Read El país de los Kenders Online

Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (17 page)

BOOK: El país de los Kenders
5.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los gullys regresaron en un confuso montón junto al carromato. Tas prosiguió.

—No jalaréis de las cuerdas según se os antoje y con fuerza bruta porque el barco se hará trizas. Ahora, y paso a paso, seguid mis órdenes al pie de la letra...

Varias horas más tarde, al anochecer, un kender —poco acostumbrado a dar instrucciones precisas sobre nada—, se las había ingeniado para que siete enanos gully —aún menos acostumbrados a recibir instrucciones de ningún tipo y en especial las precisas—, superaran las fases de izar una vela, levar un ancla, y poner en movimiento una nave de veinticinco metros de eslora, a favor, más o menos, del viento.

Gisella y Tas se sentaron en el techo del camarote, con la espalda apoyada en la batayola. Puesto que el mencionado techo también hacía las veces de puente de navegación, Woodrow se situó a su derecha, ocupado en el manejo del remo de estribor. Del de babor se encargaba uno de los gullys, un tal Pluk, bajo la vigilante mirada del humano. Vacilante, cual un chiquillo a punto de meter el pie en el agua helada, Woodrow se atrevió por fin a exponer sus dudas en voz alta.

—Detesto echar por tierra los logros de otros, pero sin un mapa, ¿cómo sabemos hacia dónde nos dirigimos y adónde llegaremos?

Tasslehoff abrió un ojo.

—También le doy vueltas a ese asunto hace rato.

Gisella soltó un resoplido.

—Ya empieza con lo mismo —protestó el kender—. Critica mis ideas aun antes de que las exponga. Debería mostrarse un poco más tolerante.

—Está bien. Escuchemos qué se te ha ocurrido —refunfuñó la enana.

—Gracias. Si no me equivoco, todavía nos queda un largo camino hasta Kendermore; diría que, por lo menos, unos quinientos quilómetros. Cuanto más terreno... ¿o debería decir agua?; bueno, lo que sea, recorramos, tanto más acortaremos la distancia. Por lo tanto, sugiero que naveguemos rumbo este, o sureste, o noreste, hasta donde nos lo permitan las circunstancias.

Gisella volvió la cabeza con lentitud y miró al kender de hito en hito.

—¡Eso pensaba
yo!
A veces me sorprendes, Burrfoot. Entonces, queda decidido. Permaneceremos en el bote cuanto nos sea posible. Woodrow, querido, te encargarás de gobernarlo, ¿verdad?

Una vez tomada la decisión, la enana se retiró a los reducidos confines del interior de la carreta. Su joven ayudante miró interrogante a Tas.

—De ahora en adelante, Woodrow, aléjate de los acantilados que hay tras de nosotros. A medida que su tamaño se reduzca, nos estaremos separando, lo que significa que las cosas marchan. Cuando se hayan perdido de vista, un hecho que tardará en suceder, dependeremos del sol.

—¿Cómo sabes tanto sobre navegación? —preguntó el ingenuo joven.

—No sé nada en absoluto —respondió Tas con tono realista—. Pero soy cartógrafo y me guío por el sol cuando «navego» por tierra. Si funciona en suelo firme, no hay razón para que no ocurra lo mismo en el mar.

Woodrow asintió con la cabeza y a partir de aquel momento no apartó los ojos de los acantilados hasta que más tarde, a la luz de la luna, desaparecieron tras el horizonte.

A primera hora de la mañana de su segundo día a bordo, el joven ayudante divisó una masa de tierra al norte y, por su estrecha configuración, dedujo que se trataría de una extensa isla o de una península. Alteró el curso a fin de no perderla de vista.

«Podremos hacernos una idea de la velocidad con que progresamos según lo rápido que pasemos ante ella», razonó para sí.

