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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (14 page)

BOOK: El país de los Kenders
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Por último, Tas anunció desde lo alto de la rama que el carromato estaba equilibrado.

—Tal vez no haya sido tanto como parece —añadió para consolar a la enana.

Mas, al advertir la mirada vacía de la mujer, fija en el horizonte, desistió en su empeño.

—Bien, intentadlo de nuevo —gritó a Woodrow—. No son precisas excesivas precauciones; no es mucho lo que queda dentro.

Por el rabillo del ojo vio que el rostro de Gisella se contraía al escuchar sus últimas palabras.

El carromato comenzó otra vez a descender por el acantilado en medio de tirones y sacudidas. Gisella no se molestó en vigilar el progreso de la carreta; en lugar de eso, tomó asiento en el romo saliente de una raíz del ciprés e inició un monólogo inconexo en el que había más cifras que palabras. Era obvio que calculaba cómo recuperar lo perdido unos minutos antes.

—Más despacio, más despacio —advirtió Tas al aproximarse la carreta al fondo.

Woodrow se alegró de que la pelirroja enana no observara la maniobra, porque le fue del todo imposible reducir la velocidad de bajada del vehículo en los postreros treinta metros. Los gullys tiraron de la cuerda con empeño; pero en vano. El joven humano percibió con claridad en las líneas la llegada del carromato, acompañado de un pesado golpe amortiguado por la distancia. Con los ojos entrecerrados, buscó en Tas la confirmación de sus temores.

—¡Chico, qué aterrizaje! —dijo el kender con un hilo de voz—. Las ruedas se han encorvado un poco, pero la carreta está en buenas condiciones.

Woodrow suspiró. Desalentado, con los hombros hundidos, se apoyó en uno de los caballos.

Tasslehoff descendió del árbol y se aproximó cauteloso a la enana.

—Ha llegado a la orilla —anunció, con tono despreocupado—. Lo mejor será que me deslice por una de las cuerdas y suelte las poleas para que bajemos los caballos y a usted y a todos los que continúen el viaje.

Gisella movió con levedad la cabeza al tiempo que respiraba hondo. El kender entendió su gesto como de aquiescencia y volvió al ciprés. Woodrow lo esperaba.

—¿Cómo se encuentra la señorita Hornslager? —se interesó.

—Lo superará —dijo Tas—. Sólo necesita descansar un rato. Aquel camisón enganchado en el picaporte acabó de hundirla. Es una pena que te lo perdieras, Woodrow. Las cosas volaban por todas partes. ¡Chico, qué espectáculo!

—No volverá a dirigirme la palabra —gimió el joven—. No la culparía si me despidiera y me dejara plantado aquí mismo, con estos gullys. En tal caso, ni siquiera sabría cómo regresar a casa.

—Te prestaría uno de mis mapas —ofreció Tas.

El semblante del joven se puso lívido, pero el kender no se percató de ello, ocupado en despojarse de correas, equipo y saquillos a causa del inminente descenso.

—En cualquier caso, no fue culpa tuya —añadió—. Gisella no te recriminará por lo ocurrido. Está un poco abatida, eso es todo. Reacción, por otro lado, bastante común entre los enanos. Por lo visto, es algo que no consiguen evitar. Cada vez que mi amigo Flint se deprime, no hay nada que le levante el ánimo hasta que él mismo cambia de humor.

Tras desembarazarse de todo, excepto la camisola, las calzas y los zapatos, el kender se preparó para acometer el descenso. Gateó a lo largo de la rama para alcanzar las poleas y acto seguido se aferró a una de las cuerdas.

—Buena suerte —le deseó Woodrow.

—Lo mismo te digo —replicó Tas, mientras agitaba una mano en señal de despedida.

Un momento después inició el largo, largo camino que lo separaba del barco, doscientos metros más abajo.

8

Wilbur Froghair salió a la empedrada calle desierta en la que se encontraba su tienda de comestibles. Acababa de amanecer y preparó las mercancías en previsión de las aglomeraciones de primera hora de la mañana. Colocó las zanahorias y las cebollas en las cajas de madera. Se aprestaba a dar la vuelta a los tomates, comprados dos días antes, a fin de ocultar las marcas de la incipiente descomposición, cuando descubrió el cuerpo desplomado sobre el banco situado frente a la mercería vecina.

Primero, se interesó por el estado de salud del humano. Colocó con delicadeza su pequeña mano junto a la nariz del hombre de mediana edad, y suspiró aliviado al comprobar que la respiración era profunda y acompasada. El aspecto del sujeto era el de haber pasado una mala noche. Se tocaba con un sombrero demasiado pequeño para su cabeza calva, todos los bolsillos aparecían dados la vuelta, una rodillera de los pantalones estaba desgarrada y tenía el rostro cubierto por una capa de polvo y suciedad. Pero, lo que después vio el kender, incrementó de manera notable su curiosidad.

El pie derecho del hombre, calzado con una impecable bota de cuero, descansaba con negligencia sobre un charco.

—Debería ser más cuidadoso con sus posesiones —gruñó Wilbur—. Esa preciosa bota se empapará y luego la piel se arrugará como una ciruela pasa. En verdad, no me quedaré sentado sin hacer nada para evitarlo.

