona que me salvó la vida? —dijo el kender con tono ofendido—. Ese hueso que me diste es maravilloso, quizás aun mejor que el precedente. La buena fortuna no ha dejado de acompañarme desde que está en mi poder.

«En cambio a mí me ha perseguido la mala suerte», pensó Phineas, aunque en voz alta dijo otra cosa.

—Ése es el motivo que me ha traído aquí, amigo Furrfoot.

Saltatrampas retrocedió, la desconfianza impresa en su semblante, los ojos desencajados.

—No habrás venido para que te lo devuelva, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no, Furrfoot! —le aseguró con voz melosa—. ¡Soy doctor, no lo olvides! Jamás haría peligrar la vida de mis pacientes, bajo ningún concepto.

—Bien, es un gran alivio oírte. No se puede ir por la vida jugando con los talismanes de las personas, ¿sabes? —lo reprendió el kender—. Quizá lo ignores, pero los amuletos han existido desde el principio de los tiempos... o al menos son tan antiguos como las mismas Torres de Alta Hechicería. Remontándonos a aquellas épocas, los poderosos magos eran capaces de otorgar a cualquier chatarra carente de valor ciertas aptitudes mágicas y, de forma ocasional, dotarlas con vibraciones positivas. Después las vendían a cualquiera que dispusiera del dinero suficiente para pagar su precio; con eso se ganaban la vida.

Saltatrampas acompañó sus explicaciones con los correspondientes gestos que remedaban las manipulaciones de los magos. Phineas no captaba la moraleja del relato.

—Si esos hechiceros eran tan poderosos, ¿por qué no conjuraban alimentos y todo cuanto necesitaban?

A ninguno de los kenders a quienes había contado esta historia se le había ocurrido hacer tal pregunta. Saltatrampas frunció el entrecejo con enojo.

—Es un relato y no tiene por qué ser lógico.

A pesar de su argumentación, el kender no desarrugó el entrecejo; uno de sus episodios favoritos entre las historias poco conocidas que contaba había sido puesto en entredicho.

Presintiendo que había metido la pata, Phineas se apresuró a remediar en lo posible su desliz.

—Sin duda tienes razón. En cualquier caso, no vine a palacio con intención de quitarte tu talismán, sino para incrementar su influjo benéfico.

Saltatrampas se volvió hacia él con una sonrisa y un destello de interés en sus almendrados ojos oliváceos.

Phineas sacó del puño de la camisa el fragmento de hueso, en tanto simulaba un gesto grandilocuente.

—Te ofrezco este fabuloso espécimen que se halló congelado y conservado en las gélidas costas al sur de la bahía del Muro de Hielo.

Con actitud reverente, el humano posó el hueso en la palma de la mano.

—Es un escasísimo sexto metatarso —¿el metatarso era un hueso o una pieza dental?, se preguntó inquieto—, perteneciente a un mamut lanudo hiloiano, especie ya extinta. Ningún gran mago, por mucho poder o habilidad que manifieste, te proporcionaría un talismán de tan extraordinaria fuerza.

Sin respirar, Saltatrampas tomó con sumo cuidado el blanquecino hueso y lo sostuvo con amor en su mano.

—¡Percibo con claridad su influjo benéfico! ¡Oh, gracias, gracias! Eres muy amable. Oye, ¿no es muy semejante a mi hueso de minotauro licántropo?

Por el matiz de su voz, era evidente que en su pregunta no había doble intención. Acto seguido sacó de debajo de la camisa naranja el cordoncillo del que pendía su colección y entresacó la pieza para examinarla.

—Sí, en efecto advierto cierta similitud —admitió el humano—. Pero la apariencia no es el punto más importante, ¿no crees? Lo que a ti te interesa es su potencial como amuleto de buena suerte.

—¡Comprendo lo que dices!

El kender hizo girar varias veces ambos huesos entre sus manos, rebosante de alegría.

—Te doy las gracias una vez más. Si puedo hacer algo por ti, no dudes en... —comenzó a despedirse.

—Hay una cosa —lo interrumpió Phineas—. Tú coleccionas huesos. Yo, mapas. ¿Acaso lo sabías cuando me regalaste la otra noche aquél tan perfecto, obra sin duda de un especialista? Me pregunto si no tendrías algún otro de esa misma época. —Ahora llegaba el momento de andar con pies de plomo—. A decir verdad, el mapa que me diste corresponde sólo a la mitad de Kendermore. ¿Se trata de un mero descuido?

La expresión de Saltatrampas fue de sincera sorpresa.

—¿Estás seguro? No creí tener ningún «medio mapa». Ese en particular perteneció a tío Bertie, ya sabes, aunque no estoy muy seguro en realidad, ni siquiera de que fuera tío mío. Es poco corriente que los humanos coleccionéis cosas y en particular mapas. La familia de mi sobrino sí los colecciona, cosa comprensible porque es eso precisamente a lo que se dedican... a trazar mapas, me refiero.

El cerebro de Phineas estaba al borde del colapso. Su negocio se basaba en engañar a los kenders, no en adivinar cómo lo engañaba un kender.

—Sí, admito que es una afición poco corriente en un humano. Pero no olvides que vivo en Kendermore hace varios años, y supongo que me he contagiado de vuestras buenas costumbres. Junto con el dinero, coleccionar mapas es una de las pocas cosas que merece la pena. En especial, uno de la ciudad de Kendermore, puesto que vivo en ella. Bien, ¿qué sabes de esa otra mitad?

Mientras hablaba, Phineas extrajo la parte que se hallaba en su poder y le mostró al kender que las calles y sus nombres aparecían cortados a lo largo del borde ajado. Saltatrampas se alzó el sombrero y se rascó el canoso cabello del copete.

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