En el curso del tercer día navegaron por un canal de unos diez kilómetros de ancho, flanqueado por la isla y otra lengua de tierra. Tras estrecharse de modo gradual, el canal se ensanchó de repente hacia el este. Después de efectuar una votación, todos estuvieron de acuerdo en que alterarían una vez más el rumbo y bordearían la costa que iba de este a oeste.

Aquella noche las nubes ocultaron las estrellas.

Tampoco el sol asomó durante el cuarto día. Era un amanecer gris, envuelto en el triste sudario de la niebla. Apenas soplaba la brisa; por lo tanto, el barco, al que Gisella había bautizado
Préstamo,
casi no avanzó. No obstante, a media mañana y con gran alivio de todos, el viento sopló de nuevo y levantó tanto la niebla como los ánimos de los viajeros. Al menos, los enanos gullys se mostraron lo bastante contentos para jugar a «Gully al agua», que consistía en saltar, caer o empujarse los unos a los otros por la borda, mientras Woodrow y Tas les lanzaban un cabo y los subían de nuevo a cubierta. Llegó un momento en que incluso el tolerante y paciente joven humano los amenazó con dejarlos en el agua si persistían en aquel juego agotador. Pero, sólo la orden de su objeto de admiración, Gisella, detuvo sus travesuras.

La fuerza del viento se incrementó durante el transcurso de la mañana. A mediodía, Tas se encontraba en la oscilante proa, con el largo cabello del copete que ondeaba al aire, y la túnica y las polainas empapadas por las espumosas olas.

—Como esto no cambie, llegaremos adonde sea en un abrir y cerrar de ojos.

Gisella articuló aquel comentario a gritos, en un intento de que la oyeran sobre el brusco chasquear de la vela, las olas batientes, y los crujidos de aparejos y maderos. Unos momentos después, la enana se retiró al carromato para refugiarse de las inclemencias del tiempo.

Cual patitos tras la pata, cuatro de los gullys la siguieron en fila hasta la carreta.

—¿Dónde demonios vais? —aulló Tas, mientras asía por el cuello a uno de los desertores.

—Yo, frío. Fuera, agua y aire. En casita, caliente y seco —protestó el hombrecillo.

—Oh, no. Ni lo sueñes —amonestó el kender—. Sois marineros, y los marineros no abandonan sus puestos a causa de un poco de viento y espuma.

En aquel momento un rayo desgarró el cielo de parte a parte, seguido por el estruendo del trueno. Sobre cubierta cayeron las primeras gotas.

—O un poco de lluvia —agregó con voz vacilante Tas—. Aunque una chaparrada es algo más
serio
que el viento y la espuma.

Los gullys se miraron entre sí y después contemplaron al kender con una expresión más desconcertada, si cabe, de la habitual en ellos. Al menos, no persistían en refugiarse dentro del camarote, aunque tampoco se reincorporaban a sus puestos, pensó Tas.

Por fortuna, al kender se le ocurrió una buena idea.

—¡Ya lo tengo! ¡Os enseñaré una canción marinera!

De inmediato, Tas inició las estrofas de una alegre tonada en tanto conducía a los gullys, uno tras otro, a sus posiciones.

·

· Subid a bordo, muchachos, nos espera la mar.

· Dad un beso de adiós a esa joven beldad.

· Icemos gavia y foque. Que surque el velero

· la bahía de Balifor en alas del viento.

·

De inmediato, los gullys pateaban al ritmo de la canción de Tas y berreaban su propia versión, «Hala todos, al charco de cabeza tirar...», mientras se empujaban unos a otros.

A la preocupación de Woodrow por controlar el remo se le unió el temor de que los gullys se arrojaran por la borda. Con la actual velocidad de navegación, no cabía la posibilidad de detener la nave para recogerlos. A punto de advertir a Tas del peligro, la fuerza de un rayo se descargó sobre el mar a tan sólo unos metros del barco. Momentos después un huracanado golpe de viento embistió a la pequeña embarcación, que escoró a estribor. Los sorprendidos gullys buscaron un asidero. Mientras el
Préstamo
recuperaba la vertical, un segundo golpe de aire lo derribó. Se escuchó un sonido desgarrador y en la vela se abrió una raja de un metro.