Mientras hablaba, el kender se movió en silencio, alzó con cautela la pantorrilla del hombre y le sacó con delicadeza la bota del pie.

—La guardaré en mi tienda, seca y en perfectas condiciones —susurró Wilbur para sí, satisfecho por su buena acción.

De hecho, era una bota tan bonita que llegó a la conclusión que merecía la pena guardarla a buen recaudo en la enorme caja de latón, cerrada con llave, que escondía bajo el mostrador de la tienda. Estaba a punto de coger la otra bota —sólo para no desemparejarlas, se entiende—, cuando el hombre se removió entre sueños. Wilbur se alejó de puntillas y entró en su tienda, con su trofeo asido en la mano.

Phineas Curick se despertó a medias, con frío en un pie. Ignoró la incómoda sensación porque no deseaba despertar. Estaba convencido de que, recobrada por completo la consciencia, le dolería todo el cuerpo. Pero entonces cayó en la cuenta de que el frío del pie se debía a que estaba empapado y se despertó de golpe.

¡El hueso! Se había guardado otro hueso de la rata en una de las botas con el propósito de vendérselo a Saltatrampas a cambio del resto del mapa. Metió la mano en la bota izquierda y rebuscó desesperado; un suspiro de alivio escapó de sus labios. El fragmento óseo aún seguía allí.

Tras comprobar que esa desgracia no se había producido, Phineas descubrió consternado, mas no del todo sorprendido, que le faltaba la otra bota. Luego observó los bolsillos dados la vuelta, y recordó que el día anterior había gastado o perdido todo el dinero. Le dolía mucho la cabeza, como si alguien le hubiese atado en torno a las sienes una cinta demasiado prieta. Al llevarse la mano a la frente, se encontró con que, en efecto, eso era lo que había ocurrido. Su sombrero había desaparecido, reemplazado por una gorra pequeña de aspecto raído, con un agujero abierto en la parte superior, tal vez destinado a sacar por él un copete.

Kendermore era la clase de ciudad en la que una persona pasaba toda la vida —o un cierto número de años, como en el caso de Phineas—, sin salir del barrio en el que residía. Todo cuanto necesitaba, lo encontraba en la vecindad. Cuando el humano llegó a Kendermore, y de eso hacía varios años, había instalado su casa en el primer barrio que había pisado. Entretanto, Phineas había olvidado por completo lo confusa y enrevesada que era aquella ciudad.

Virtualmente, no existía una calle terminada, o que tan siquiera tuviera salida. Así, sin más, acababan donde los constructores se habían aburrido del trabajo o, lo que era más habitual, en un sitio en que a alguien se le había ocurrido levantar un edificio. La población era un laberinto de callejones sin salida que terminaban ante la pared de una casa y comenzaban de nuevo a partir del muro opuesto. A menudo, había que desviarse varios kilómetros para llegar a una calle que se encontraba a tiro de piedra del lugar del que se había salido... si hubiese estado a la vista, se entiende.

Kendermore contaba con un amplio programa de señalización de calles. En cada esquina había una placa que indicaba el nombre de la vía y el camino hacia numerosos lugares conocidos, tales como los hogares de las celebridades locales o plazas públicas. Estas placas habrían resultado en verdad útiles de haberse actualizado de manera adecuada tras la construcción de nuevas vías o la implantación de edificios en las ya existentes. No era nada insólito ver un poste señalizador con dos flechas apuntando en direcciones opuestas a pesar de que en ambas se leía: «Al Palacio.» En parte, el retraso en la actualización y falta de precisión de las placas era producto del proceso seguido por los empleados del ayuntamiento en la realización de esta tarea. El día anterior, Phineas había visto a un equipo de trabajadores kender sustituir la placa en una de las plazas.

El capataz, apartado del resto, con los brazos cruzados, impartía órdenes.

—Jessel, súbete a los hombros de Bildar. Giblart, tú sobre Jessel, Sterpwitz sobre Giblart, y, Leverton, tú arriba de todo.

El encargado ladeó la faz cubierta de finas arrugas y calculó la distancia. Satisfecho, asintió con un breve cabeceo.

—Sí, esa altura será suficiente.

Cual miembros de un grupo acrobático, los kenders conformaron una torre de cuerpos. Phineas sabía que los trabajadores disponían de escaleras, pero era evidente que preferían las pirámides vivientes. Con una destreza propia de unos artistas circenses, se encaramaron los unos sobre los otros hasta que alcanzaron la altura deseada y el llamado Leverton se encontró en la cúspide.

—¡Vaya! Olvidasteis el martillo —advirtió el capataz.

Los kender descendieron uno tras otro al suelo. Leverton tomó la herramienta que le tendía el encargado y una vez más recomenzó todo el proceso.

Al final del día, Phineas había pasado la noche en un banco situado frente a una mercería, tras una agotadora jornada de vagar sin pausa por seguir las indicaciones de una placa tras otra.

Ahora, tras mendigar una manzana a un amistoso frutero de la tienda vecina a la mercería, echó a andar renqueante calle abajo a causa de los tres centímetros de diferencia entre su pierna izquierda y la descalza derecha. Habría jurado que había pasado antes por aquel mismo lugar, ya que le parecía reconocer los establecimientos y hasta el pequeño parque situado al otro lado de la calle, pero lo cierto es que seguía una flecha que, se suponía, conducía al palacio.

De repente, a media manzana, divisó otra flecha que apuntaba a la acera opuesta y a una tienda de velas. Desconcertado, Phineas se quedó de pie, bajo el cartel del establecimiento, y sus ojos viajaron repetidas veces de la flecha indicadora al interior de la tienda abarrotado de velas. Con seguridad esto no era el palacio... ¿o sí?

La puerta se abrió de golpe y una mujer kender, con un delantal manchado de cera, salió al exterior. Tras colocar con el pie un ladrillo para que no se cerrara la puerta, se acercó al humano.

—A mi primer cliente de la mañana le hago siempre un precio especial en las velas de cera de abeja. Su precio normal es de una pieza de cobre por unidad, pero usted comprará tres por seis monedas. Tiene un aspecto horrible, señor —añadió en tanto miraba al humano con los ojos entrecerrados—. ¿Se ha dado cuenta de que le falta una bota? ¿Quiere hacer un trueque por la otra?

—Lo sé —respondió aturdido—. Pero no estoy interesado en cambiar la otra por velas, gracias. Sin embargo, sí me gustaría saber por qué la señal de ahí enfrente indica que éste es el camino a palacio.

—Porque lo es.

—¿Esto es el palacio? —barbotó Phineas un tanto incrédulo.

—No, esto es
el camino
a palacio —explicó la kender, con exagerada paciencia—. Es un atajo diurno que se utiliza cuando la tienda está abierta, claro. Si desea ir por el otro camino, tiene que regresar al ayuntamiento, girar a la izquierda, luego otros cinco o seis giros también a la izquierda, y después unos cuantos a la derecha. No le llevará más de medio día en llegar allí.

Una vez que dijo su discurso, la kender entró al establecimiento. Despejado de súbito, Phineas fue tras ella.

—En tal caso, utilizaré el atajo, gracias. ¿Por dónde es, por esa puerta? —inquirió, mientras señalaba un acceso de la parte trasera de la tienda.

—Sí, luego no tiene más que gatear por aquella ventana y se encontrará en la calle de la Mora... ¿o es la calle de la Fresa? Nunca me acuerdo. Siga adelante hasta llegar a la estatua de... bueno de alguien. O tal vez sea un árbol. Son cosas muy parecidas, ¿verdad? En cualquier caso, primero pase
eso
y luego tuerza a la derecha. Son diez piezas de cobre —añadió, y extendió la mano.

—¿Diez monedas? —gritó—. ¿Por permitirme gatear a través de su ventana y decirme que los árboles y las estatuas son semejantes?

—Hay un largo camino de regreso al ayuntamiento —sonrió la kender.

—El hecho es que no dispongo de dinero en este momento —informó abatido el hombre.

Ella bajó la vista.

—Como le decía, tiene una bota muy bonita.

—Sí, ya lo creo que sí —farfulló Phineas para sí, al tiempo que se descalzaba y se la entregaba a la kender, aunque antes se las arregló para escamotear el hueso de rata y guardarlo en el puño de la camisa—. Era parte de un par que hacía juego.

La mujer frotó la punta con aire reverente.

—Será un escondite perfecto para guardar mi dinero. Tome, aquí tiene también una vela —añadió generosa, y le entregó una de cera amarilla, llena de grumos.

Tal vez la utilice para tapones, pensó Phineas, mientras la cogía con gesto torpe. Tras darle las gracias, se dirigió a la ventana de la trastienda. Con la ayuda de un cajón, alcanzó el quicio y bajó de un salto al otro lado. Los guijarros puntiagudos se le clavaron en la tierna carne de las plantas de los pies al cruzar cojeando un solar cuajado de malas hierbas que desembocaba en una calle.

Aquella vía, al menos durante una manzana, aparecía en efecto bajo el nombre de calle de la Mora, aunque a continuación cambiaba por el de bulevar de la Fresa. Los edificios se espaciaron de forma paulatina, lo que le indujo a pensar que se encontraba en los límites de la ciudad. Subido a un pedestal se alzaba un árbol. ¿O era una estatua? ¡Cielos, empezaba a pensar como un kender! Se adelantó unos pasos hacia el objeto y lo golpeó con los nudillos. Piedra. Era la estatua de un árbol. Rodeó el monumento y oteó la bifurcación que seguía por la derecha.

Allí, al final de la corta calle, surgió ante su perpleja mirada el escenario más extraordinario que contemplara en toda la ciudad y que no guardaba ninguna relación con el resto. Para empezar, el palacio estaba terminado por completo; al menos, visto desde donde se encontraba Phineas. En segundo lugar, no compartía la apariencia de «cajones y barriles machacados a gran escala» a la que eran tan aficionados los arquitectos kenders. Aun cuando el estilo de «barriles machacados» resultara interesante de contemplar, no era hermoso en absoluto.

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