Tas aferró al Aghar más próximo a él y gritó:

—¡Hay que arriarla! ¡La vela! ¡Tenemos que bajarla!

El gully salió como alma que lleva el diablo hacia el camarote, demasiado asustado por la súbita furia de la tormenta para servir de ayuda. El kender recorrió con la mirada la cubierta y vio que su «tripulación» íntegra se dirigía de manera atropellada hacia el camarote, o gateaba bajo la carreta. Los caballos reculaban y relinchaban al tiempo que tiraban de las riendas. El carromato se balanceó de forma peligrosa.

Woodrow, apoyado sobre una rodilla y con el remo asido bajo el brazo izquierdo, se aferraba con ambas manos a la batayola. Impotente, vio cómo Tas rodaba por la cubierta.

Un tercer golpe de viento levantó las olas, que barrieron la cubierta y a varios gullys que se encontraban bajo la carreta, y lanzó a los hombrecillos contra la barandilla opuesta. Gateaban desesperados en dirección a la carreta, cuando otra ráfaga de aire llenó la vela y la infló como una pelota. El desgarrón se ensanchó con un estallido y entonces apareció una nueva raja; un instante después, la vela se rasgó en dos, partida de arriba abajo, y se soltó de la verga. El extremo suelto aleteó hasta alcanzar el costado, chasqueó, se retorció en el aire, rompió el aparejo y se precipitó en las embravecidas olas.

La otra mitad de la vela se sacudió con violencia contra la carreta. La puerta trasera se abrió de golpe y Gisella, con los ojos desencajados, se asomó por ella. El vehículo dio un bote y se deslizó por la cubierta; luego volvió hacia el mástil, contra el que chocó. La enana trató de bajar los peldaños, pero la sacudida la lanzo rodando al interior del carromato. En aquel momento, otra ola se estrelló contra el costado de la carreta y dos de los tres cabos que la sujetaban se rompieron a causa de la tensión.

—¡Señorita Hornslager! —gritó Woodrow.

El joven contempló horrorizado que el vehículo, con Gisella en su interior, se deslizaba por la cubierta inclinada, sujeto sólo al tirante cabo que restaba. Entonces, con un crujido que dejó al joven sin aliento, se abrió en el mástil una grieta quebrada y blanquecina. La parte delantera del carromato chocó contra la batayola, que cedió al violento encontronazo, y las ruedas sobrepasaron el costado. El barco escoró con el desequilibrio de peso y el agua lamió la cubierta. Un instante después, la carreta caía por el costado de la nave y se hundía bajo las olas, seguida por la mitad superior del mástil.

El barco no se enderezó, sino que se sacudió como un garañón desbocado, con la cubierta ya inundada. Los caballos relincharon y patearon el suelo resbaladizo. Al comprender que el barco estaba perdido, Woodrow abandonó su puesto junto al remo y llegó tambaleante hasta el mástil quebrado, con el cuchillo, sesgó las bridas a las que estaban atados para evitar que la embarcación los arrastrara con ella al sumergirse.

Cuando el agua inundó el camarote, Fondu y los otros gullys que se habían refugiado allí salieron en tromba a cubierta. Una ola inmensa se estrelló contra la quilla inclinada y el barco se escoró más aún. Tas percibió el estrépito de cosas que rodaban y se rompían bajo la cubierta.

—¡Es inútil! —gritó a los gullys—. ¡El barco se hunde! ¡Saltad! ¡Alejaos a nado!

Woodrow y los caballos ya estaban en el agua cuando el kender se tiró de cabeza, tras ellos. Los pocos gullys que todavía quedaban en cubierta también cayeron al mar cuando la embarcación giró por completo sobre sí y quedó quilla arriba. Unos segundos más tarde, desapareció bajo las encrespadas olas; dejaba tras de sí trozos de maderos, cuerdas enredadas y una vela desgarrada y retorcida.

El kender, el humano y los enanos gullys se aferraron a los restos del naufragio que flotaban en las gélidas aguas. La lluvia y el viento prosiguieron un rato más y luego, de forma súbita, cesaron por completo. Al poco rato, un mortecino sol asomó detrás de los grises nubarrones.

Durante varios minutos, los náufragos guardaron silencio. Ni Tas ni Woodrow sentían el menor deseo de hablar; los pensamientos de ambos se hallaban puestos en Gisella. Fondu rompió el opresivo silencio.

—¿Dónde estar bonita señora? —preguntó, mirando primero a Tas y después a Woodrow—. Fondu no ve.

El joven humano parpadeó con desesperación y evitó la mirada del kender.

—Ya no está, Fondu. Se encontraba en la carreta cuando se hundió en el agua —explicó Tas con voz temblorosa.

—¿Y cuándo volver?

—Me temo que no será posible.

El hombrecillo lo contempló con aire confuso durante un breve momento, luego abrió la boca más grande que Tas había visto en su vida, y vociferó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Señoraaa!

Los gritos se mezclaron con sollozos; el caudal líquido de la nariz casi igualaba a los raudales de lágrimas.

—¡Calla, Fondu! —ordenó Tas, que creía haber escuchado una voz entre los aullidos del gully, como si alguien llamara...

—¡Eeeh, chicos!

El kender miró sobre su hombro. A unos doscientos metros y sentada en apariencia sobre el agua, estaba Gisella; agitaba un pañuelo empapado. El grupo estalló en un estruendoso vítore y un momento después todos chapotearon hacia la enana.

Conforme se aproximaba, Tas se convencía más y más de que la mujer estaba sentada sobre la ondeante superficie del mar. El misterio se aclaró cuando la enana anunció a voces.

—¿Sabéis una cosa? ¡Mi carreta flota!

Fondu estaba tan contento que prorrumpió a cantar desafinado: «Hala todos, al charco de cabeza tirar... Dos no más de dos, flotar todos en mar...» El resto de los gullys no demoraron en corear la incoherente versión del canto marinero. Boks escupió un chorro de agua salada a Thuddo y enseguida todo el grupo cantaba, reía, escupía y chapoteaba.

Tasslehoff se sintió casi decepcionado cuando Gisella, de pie sobre el techo de la carreta sumergida, gritó con la voz entrecortada por los escalofríos.

—¡Tierra, diviso tierra al frente!

—Loados sean los dioses. Por fin un buen augurio —musitó Woodrow.

—Nada de augurios, muchacho. Es suelo firme —lo corrigió su patrona—, y ropa seca, y algo de comida, y un sitio donde dormir.

Con aquellas palabras de ánimo, el grupo nadó hacia la costa.

10

Phineas no disponía de mucho tiempo para llegar hasta su consultorio y preparar las cosas para el viaje; por consiguiente, corrió el riesgo de montar en un carro de mano de alquiler; reforzaba tal decisión el hecho de que no tenía la más remota idea de cómo volver a su casa. Cojeó hasta el cruce de dos concurridas calles y detuvo a uno de aquellos curiosos vehículos de dos ruedas, tirado por un kender.

El conductor, que trotaba entre dos largas varas adosadas al asiento, paró el vehículo con brusquedad. Phineas indicó al kender su dirección. Después de un buen rato de corretear arriba y abajo por varias escaleras y atravesar el patio de una escuela abarrotado de chiquillos kenders, el conductor admitió que no estaba seguro
del todo
de hacia dónde se dirigía.

BOOK: El país de los Kenders
5.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

My Guantanamo Diary by Mahvish Khan
Cuts Through Bone by Alaric Hunt
Cry For the Baron by John Creasey
Hot Westmoreland Nights by Brenda Jackson
Breeders by Arno Joubert
Dire Straits by Megan Derr
The Venture Capitalist by EnRose, LaVie, Lewis, L.V.